REBELIÓN DE LAS COSTUMBRES
Victor Hugo González Rodríguez
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CDMX, 2018
Cuando Ángel Mariaca fue enterado de su terminal padecimiento pensó con detenimiento cómo y dónde morir.
El cómo parecía sencillo: esperar el desenlace, el momento en que el corazón dejara de latir, la sangre se detuviera y las pulsaciones inexistentes permitieran a un paramédico diagnosticar su muerte.
El dónde era el problema. Había tantos lugares dónde morir que lo que resultaba difícil era decidirse por uno. Lamentó no haber pensado antes en eso. De haberlo hecho quizás en esos momentos se ahorraría un poco de tiempo, que en tales circunstancias era literalmente vital.
Pensó en su lugar favorito, pero no lo tenía. Había viajado tan poco que casi cualquier destino lo ignoraba.
Desde pequeño temió a los aviones. Tal vez a partir de que supo que su abuelo murió en un accidente aéreo.
Su abuelo fue la única persona que lo trató con dignidad. De niño lo tomaba de la mano y caminaban a la orilla del río hasta que llovía y corriendo empapados regresaban a casa. Sin quitarse le ropa se metían al baño y se duchaban. Mientras su abuelo lo enjabonaba le relataba historias a veces aterradoras, otras divertidísimas y en ocasiones sumamente hermosas. Muchas noches soñó con los relatos del viejo.
Con su abuelo Ángel se sentía seguro, confiaba que la humanidad era buena.
Una mañana su abuela lloraba desconsolada. El abuelo jamás regresó, nunca bajó del avión. Ángel fue ingresado en un internado y comprobó la miseria humana.
A partir de entonces con frecuencia Ángel soñaba que al ir a bordo de un avión el capitán avisaba que había problemas con un motor. La nave se sacudía estrepitosamente y luego el descenso. Ya no se escuchaba la voz del capitán, sólo los gritos de los pasajeros pidiendo auxilio y otros rezando. Por la ventanilla veía cómo las nubes se transformaban en un mar inusualmente azul en donde finalmente se impactaba. Miraba cómo los cuerpos sin vida flotaban sobre el agua helada y ahí estaba el suyo, al que le faltaba la cabeza que también flotaba metros adelante y aún gritaba pidiendo auxilio, como si nadie le hubiese notificado que ya se había desprendido del cuerpo.
Ángel nunca utilizó el metro, evitando que alguien lo empujara a las vías. Tampoco viajaba en autobús, temía que chocara. No acudía a lugares concurridos por miedo a un accidente. Jamás permanecía en un tercer piso (o más arriba) por temor a no poder evacuar durante un sismo o en un incendio.
Si llovía no salía, no utilizaba cubre lluvias, no ocupaba cucharas (u otro tipo de accesorios de metal) por miedo a que le cayera un rayo. En fin, hacia todo lo posible para no dejar al azar su muerte, y lo logró, para entonces tenía certeza de que pronto fenecería y sabía la causa: la enfermedad terminal que sin tacto su médico le diagnosticó, junto con la sentencia de no más de tres meses de vida.
Ángel se echó a llorar. El médico le dio una palmada en la espalda y se marchó. Como lo estaba en su vida, Ángel quedó solo. Por su mente pasó la idea de quedarse sentado durante tres meses en aquella sala de espera y que sin más su corazón dejara de latir en el plazo aludido por el galeno.
Lamentó haber entregado su vida entera al trabajo. Lo hizo para garantizar una vejez digna y ahora, un sujeto vestido con bata blanca le dice que no hay futuro, que sus esfuerzos, sus ahorros y sus sueños fueron infructuosos.
Siempre creyó que si las personas fueran totalmente sinceras reconocerían que el objeto de la vida es precisamente no perderla. Sólo hay una oportunidad para vivir y por ello se come bien, se descansa, se ama, se trabaja, se estudia, se acude al médico; y no obstante haber abonado poco a poco buenas cosas a cada historia, el final a todos nos alcanza, sin tregua, sin excepción y sin aviso.
No quería dejar de llorar, quería que todo el mundo supiera que su pecho le dolía como si le hubieran asestado un golpe mortal. Aunque en realidad eso había ocurrido, su verdugo había estudiado cinco años en la facultad de medicina y tres años más de residencia para perder el tacto y simplemente decirle al moribundo “sus horas están contadas”.
De las paredes blancas del nosocomio pendía un viejo reloj del que sonaba el tic tac del segundero. Cada minuto transcurrido Ángel se lo restaba a los tres meses que le quedaban. Cuando el reloj marcó las 12 un niño fue hasta Mariaca y le preguntó: “¿Por qué lloras?” Ángel lo miró, los ojos del pequeño eran transparentes, no podía responderle que moriría, pensó que decir eso lo convertiría a él en el verdugo, así que dijo:
–Lloro de alegría, de la alegría de respirar, de poder verme en tus ojos.
El niño sacó de entre sus pantaloncillos un barquito de papel y con una de sus manos se lo ofreció a Ángel, “¿y eso?”, preguntó, “para que guardes tus lagrimas”, dijo el pequeño y se marchó.
En las manos de Ángel permaneció aquel barquito y por unos segundos olvidó que el final de su existencia estaba cerca. Respiró profundo, cerró los ojos y decidió no quedarse sentado los tres meses siguientes, que se atrevería a morir y que lo haría en su sitio favorito.
Para no perder el tiempo, que además de ser su enemigo se convertía en fundamental, Ángel al abandonar el hospital decidió ir a casa y hacer girar el mapamundi que tenía desde sus estudios de bachiller y colocar al azar el dedo en un punto determinado: París sería su destino. Era un lugar lindo para morir, pensó, o por lo menos eso le enseñó Hollywood (que quizá fue lo único que le enseñó).
Seleccionado el lugar, llamó a una agencia de viajes y compró un paquete.
Un par de prendas, un sombrero blanco, la gabardina que estrenó a los 60 años y su más preciado reloj de pulso conformaron su equipaje.
Pensó cargar también con su disco de Gardel, pero no valía la pena arriesgar su más preciado tesoro en un viaje incierto, prefirió que permaneciera intacto sobre el tocadiscos y otra persona, tal vez con la misma pasión por las notas del piano, el bandoneón y los violines, repitiera tantas veces fuese necesario “Cuesta abajo”.
Al salir de casa tomó las llaves, las miró y las aventó al piso. Carecía de sentido conservarlas, tal vez nunca regresaría. Quizás, entonces pensó, lo adecuado era vender la casa, pero eso tomaría tiempo, y era lo que menos tenía.
Observó por ultima vez el par de copias de los Remblandt que pendían de la pared de la sala. El librero conservaba el ordenado acervo recopilado a partir de que comenzó a ganar su propio dinero (lo que ocurrió como a los 15 años, luego de salir del internado y haber sido dejado a su suerte). Caminó hacia él y buscó El Quijote de la Mancha, su texto favorito.
Siempre envidió al Quijote. Envidiaba su tesón, e incluso su irresponsabilidad por la aventura, por las cosas inciertas, por el riesgo que él nunca tomaba. Envidiaba su vehemencia por la lectura y su demencia por los personajes.
El hábito de la lectura jamás había determinado en Ángel sus sueños, ni siquiera la idea platónica del amor, ni la aspiración de conocer los lugares que los escritores describían, es más, durante una charla jamás hacía referencia a citas literarias. Cuando alguien le solicitaba le recomendara un libro se limitaba a decir: no puedo hacerlo, todos somos diferentes, lo que para mi es bueno, para ti puede ser todo lo contrario.
Ángel pensaba que leer no debía ser pretensioso, que era un acto tan cotidiano como respirar o comer. ¿Quién en su sano juicio va por el mundo diciendo “yo respiro”, se preguntaba Mariaca. Si se deja de respirar morimos, lo mismo ocurre si se deja de leer, creía.
Que los demás sepan si leo, si como o si respiro, es una vanidad estúpida que no tolero y que jamás ejercería –escribió Ángel en una de las paredes de su casa, que luego cubrió con un librero. Ese era su único secreto.
En términos generales Ángel tenía en la literatura un íntimo amor. Un ejercicio que concernía sólo a él y al cúmulo de hojas que con regularidad leía por las noches, sin que ello constituyera una inquebrantable regla o una vanidad. Cuando la historia lo entusiasmaba, leía a cualquier hora, no hacía distinción entre la madrugada, la mañana y la noche.
Entonces era diferente, Ángel era un inconsciente hombre de la tercera edad que abandonaba todo por lo que durante su vida había luchado, para morir en un sitio al que nunca perteneció, que ni siquiera conocía. Seguramente el Quijote ahora lo envidiaría a él, pensó.
Para agudizar la rebelión de las costumbres, arrojó El Quijote por la ventana y buscó el libro que nunca volvería a leer: Metamorfosis. Lo ingresó en su equipaje, tomó su valija y después de un suspiro decidió caminar sin mirar lo que dejaba atrás. No cerró la puerta, le entusiasmaba la idea de pensar lo que los vecinos murmurarían: los conservadores creerían que su ausencia se debería a un retiro espiritual, los liberales que se enamoró de una chica joven y habría muerto durante el acto amatorio.
Ángel nunca compró un automóvil. No conducía y de eso si sentía orgulloso. Deseaba que las generaciones futuras pudieran respirar el aire fresco de los ailes que con sus raíces se aferraban al camino, como él cuando era niño. Ahora esos arboles quedaban atrás, el taxi en que viajaba los dejaba con su marcha.
Por un momento remembró la ocasión en que su abuelo construyó un columpio y de la espalda lo empujó tan fuerte que casi rozaba las nubes, de las que de niño Ángel pensaba que si les hacía cosquillas comenzaría a llover, y durante el nubarrón la nube se enfadaba y arrojaba estruendos, para finalmente, llena de alegría, la nube regalaba una sonrisa traducida en arcoíris.
Mientras el taxi cruzaba la ciudad para llegar al aeropuerto Ángel cerró los ojos. Como una película por su mente pasaron los recuerdos de cada día vivido, en algunos pasajes deseó que se detuvieran y poder cambiar la historia; era inútil, cada paso andado jamás puede borrarse.
Cuando Ángel abrió los ojos junto a él avanzaba una marcha fúnebre. Al frente una lujosa carroza más negra que de costumbre, y detrás, al menos dos decenas de vehículos en cuyo interior sollozaban seguramente familiares del finado.
Mariaca sintió escalofrío. Imaginó que a su muerte nadie lo seguiría. Había acumulado horas de trabajo, algunos billetes, su disco de Gardel, libros y su colección de relojes que con esmero contaba y limpiaba cada sábado por la tarde, pero jamás acumuló amistades.
La soledad fue su confidente de vida y en esos momentos no podía heredarle a ella las cosas materiales. Tampoco la soledad podría organizarle un bonito sepelio, comprarle un arreglo florar que llevara su nombre y rezar dos padres nuestros como mérito para entrar al cielo. Le era, a la soledad imposible decidir qué hacer con su colección de relojes que era en lo único en que se permitió derrochar su dinero.
La soledad no podría usar su abrigo y dormir en su cama, estaba impedida para colocar un retrato en la mesa de la sala y limpiarlo de vez en cuando. No podría ir al campo santo el día de su cumpleaños y prender un sirio el día de los difuntos.
Algunas lagrimas rodaron por el rostro de Mariaca, no intentó limpiarlas, dejó que libres rodaran hasta donde lo desearan, finalmente, pensó, el mundo no se detiene en cosas tan pequeñas como el llanto o la muerte y menos de una persona, y menos si esa persona era él. Mientras la marcha fúnebre seguía su trayecto, alrededor los niños no dejaban de jugar, los pájaros no cesaban en canturrear, el viento seguía resoplando y el mundo, el mundo seguía rodando.
Aun pensando en su soledad Ángel llegó al aeropuerto, no obstante, las inclemencias del tiempo retrasaron su vuelo a París.
Antes de anochecer la aerolínea informó que en París un grupo terrorista colocó bombas en varios puntos de la Ciudad y la entrada a Europa se encontraba restringida; que en tres decimas de minutos un extremista francés arrolló con un camión a una multitud en Niza, matando a 30 personas y dejando al menos 100 heridos.
A virtud de ello Francia había decidió bombardear a dos países de medio oriente, a quienes responsabilizaba de los atentados, se cumplían las expectativas de una tercera guerra mundial que había iniciado décadas atrás entre el mundo occidental y el medio oriente, aunque todos los gobiernos lo negaran; en consecuencia, Ángel tenía dos opciones: pasar la noche en un hotel cercano al aeropuerto o hacer escala en Miami, mientras la crisis cesaba.
Meditó. Las dos opciones eran tentadoras pero implicaban perdida de tiempo. Optó por una tercera. Con la fortaleza que hasta entonces no había mostrado, se acercó al personal aéreo y con firmeza dijo: “No estoy dispuesto a permanecer aquí, tengo que viajar y es cuestión de vida o muerte”.
El empleado se percató del carácter determinante de Ángel, pero sobre todo, de sus razones: “cuestión de vida o muerte”. Le pidió que lo acompañara y juntos ingresaron a una oficina, donde el director del aeropuerto lo recibió.
–Mi colaborador me hizo del conocimiento su situación, la empresa se hará responsable. ¿Le gustaría en este instante viajar a República Dominicana, pasar unos días en Punta Cana hasta que los problemas en Paris mejoren. Eso le garantizaría ser de los primeros en ingresar a aquella nación.
Ángel lo pensó. Era sencillo aceptar, pero si ya se había aventurado en imprudencia no era momento de retroceder. Destacó que esa estancia era costosa y no era culpa suya, que tendría que consultarlo con su abogado –¡esto último fue el colmo de su cinismo!–, Ángel no conocía abogado alguno, es más, nunca había cruzado palabra con uno y creía firmemente que de haber cursado la universidad su última opción sería la abogacía, prefería los números, las ciencias exactas, tal vez la gastronomía.
El director tragó saliva y apretó nervioso el nudo de la corbata.
–Muy bien –dijo–, debemos tener calma, la aerolínea se hará cargo de todos los gastos, únicamente haremos un par de llamadas y todo estará listo, su viaje y estancia será en clase ejecutiva. Por lo pronto puede permanecer aquí y en quince minutos estará usted volando ¿está de acuerdo?
Ángel movió la cabeza positivamente y sentenció: “sólo por que usted es muy amable”. El director agradeció y extrajo de su chaqueta una tarjeta que ofreció a su interlocutor y le dijo: “por cualquier contratiempo”.
Los quince minutos Ángel los pasó solo en una lujosa sala. Se sintió orgulloso de sus agallas, lamentó no haberlas tenido cuando la niña que le gustaba lo rechazó en el colegio, o cuando su maestra lo reprendió por cosas que él no había hecho o cuando su jefe nombró a su amante en el puesto que a él le correspondía. Suspiró, sabía que era mejor adquirir carácter al final que nunca haberlo tenido.
El compromiso fue cumplido, en quince minutos Ángel fue conducido a la nave que lo llevaría a Punta Cana. Antes de despedirse el director preguntó “por cierto, si no es indiscreción ¿cuál es su causa de vida o muerte?” “La persona que más amo está a punto de morir”, le respondió, el director regaló a Ángel un abrazo y le susurró al oído “sea fuerte, la muerte forma parte de la vida”.
Las piernas le temblaban cuando abordó el avión. Por un momento pensó voltear y regresar a casa, dar marcha atrás a esa locura provocada por la infortuna. No lo hizo.
Habían sido ya sesenta años de cobardía, de su obsesión por la vida, de todas las mañanas encomendarse a Dios, ducharse, desayunar sano y lavar sus dientes. De haber aprendido desde pequeño a obedecer, ha decir a todo que sí, ha jamás cuestionar. Estaba dispuesto a afrontar con valentía e irresponsabilidad las últimas bocanadas de aire, estaba dispuesto a morir con la dignidad que hasta entonces no tenía.
El capitán agradeció a los pasajeros la preferencia con la aerolínea e informó las condiciones y horario del vuelo. Al medio día se encontraría en el aeropuerto de República Dominicana y por la tarde en Punta Cana.
Su acompañante de viaje era un varón aproximadamente de su misma edad, misma tez y estatura, que incluso vestía de forma parecida. Por un momento Ángel se sintió incomodo. Era como estar sentado frente a si mismo, junto a un espejo.
Movió discretamente una de sus manos para asegurarse que no había ningún cristal en que su imagen se reflejara, así fue, la imagen del sujeto sentado a su lado no se inmutó. Con más tranquilidad Ángel se recostó en el respaldo de su asiento y recorrió minuciosamente el interior del avión.
Doce lugares en la zona ejecutiva y muchos más en el resto del avión, que sólo separaba una cortina que odiosamente las azafatas recorrían cada vez que la cruzaban. Del otro lado había hileras de tres estrechos asientos, donde los pasajeros hacían esfuerzos para acomodarse sin rozar a su acompañante.
Así es el mundo, pensó Ángel: siempre dividido entre ricos y pobres, buenos y malos, normales y locos, hombres y mujeres, escépticos y fanáticos, homosexuales y heterosexuales, capitalistas y comunistas, transparentes e hipócritas, pesimistas y optimistas, vírgenes y desvergonzados, vivos y muertos, veganos y carnívoros, solitarios y acompañados.
Su cabeza daba vueltas cuando una gentil azafata interrumpió sus cavilaciones y le ofreció el menú para el desayuno. Lo mismo hizo la amable aeromoza con su acompañante, así que Ángel se quedó tranquilo al constatar que la similitud con su acompañante no se trataba de un espejo ni de un sueño, en todo caso de una coincidencia.
Tuvo ganas de preguntarle al vecino si también estaba apunto de morir, de indagar si aquel hombre también dejó su vida atrás y decidió emprender una aventura sin retorno, de conocer cuáles eran sus diferencias: si era del bando de los ricos o de los pobres, de los buenos o de los malos...
Se resistió y se limitó a pedir los mismos alimentos que aquel, con quien decidió no cruzar ni siquiera una sonrisa, tenía la sensación de saber todo de él. Podía en ese momento tomar una libreta y en ella asentar la vida del sujeto, no lo hizo, prefirió disfrutar sus alimentos, sobre todo que siempre que escribía se cercioraba que nadie pudiera leerlo. La escritura para Ángel era un acto tan intimo como expulsar gases en el inodoro. Jamás podría haber sido escritor, se sonrojaba incluso cuando alguien leía el número telefónico que colocaba en una nota.
Después de comer solicitó una brazada y se dispuso a disfrutar de su película favorita: La vida es bella.
Ángel Mariaca aceptaba que lo único que hasta entonces lo podía separar de lo terrenal era una buena película o un buen reloj. El cine lo seducía a tal grado que más de una noche soñó ser él mismo El Padrino de Alfachino y en otras, besar apasionadamente a Rita Hayworth. Al final, su afición con el cine tenía explicación: era un acto intimo entre la proyección y él, entre sus deseos y sus posibilidades.
La afección a los relojes era responsabilidad de su abuelo: nunca se separaba de su reloj de bolsillo. Decía que cada segundo era un latido del corazón, y así fue, lo único que su abuela recuperó con la muerte del abuelo, fue ese inservible reloj.
Viajar en primera clase le daba beneficios como elegir qué ver en la pantalla, qué música escuchar e incluso qué vino beber. Eso no ocurría en segunda clase, además de los estrechos asientos los pasajeros debían conformarse con alimentos insípidos y bebidas artificiales, además de un solo baño para media centena de intestinos trabajando.
El vuelo estaba a punto de finalizar. Un par de comunes turbulencias no lo alarmaron y, previo a descender, decidió orinar. Se levantó y en cuanto lo hizo, otra azafata se le acercó para ayudarle. Agradeció la amabilidad pero se sintió incomodo porque hasta entonces era totalmente capaz de acudir sin auxilio al sanitario de un avión y su formación le impedía siquiera pensar que la senectud era un buen pretexto para sentir cerca la calidez de un cuerpo femenino, del par de pechos firmes de la gentil aeromoza.
Abrió con dificultad la puerta, del otro lado se encontraba un par de jóvenes teniendo relaciones sexuales. Ángel era demasiado viejo para ruborizarse con la escena y demasiado joven para reprimir a los protagonistas, quienes al percatarse de su presencia huyeron despavoridos.
La azafata se acercó y preguntó que si todo estaba bien. Ángel movió la cabeza afirmativamente y sin delatar a los jóvenes orinó y se sorprendió que en un espacio tan reducido dos personas pudieran copular, sobre todo que él a sus sesenta años aún no conocía mujer.
Su rostro esbozó una sonrisa, siempre pensó que el sexo en los baños de los aviones era un mito.
La voz del capitán anunció el final del vuelo. Con calma Ángel miró cómo su acompañante tomó su valija y salió por la parte frontal del avión. Él hizo lo mismo. Caminó y al abandonar el avión se sintió orgulloso por haber vencido sus temores. Atravesó la aduana y permaneció de pie esperando su maleta.
Equipajes de todos colores daban vuelta frente a Ángel, sin observar el suyo. Mientras esperaba se percató que media docena de policías con caninos sujetos de una correa revisaban los equipajes acercando al cuadrúpedo para que olfateara. Todo parecía normal hasta que las maletas se extinguieron. Preguntó la razón al personal del aeropuerto y después de unos minutos le informaron que su equipaje había sido extraviado, que realizarían las gestiones necesarias para localizarlo, y de no ser así, en cuarenta y ocho horas le rembolsarían el costo de sus pertenencias.
Ángel Mariaca no se inmutó. En realidad su valija contenía baratijas. Su pasaporte y dinero los traía consigo y le alegraba extraviar La metamorfosis; siempre estuvo en desacuerdo con un insecto gigante, que por más metafórico que fuera, nunca le agradó, es más, pensaba que se sobrevaloraba a Kafka.
Esta reflexión le acarreó un buen número de enemigos, sobre todo los que se autodenominaban eruditos y a quienes Ángel apodaba “peluditos de café”. No concebían que alguien cuestionara a Kafka, y a quien lo hacía lo tachaban de ignorante. Eso no le importaba, era demasiado cínico para dejarse abatir por las criticas y demasiado bueno para responderlas.
Con excesiva calma buscó la salida del aeropuerto y hasta entonces percibió el aroma del caribe que impregnaba el ambiente. Con la vista recorrió el lugar, palmeras enormes movían animadas sus hojas y parvadas de pájaros husmeaban los césped verdes que rodeaban las instalaciones del aeropuerto. El cielo apenas si dejaba ver algunas discretas nubes blancas que sin pereza se movían. Repentinamente un mulato lo interceptó y con familiaridad le dijo:
–Ya lo esperábamos mi sangre.
Inmediatamente el desconocido le dio la bienvenida y lo condujo a una camioneta elegante color blanco. Sin cruzar otra palabra el vehículo inició la marcha avanzó por Higüey hasta La Romana y después de algunos minutos llegó a un exclusivo hotel.
Inmensos jardines rodeaban las instalaciones, un par de barras en el lobby, sillas y mesas, sillones y tres fuentes alumbradas con los colores de la bandera de México, denotaban el origen del dueño de la cadena de hoteles.
Todo el personal afroamericano y vestido implacablemente de blanco hacia juego con sus dientes y la esclerótica de sus ojos.
No hay necesidad de que se registre, le dijo una afable voz de una negra de caderas amplias que se encargaba de la recepción, el director del aeropuerto nos ha proporcionado sus datos, agregó.
Un botones lo condujo a su habitación y Ángel se maravilló del lujo de ésta. Era más grande de lo que imaginaba. Paredes, cortinas, sabanas y almohadas más blancas que la nieve, pisos de mármol y muebles de caoba.
Antes de que el botones se marchara Ángel le entregó veinte dólares de propina. Gracias por su generosidad, dijo el mozo y se retiró con una sonrisa en la boca.
Ángel Mariaca quedó sorprendido del compromiso del director del aeropuerto, pensó que era un buen tipo. Se sintió culpable por comportarse egoísta y arrogante, tuvo deseos de llamarlo para ofrecerle una disculpa, no lo hizo, caminó al baño y observó la tina enorme y el montón de recipientes que con perfumes de flores se encontraban sobre el lavabo, justo enfrente del espejo. Cogió uno e inhaló el olor a sándalo, que era su favorito.
Con el olor a madera vinieron a su mente recuerdos de la infancia: un jardín lleno de flores y a un costado una banca húmeda de madera y sobre ésta Ángel junto a su abuelo. Las piernas de Mariaca colgaban, por lo que el par de botitas no rozaba el césped y no obstante, aquel niño se sentía grande, enorme porque su abuelo estaba a su lado y le contaba historias esperanzadoras, no de príncipes ni de caballeros, no de superhéroes ni personajes indestructibles, le hablaba de personas ordinarias, de hombres y mujeres que eran capaces de tenderle la mano a un caído, de alimentar a un hambriento, de cuidar a un enfermo y de abrazar a un criminal, de las personas más comunes que con sus actos eran irremplazables. Hombres ordinarios como su abuelo.
En el espejo no se reflejaba el rostro de Ángel, estaba presente el de su abuelo: cabello cano, cejas pobladas, ojos verdes, nariz afilada, boca regular, barba partida y arrugas apenas perceptibles. Estiró su mano y al hacer contacto con el espejo regresó de su sueño y la imagen de su abuelo desapareció y fijamente miró sus propios ojos frente así, su rostro y las líneas de expresión que parecían haberse agudizado a partir de que tuvo noticias de su desenlace.
Abandonó el baño y se dirigió al balcón. Frente a sus ojos reposaba un inmenso mar color verdoso. Era la primera vez que veía el mar y la experiencia resultó mejor de lo que había imaginado; en el se reflejaba una luna redonda como el vientre de una mujer preñada y un millar de estrellas que sin recato coloreaban el cielo. Tomó asiento sobre una reconfortante silla y escuchó atento el vaivén de las olas, ese ruido que atemoriza al más valeroso. Pensó que su decisión había sido correcta: había dado con el lugar adecuado para morir.
El ring ring del teléfono lo hizo saltar. Tomó la bocina y al otro lado una voz dulce le recordó que la cena sería en quince minutos y colgó.
Miró su reloj y siguió admirando el mar. A los diez minutos dejó la habitación y se dirigió a la recepción, donde preguntó por el restaurante.
–Mi sangre –gritó una voz que provenía del mulato. Ángel sonrió y se dejó guiar por el recién llegado–, ya lo esperábamos, acompáñeme– agregó.
Sin resistencia caminaron juntos e ingresaron a un salón del hotel donde dos mujeres en diminutas ropas bailaban sobre la pista.
–¿Aquí cenaremos? –preguntó Ángel.
–Si mi sangre, como fue acordado.
Tranquilamente Ángel se sentó en la mesa más cercana a la pista. El mulato no hizo lo mismo, permaneció de pie a su lado izquierdo.
–¿No desea sentarse? –preguntó Ángel.
–No señor, aquí estoy bien.
–Entonces cambie de lado, si le es posible colóquese a mi derecha.
El mulato no cuestionó, dio un paso y quedó al lado derecho de su mandatario.
Ángel no aclaró que en culturas mesoamericanas se creía que al lado izquierdo de las personas se coloca la muerte, de lo cual él en ese momento no quería saber.
Ángel tomó la carta y ordenó al mesero unos mariscos y un vino francés.
Después de los alimentos observó cómo bailaban las damas en la pista. Despacio probaba el vino cuando una rubia exuberante le envió un beso. Ángel desconcertado ignoró el detalle. No obstante su cuerpo empezó a temblar y al mirar a su lado izquierdo encontró nuevamente el rostro de la bailarina, quién ahora le guiñó el ojo.
Ángel ruborizado como un niño de 5 años, respondió también con un guiño y tuvo que apretar sus manos para matizar el repentino estremecimiento. Al cabo de unos minutos la rubia se sentó con un hombre elegante en otra mesa y Ángel no dejó de temblar.
Ángel se puso de pie, el mulato inmediatamente le ayudó con la silla, fue hasta el baño, frente al espejo refrescó el rostro preguntándose “¿habrá sido a mi a quien la hermosa mujer le guiñó el ojo o son patrañas mías, sueños de un moribundo?”.
Ángel recordó que en una ocasión leyó en una revista nulamente técnica, de las que colocan en la sala de espera de las barberías, que previamente a la muerte los ojos son una ventana que permiten visualizar el alma.
De ser eso cierto, lo que la joven miró en él era el preámbulo de la muerte. Respiró profundo y abandonó el baño. Afuera lo esperaba estoico el mulato. Lo tomó del brazo izquierdo y lo acompañó a la mesa. Ángel agradeció y el sujeto se limitó a asentar con la cabeza.
Un mesero sustituyó la copa vacía de vino por una nueva. Ángel agradeció, miró el reloj y sintió ganas de regresar a sus aposentos, sus ojos apenas se mantenían abiertos y las fuerzas habían minado.
Casi nunca trasnochaba, primero porque no tenía razones suficientes para hacerlo y segundo, porque eso provocaba vejes prematura. Esa reflexión le provocó una sonrisa. ¿Para qué se cuido tanto? pensó. Si no hubiera dormido por lo menos la mitad de su vida, habría vivido 30 años más de los que tenía, ¿y los sueños?, pensó, y se conformó por haberse ido a la cama siempre a las diez de la noche, pues a esas alturas lo mejor en la vida de Mariaca habían sido sus sueños.
En ellos recorrió el mundo, conoció actrices hermosas, defendió causas justas, escuchó en vivo a Gardel, ganó revoluciones, corrió maratones, tuvo todos los relojes del mundo y, sobre todo, en sus sueños era una persona totalmente sana, ningún idiota médico le diagnosticó enfermedad alguna y menos terminal. Para entonces, esa no era su pesadilla era su realidad.
Al final, y probablemente por culpa de sus reflexiones, decidió no regresar a su habitación, es más, tuvo vergüenza de seguir siendo el mismo sujeto al que los segundos le determinaban sus actividades:
A las 7 hay que levantarse, preparar el desayuno y salir a tiempo al trabajo. Caminar 20 calles y saludar a las 3 vecinas que a esa hora 2 barrían el frente de sus casas y 1 más se asomaba por la ventana. Interrumpir su camino para comprar el periódico y hojearlo sobre una banca del parque. En punto de las 8 checar su entrada al trabajo, comer a las 3, regresar a cubrir horas extras y salir a las 6 para dirigirse a casa, abrir la puerta con las llaves de siempre y, limpiando sus relojes, esperar el final del día.
Sin razonarlo, Ángel se despojó del reloj Suizo que con esfuerzos logró comprar luego de ahorrar un tiempo, era el más preciado de su colección, el que sólo utilizaba en los eventos especiales y el que quería lucir en su muñeca izquierda cuando muriera. Se dirigió al mulato, estiró la mano y le dijo “hágame el favor de dárselo a esa mujer”, refiriéndose a la rubia que le guiñó el ojo.
El mulato no cuestionó la solicitud. Tomó el reloj y caminó en dirección a donde la mujer bebía en compañía del caballero elegante. Respetuosamente se agachó y le dijo al oído algo. El rostro de la mujer denotó una mueca de alegría, giró, miró a Mariaca y le agradeció levantando su copa.
Ángel Mariaca no hizo gesto alguno, sólo inclinó un poco la cabeza. Tomó lo que restaba en la copa y se puso de pie. El mulato se le acercó y lo acompañó hasta su habitación. Ángel agradeció la discreción del dominicano, hablaba muy poco y transmitía confianza.
Una vez solo, Ángel observó en su muñeca la línea blanca que aparecía ante la ausencia del reloj. Se sintió orgulloso de no depender del tiempo sino de sus necesidades, de sus impulsos, de hacer lo que le plazca sin esperar que las manecilla se lo autoricen; que el correr de las agujas fuera su verdugo.
Lamentó haber dejado incompleta su colección de relojes pero estaba seguro que si los tuviera todos consigo, sin dudarlo también se los habría dado a esa hermosa mujer. Al final de la vida coleccionar es la actividad humana más estúpida y egoísta que existe (además refleja problemas en la etapa anal, según Freud). Regalar una de las piezas hace más digna la perdida del tiempo en esa ociosa afición y si es en una mujer hermosa, el acto se vuelve sublime.
Ángel se acercó a la mesa de centro y hurgó lo que ahí se encontraba. Un elegante florero, una escultura de mármol, un paquete de habanos y un encendedor dorado.
Jamás había fumado, así que continuando con lo insólito de su comportamiento decidió encender el “cohiba” e inhaló. No lo logró, enseguida le produjo un ataque de tos. Como pudo lo apagó, buscó un cenicero y al pasar frente al espejo percibió una imagen sofisticada de él, que en gran medida se debía al puro que resaltaba entre los dedos índice y medio de su mano derecha.
Permaneció un instante frente al espejo. Miraba esa imagen nítida con algunas marcadas arrugas y un pelo no del todo cano que enmarcaba su rostro. Un cuerpo delgado denotaba una pequeña protuberancia en el vientre debido al paso del tiempo, ya que no obstante que Ángel nunca se aficionó por practicar algún deporte, caminar y carecer de automóvil siempre lo mantuvieron esbelto. Se sintió bien, lamentó gozar de tan poco tiempo de vida. Le gustaba vivir.
No obstante que no estaba conforme con su forma de vida, la vida misma no le desagradaba, es más, a su manera, algunas veces se sentía feliz, principalmente cuando soñaba que Gardel cantaba sólo para él y su acompañante, esa mujer de vestido ceñido color purpura, con una abertura en la pierna derecha que cadenciosamente portaba el par de zapatillas que con firmeza danzaban cada paso.
Un toque suave en la puerta lo regresó a la habitación. Sin preguntar ni cerciorarse quién llamaba abrió y detrás de la puerta apareció un niño, quien sin preámbulo dijo “mi sangre, me enviaron a dejarle esto”. Enseguida recibió una nota y el pequeño desapareció.
Ángel regresó a la mesa de centro, se colocó sobre una pequeña silla y miró la nota donde encontró dibujado un reloj. No había nada escrito, y en cambio un intenso olor a perfume barato impregnaba el papel. Lo acercó a la nariz y cerró los ojos. En la mente recreó las formas de la mujer rubia. ¿Será la manera de agradecerme por el obsequió? –pensó–, pero enseguida se reprimió y abriendo los ojos dijo ¡soy un estúpido! Esta bien que me voy a morir pero eso no me da derecho a fantasear con una mujer que sólo he visto una vez.
Se recostó sobre la alfombra y no dejó de mirar el dibujo. Las manecillas marcaban las 12 de la noche. Volteó al reloj electrónico que descansaba sobre el buró de la cama y para esa hora faltaban 10 minutos. Volvió a cerrar los ojos y entonces entendió el mensaje contenido en el papel.
Tomó su chaqueta y salió. En la recepción lo interceptó el mulato y le preguntó ¿Mi sangre, se le ofrece algo? Ángel respondió que lo que iba a hacer era sólo cosa suya, por lo que el mulato permaneció en el lobby del hotel cuando Ángel se dirigió al lugar donde momentos antes vio bailar a la rubia.
Ingresó y los comensales inclinaron la cabeza, algunos meseros se le acercaron para darle la mejor mesa pero Ángel sólo preguntó por la mujer.
¿Rubias hay muchas, cuál es precisamente a la que busca? Desconocía su nombre así que la describió tan perfecto que un mesero dijo “seguro es Vida”. Si se trata de ella la encuentra en la parte trasera, agregó el mozo.
Otro mesero lo condujo a una parte exclusiva del lugar y le señaló a la chica rubia, que se encontraba sentada con el tronco erguido y cruzado de piernas ingles en la silla de una mesa ubicada junto a un gigantesco cristal con vista al mar y una lámpara tenue encima.
Antes de acercarse Ángel agradeció al mesero dándole diez dólares y se apretó el brazo cerciorándose que no soñaba.
La imagen era digna de una postal expendida en una tienda de turistas: la luna llena al fondo iluminando el contorno del rostro de la chica, el susurro producido por el vaivén de las olas y un par de piernas largas como raíces incrustadas sobre la arena.
¿Puedo sentarme? Amablemente preguntó Ángel. Sin decir palabra, la mujer señaló una silla. Ángel se sentó e inmediatamente extrajo de la bolsa delantera de su camisa la nota con el reloj y la colocó frente a Vida. ¿Qué significa? Quiso saber Ángel.
La chica suspiró, se puso de pie y sin decir nada caminó. Cruzó la puerta, se despojó de los zapatos y pisó directamente la suave arena. Ángel la imitó en todo.
Caminaron algunos minutos. Cada paso andado dejaba marcadas huellas sobre la arena. Eran decenas de ellas que a medida que avanzaban hacían constar el camino que juntos recorrían y de vez en cuando una imprudente ola borraba.
Al detenerse, ambos observaron el cúmulo de pisadas que quedaron atrás. Ángel deseó que esas huellas no hubieran resultado de unos cuantos minutos trascurridos y de sólo algunos metros recorridos; deseó que cada paso fuera el recuento de toda una vida junto a la mujer que caminaba a su lado; que fueran el resultado de un romance infantil consolidado durante la adolescencia, donde ambos partieron para continuar sus estudios y al paso de los años rencontrarse en su pueblo y redescubrirse hasta que él le pidiera matrimonio y ella llorando aceptara, celebrando una mágica vida y engendrando un par de hijos cuyas primeras palabras fueran “papá”, y a los vente años de casados viajar a Punta Cana y tomados de la mano caminar sobre la arena, sobre aquella que entonces pisaban.
La chica interrumpió las utopías de Ángel preguntando ¿no has pensado que tu vida no tiene sentido, que cada día se parece al anterior y que más que personas nos convertimos en objetos? Yo concretamente, en un juguete para los hombres, se respondió la rubia.
Ángel no dijo nada. La mujer subió su vestido y de la parte de la liga de su media tomó el reloj que antes recibió de manos del mulato.
–Nunca nadie me había regalado algo así –dijo la chica, mientras miraba la caratula de titanio–. Seguramente ni lo planeaste, o quizás si, como sea, tu gesto provocó en mi un remolino de pensamientos.
Noches anteriores, mientras estaba con un ebrio estúpido, un infarto al corazón lo mató y quedó su cuerpo sobre mis piernas. Además del escalofrío que sentí, pensé que no quería terminar como él. Y luego llegas tú y me obsequias un reloj. ¿A caso tú también sabes que pronto morirás y quieres prevenirme? –dijo bromeando la rubia. Ángel agradeció que el brillo de la luna apenas dejara ver su rostro pálido, provocado por la voz de la hermosa mujer que caminaba a su lado. La chica continuó.
–Sin darte cuenta fuiste el detonante para de una vez por todas alejarme de todo esto, y eso siempre se agradece. Por eso me atreví a enviarte la nota, supuse que si entendías el mensaje, el regalo era desinteresado y me daría gusto que fueras la última persona que viera al amanecer, antes de partir.
–¿Y si no lo hubiera entendido? –por fin habló Ángel.
–En ese caso guardaría el reloj hasta la noche siguiente en que regresaras a cobrarme el favor –guardó silencio unos instantes y agregó:– celebro que vinieras.
Vida se detuvo, levantó su vestido y se sentó sobre la arena. Algunas olas mojaban sus pies y las pantaletas blancas que sin timidez cubrían sus caderas. Ángel hizo lo mismo. La rubia levantó la vista al cielo y susurrando dijo.
–El tiempo es un pequeño circulo con manecillas que cabe en la muñeca de la historia, por lo que es indigno desperdiciar un segundo, es más, hacerlo debería ser delito o causa de locura. Se debería separar al demente en un manicomio para no contagiar a los otros, siendo extremos, perder el tiempo debería ser un pecado y el culpable arder en los infiernos –cuando terminó, reclinó su cabeza sobre el hombro de Ángel quien se limitó a sentir la calidez del cuerpo de Vida, y una lagrima rodó por su mejilla confundiéndose con el salado mar.
Ángel tomo una varita que resignada dejaba su destino al vaivén de las olas y escribió sobre la arena:
Tengo ahora una tarea: buscar esa lagrima, cuando la encuentre, dejaré de quererte.
Vida no pudo más, echó a llorar como una niña. Tomó la varita y escribió en la arena gracias. En silencio miraron cómo las olas sin piedad borraban cada palabra. No importaba, ambos, en adelante, las atesoraría en la memoria.
Luego de algunos minutos en silencio, Ángel preguntó:
–¿A dónde irás?
–¿Tienes alguna sugerencia? –agregó la dama.
Después de reflexionarlo Ángel se atrevió a decir:
–Al sitio donde te gustaría morir.
–¿Tu tienes uno? –reviró la chica.
–Sí, aquí, junto a ti.
–¿Por qué siempre sabes qué decir?
–Tal vez porque siempre sabes qué preguntar.
Vida permaneció unos segundos en silencio. El vaivén de las olas no cesaba y la luna estaba en el punto de la noche en que más brillaba.
–¿Por qué no fui una estrella? –en voz alta se preguntó la mujer.
Esperó que Ángel dijera algo, por lo que espontáneamente éste cumplió sus expectativas.
–Porque si lo fueras, la noche ganaría una estrella más y la tierra perdería una mujer única.
Vida no agregó nada. Se puso de pie, tomó de la mano a su acompañante y le propuso la llevara a su habitación.
Ángel caminó nervioso. Sus manos sudaban cuando cruzó el lobby y el mulato lo saludó (cuándo descansará ese hombre, pensó Ángel).
Una vez en su habitación Ángel pidió a recepción el vino más costoso y dos copas. Presumió a Vida la vista hermosa de la terraza y ella dijo “aquí podría morir”.
–¿Entonces por qué te vas? –preguntó Ángel.
–Porque al amanecer no seré más que una vulgar prostituta –respondió la chica mientras suspiraba.
–Por ahora eres para mi la mejor de las mujeres –respondió Ángel y se resistió proponerle a Vida que se fuera con él: que inmediatamente salieran corriendo y no se detuvieran hasta que las plantas de sus pies sangraran, aunque en esos momentos fuera lo que más deseaba.
Vida besó a Ángel. Éste sudó ahora de todo el cuerpo. Sus piernas se le doblaron y su sexo creció de inmediato. El toc toc en la puerta interrumpió la escena.
Un mozo colocó el vino sobre la mesa y dejó a solas a la pareja. Ángel sirvió el liquido en las dos copas, le entregó una a la mujer y brindó por la surte de haber coincidido esa noche. Vida no dijo nada, chocó su copa y de un solo trago bebió el vino. Con delicadeza colocó el reloj en su muñeca, se deshizo del vestido y una vez desnuda refirió “este tiempo es nuestro”.
Ángel la besó, sus caricias fueron torpes pero paulatinamente mejoraron. Sobre la cama Ángel a sus 60 años se despojó de la virginidad. Hizo el amor con Vida toda la noche.
Durante cinco horas Ángel tuvo tanto sexo equivalente a haber accedido a las coqueterías de su vecina cuarentona que lo seducía a los 19 años. Lo hicieron en el yacusi, sobre la alfombra, en la terraza, en cada silla, de pie, de rodillas, de formas inimaginables, sobre todo para él que desconocía esos menesteres.
Sin haber cursado las lecciones básicas, esa noche Ángel se graduó en las artes amatorias y mucho se debía a su docente: una rubia hermosa con un cuerpo firme y sin secuelas de las calorías.
Parecía que adrede la vida le privó a Ángel del resto de las mujeres para consagrarle a una sola, a una experta que por vez primera lo introducía en los pecados carnales que ejemplifican que para amar no había épocas ni reglas, en su caso había una suma de dos voluntades que democráticamente optaron por despojarse de su intimidad en aras de liberar su alma.
Eso era precisamente lo que dentro de aquella habitación ocurría: Vida se despedía de su pasado y Ángel se su presente.
Ángel estaba frente a Vida y sus respiraciones se confundían. Los ojos verdes de la chica impactaban en los de él como un par de lanzas, al fondo, se reflejaba detalladamente el cúmulo de estrellas que en el cielo eran sus cómplices. No dejó de mirarla hasta que aquel par de ojos se cerraron para dormir. Las estrellas seguían en el cielo.
Con su dedo índice Ángel limpió el sudor de la frente de vida, dibujándole una cruz. Mariaca pensó que con ese gesto liberaba a Vida de su pasado y a su vez, él se despedía de ella, su amor, el primero.
Creía que como Dios marcó a Caín por el asesinato de su hermano, Vida le había marcado a él el alma por el atrevimiento de haberse enamorado de ella en una sola noche, sin saberla, sin haberla pensado, sin imaginarla, sin merecerla.
Ángel siempre creyó en Dios, pero aquella noche decidió saltar al bando de los escépticos. Su idea de Dios la había vivido horas antes y sabía que la necesidad de su fe se satisfizo con la presencia de Vida, de su cuerpo, de su olor, del timbre de su voz, de su respiración al dormir, de su piel blanca, de su ombligo simétrico.
Supo que en la tierra lo más cercano a Dios era una mujer hermosa y desnuda; sobre todo desnuda. Recorrió cada milímetro de las formas de su acompañante. La frente lisa y moderada, el par de ojos simétricos grandes y recónditos, las mejillas discretas y rosadas, los oídos con confianza en si mismos, el cuello espigado, los hombros esbeltos, los pechos firmes y de talla exacta, la cintura breve, las caderas torneadas, las nalgas erguidas, las piernas dignas y los pies hermosos.
El placer los venció y soñaron abrazados. Ángel con la irremediable alegría de haber conocido mujer, y la chica, tal vez, con los sueños que cada noche le arremetían luego de acostarse junto a su comprador en tuno, o quizás, como Ángel lo hubiera deseado, la rubia soñaba con él.
Por la mañana Ángel abrió los ojos y Vida no estaba. Se había marchado para iniciar una vida nueva y Ángel lo comprendió, sobre todo cuando en una de sus muñecas miró el reloj y sus manecillas marcaban pacientes las 12.
El sexagenario lloró de alegría. Extrañaba a Vida pero al unísono agradecía la posibilidad de haber encontrado el lugar perfecto para morir, incluso el horario: se propuso invariablemente jamás activar el segundero del reloj, para que llegado el momento, éste marcara las 12.
No le restaba nada: podía en ese instante dejarle de latir el corazón y aún así la sangre le herviría por dentro. Podría abrirse la tierra y gustoso se dirigiría al abismo; arder el mundo y sin dudarlo arrojarse a las llamas; repetirse el diluvio universal y renunciar el abordaje al arca.
Con los ojos hinchados Ángel durmió hasta que llamaron a la puerta. No atendió. Confió en que el requirente desistiera, no fue así. Parecía que del otro lado había alguien que no estaba dispuesto a rendirse. Ángel optó por la misma postura: no abriría la puerta.
Después de algunos minutos se escuchó la voz del mulato.
–Mi sangre ¿se encuentra Usted bien?, lo esperan para el desayuno.
Con desgano Ángel apenas dijo “enseguida estoy listo”. Señalamiento que no cumplió. Tardó más de media hora en abandonar la habitación.
Al llegar al lobby el mulato se le acercó e intentó conducirlo al restaurante.
Ángel se negó, tenía otros planes: saber de Vida.
Preguntó al mulato por ella.
–No tiene caso que la busqué, por la mañana abandonó el hotel, sólo dejó esto –respondió el mulato al tiempo que extendiendo la mano le entregó a Ángel una carta.
Ángel leyó el remitente en el sobre y supo que la carta era de Vida tenía escrito su nombre y una dirección. Le hubiese gustado tenerla enfrente para decirle todas las cosas que pensaba su cabeza y que había construido durante la noche y no tuvo oportunidad de dárselas a conocer a la dama que lo deshonró. Se resignó, en la vida pasa con frecuencia lo mismo: callamos cuando debemos hablar y hablamos cuando es mérito callar.
Lamentó no haberse enamorado antes, quizás un par de veces durante sus primeros años de estudiante, así habría tenido la experiencia suficiente para asimilar el dolor en el corazón. ¡Es como si a un viejo se le diagnostica viruela!, pensó, mientras su boca esbozó una mueca que no alcanzó a ser sonrisa.
Con las manos temblando mantuvo la carta, olía al perfume barato más hermoso que su olfato jamás volvió a percibir.
El mulato tímidamente intervino y preguntó “¿se encuentra Usted bien?”. Ángel no respondió, buscó un sitio dónde poder leer. Caminó despacio hasta el bar del lobby y se sentó en un sillón. Se cercioró que a su alrededor no hubiera entrometidos, abrió el sobre y leyó:
Anoche, mientras me abrazabas miré el cielo y empecé a dar a cada estrella una razón por la que agradecía que aparecieras en mi vida, me faltaron estrellas.
Gracias por esta noche, gracias por llegar y demostrarme que aun y en el fango uno puede levantar el vuelo.
La vida transcurre en apenas un parpadeo. Parece que fue ayer cuando era una niña y jugaba con mis hermanos en el patio de la casa de mis padres.
Mis padres eran grandes personas.
Mamá la más humana que haya conocido. Ahora apenas si recuerdo su rostro, es como un fantasma que se perdió de la memoria. Era maestra y en casa todos los días teníamos como invitados a un sin número de niños que nos acompañaban para la comida, mamá los invitaba; después de comer leía con ellos, mientras mis hermanos y yo les llevábamos galletas.
En mi país había mucha miseria. La mayor parte de la gente no tenía que comer. Era un pueblo agrícola y los hombres entregaban su vida en ganar unas pocas monedas.
Papá en cambio, había logrado concluir una carrera. Era médico y dedicaba día y noche en curar al millar de enfermos que eran atrapados por padecimientos que en otros países eran curables. En sus manos vi cómo morían niños, jóvenes y ancianos. Mi padre siempre lloraba y yo secaba sus lagrimas y le hacía saber que estaba orgullosa de él, que los designios de Dios eran irrevocables.
Todo parecía “normal”, porque no obstante tanta miseria era feliz. Tenía sueños. Quería ser doctora y enseñar a leer a los niños.
Todo cambió cuando comenzó la guerra. Aun no entiendo la razón, pero inició. Antes se respiraba un aire puro y la vista se regodeaba con paisajes repletos de vegetación y en invierno con una nieve eternamente blanca, y en tan sólo un par de años únicamente lo que se respiró fue pólvora y putrefacción.
Primero fue asesinado mi padre y al año siguiente mi madre. La forma fue horrible. Uno de mis hermanos perdió el brazo, otro la vista y el más pequeño murió cuando una mina le explotó por seguir una pelota.
En adelante fuimos unos miserable huérfanos. Los pocos familiares que nos quedaban o desaparecieron o murieron.
Muchas noches mis hermanos y yo lloramos abrazados y sin parar debajo de la mesa. No abríamos los ojos, sólo escuchábamos cuando los misiles hacían contacto con su objetivo.
Creí que moriríamos de hambre. Una mañana se escucharon las bisagras de la puerta, susurré a mis hermanos para que no hablaran. Todos apretamos la boca y nos orinamos encima de la ropa. Un grupo de hombres con cascos azules nos ayudaron a salir y horas después nos colocaron en un refugio.
Era un lugar igual de horrible. El olor era el mismo y las bombas continuaban escuchándose. La ventaja era que podíamos comer algo y no veíamos lo que ocurría detrás de aquellos muros enormes y fríos de concreto.
Sin darme cuenta, los años transcurrieron. De un golpe a los 10 años tuve que ser adulto. Mis hermanos parecía se acostumbraban a esa vida, eran capaces aun de sonreír, aunque uno fuera manco y el otro siego. Yo no, y eso me avergonzaba, sentía el pecho comprimido y el corazón pausado que latía por instinto.
Pasaba el tiempo ayudando. Como mi madre, enseñaba a los niños a leer, y cuidaba enfermos como mi padre. Procuraba ocuparme para olvidar o para no mirar la situación en que me encontraba.
De vez en cuando un libro llegaba a mis manos y no paraba hasta terminarlo. Lloré con Shakespeare y Dostoievski me pareció extraordinario.
Precisamente un día sábado, cuando cumplí 12 años, junto a mi primera regla llegó un chico que en cuanto lo vi me enamoré de él. Su nombre era Will y era hijo del Americano que vendía el carbón al refugio.
Al principio Will no se ocupaba de mí, en cambio, todos los jueves yo esperaba detrás de la puerta principal su llegada. Para mi era suficiente ver cómo movía los labios cuando hablaba.
Con el paso del tiempo Will me saludaba y no había noche que no lo soñara. Comencé a poner mayor atención a mi higiene. Cuando llegaba daba un apretón a mis mejillas provocando un par de chapas y mojaba los labios para darles un aspecto húmedo.
Ninguno de mis esfuerzos fue tan eficaz como mis caderas y mis pechos. En cuanto crecieron, no hubo necesidad de nada. Tanto Will como la mayoría de los hombres me miraban.
Me empezó a incomodar el vestido azul marino que hacia más de tres años no remplazaba y para entonces ajustaba indiscretamente mis formas.
El desenlace era inevitable -como regularmente ha sido en mi vida-, Will me sedujo y en apenas unos días creía que no podía vivir sin él.
Will intentaba a toda costa que perdiera con él la virginidad. Me resistí, no obstante que cada que lo tenía cerca, mi cuerpo se estremecía.
Le aseguré que si no nos casábamos jamás sería suya. Después de algunos meses se decidió. Me pidió matrimonio y acepté.
Will se encargó de todo. Una ceremonia menos que sencilla selló el casamiento. Únicamente acudieron mis hermanos, nadie de su familia fue.
Sin tacto alguno Will rompió mi castidad. No hubo caricias, besos, un abrazo al terminar. Como un animal me rompió la ropa y luego me montó hasta que eyaculó. Se levantó de la cama y abandonó la habitación desdeñable a que me llevó. Ni siquiera fue capaz de voltear para ver que lloraba.
Así transcurrieron algunos días. Luego Will salía por la mañana y regresaba algunas noches, yo permanecía encerrada y hubo semanas en que no probé bocado.
Buscaba por las paredes y en la puerta alguna forma de escapar, sin tener éxito. Gritaba hasta quedar sin voz y no recibí ayuda.
Ya no escuchaba el ruido de las bombas. Había cambiado por un silencio aterrador. La habitación olía a excremento y hablaba con los muebles para no volverme loca.
Una noche Will apareció y antes de que pudiera decir algo me golpeó y me dijo que nos marcharíamos, que tendría que portarme bien si no deseaba que me fuera peor.
Al principio no comprendí. Abordamos un vehículo y viajamos casi un día entero. Le pregunté por mis hermanos y Will me contestó que no había regresado al refugio. Que no hacía falta, que lo que fue a buscar lo tenía.
Pregunté entonces a dónde íbamos y con un cinismo siniestro dijo “me haré rico contigo, en adelante debes ser buena y obedecer lo que se te indique, de lo contrario, luego de hacer pedacitos a tus hermanos te voy a cortar el cuello”; en ese momento Will sacó, de no sé dónde, un cuchillo y me lo colocó por debajo de la cabeza.
Respondí que estaba loco y seguí el viaje en posición fetal. Will me acarició la mejilla y decía “no seas tonta, sólo has lo correcto y todo estará bien”. Lloré hasta no tener más lágrimas.
Llegamos a una casa hermosa pintada de color de rosa. Entramos y una señora exageradamente maquillada nos atendió. Habló unos momentos con Will y luego de recibir, al parecer algunos billetes, abandonó el lugar, no sin antes recomendar a la mujer que si no obedecía lo llamara.
Al quedarnos solas la mujer me miró detalladamente y señaló “hija de mi vida, te encuentras muy desmejorada, ¿desde cuándo no pruebas bocado? En un par de días te repondrás y podrás incorporarte al trabajo”. Pregunté a qué trabajo se refería y se limitó a decir “no te lo dijo Will, ya lo sabrás”.
La sentencia se cumplió, dos días después la mujer, que para entonces sabía que era conocida como “Mami”, me llevó un vestido corto color violeta y un conjunto de ropa interior del mismo color.
Por la noche no quedó duda alguna de la razón de mi presencia en aquel lugar. Después de la resistencia que podía oponer y al menos una decena de bofetadas de Mami, tuve que beber y bailar con tipos asquerosos. Finalmente me acosté con uno de ellos, a quien intenté disuadir exponiendo el motivo por el cual estaba ahí. Su respuesta fueron carcajadas que como remolino salían de su boca con olor alcohólico y amarillentos dientes.
Me aventó contra la cama, grité y le pateé la ingle. Intenté salir de la habitación pero apareció Mami y preguntó al sujeto si ocurría algo, este ya repuesto respondió que no, que le excitaban las mujeres difíciles. Supliqué a Mami que no me obligara a estar con el sujeto, que le serviría en los quehaceres de la casa o en lo que deseara, pero que me librara de ese infierno. Respondió que lo que deseaba era que fuera cariñosa con el señor, quien había pagado por adelantado.
Los días siguientes no fueron diferentes. Siempre tuve asco de todo, cuando me acostaba con cualquier hombre cerraba los ojos y recordaba el rostro de Will, no del que me llevo a ese lugar, del Will del que me enamoré, del joven que creí ingenuo y bueno y esperaba los jueves para ver su boca.
Después de cada acercamiento carnal me duchaba durante horas, quería limpiar mi cuerpo, por lo menos por fuera. Por dentro me sentía avergonzada, me horrorizaba pensar que mis padres veían desde el cielo en lo que su hija se había convertido.
Como lo hacen los condenados a muerte, cada que me acostaba con alguien pintaba en la pared del baño una línea. Había marcado tantas que pronto tuve que hacerlo en la recámara, donde Mami lo notó y me obligó a pintar las paredes.
Nadie supo mi nombre, jamás lo dije. Cuando Mami lo preguntó, respondí que me llamaba Vida, sin saber que esa terrible mujer me había bautizado la primera vez que pise su casa, al decirme “hija de mi Vida”. En adelante todos me conocieron así.
No podía salir de la casa. A todas horas había sujetos vigilando. Las puertas estaban cerradas con llave, las ventanas no se podían abrir y no había teléfono.
No estaba sola. En el lugar había poco más de una veintena de mujeres. Todas jóvenes. Había blancas y negras, yo era la única rubia y de eso siempre se jactaba Mami, aunque para mi eso no representara una ventaja, por el contrario, los hombres se empeñaban en averiguar si era rubia natural.
En la sala había un tocadiscos. Sólo Mami y su protegida, de quien decían era su hija, y la conocíamos como Rubí, podían usarlo. Cuando ambas salían hacía lo posible para que el resto de las chicas me dejaran escuchar la sinfonía número 1 de Schubert, del disco que había obtenido de uno de mis clientes a cambio de practicarle sexo oral. Era la música de fondo que se escuchaba cuando mi padre le pidió a mi madre que se casaran. Esa historia los dos siempre nos la contaban emocionados, cuando lo hacían no podían evitar llorar.
Gracias al sexo oral conseguí, entre otras cosas, algunos libros que leí a escondidas. Mami decía que los libros eran para los hombres subversivos. Que lo que las mujeres debían saber lo aprendían en la cama. Que un par de sábanas arrugadas era un mejor resultado que una “B” en las pruebas escolares.
Aprendí que el sexo era la herramienta más eficaz para que un hombre hiciera cuanto le pidieras. No importa el dinero que tengan, su estado civil, su edad, su religión, su posición ideológica, su color de piel, su profesión, todos los hombres son unos idiotas cuando tienen enfrente a una mujer desnuda, basta una sonrisa para actuar como un cerdo, incluso se le parecen, sin ropa son regordetes, caminan en cuatro patas y les complace revolcarse entre el excremento.
Empecé a utilizarlos. Estuve a punto de lograr que me ayudaran a salir de la casa, pero la intuición de Mami siempre lo impidió.
Cuando cumplí 17 años le ofrecieron a Mami un negoció que no podía rechazar: a cambió de una fuerte cantidad de dinero tenía que enviar a diez chicas a República Dominicana para “atender” a turistas exclusivos que llegaban de todo el mundo. Mami no podía oponerse y gracias a la amistad que fingí entablar con Rubí, fui una de las elegidas.
Deseaba ir a otra parte. Quizás para entonces no con la esperanza de que las cosas cambiaran, simplemente porque no soportaba a Mami, a Rubí ni a Will, quien esporádicamente llegaba hasta la casa para recibir el pago de mis servicios. Algunas veces me obligaba a acostarme con él y en otras, lo hacía con alguna otra chica, en ocasiones, incluso, hacíamos tríos y tenía que ver cómo aquel joven de boca hermosa y corazón negro penetraba a una de mis compañeras de trabajo.
Llegando a República Dominicana fuimos asignadas a un hotel exclusivo en Punta Cana, donde nos conocimos. Las cosas materialmente parecían iguales, seguía siendo la ramera que venía de Europa, que ahora se internacionalizaba, pero en el fondo, desde que puse un pie en este sitio decidí dejar de ser la provinciana ingenua que hasta entonces era, y me convertí en la mujer más dura, pragmática y superficial de todo el Caribe.
Hombres se mataron por mi, matrimonios se disolvieron, jóvenes se suicidaron, mujeres ratificaron su lesbianismo, homosexuales desearon ser heterosexuales, sacerdotes abandonaron el celibato y depravados cumplieron sus fantasías, todo a un precio: el más alto.
Gané mucho dinero. La gente a la que le pertenecía también se llenó los bolsillos.
Nunca me resigné con mi vida, pero aprendí a sacarle provecho. Creo que el corazón se me endureció a tal grado que odiaba a todos los hombres y a todas las mujeres que se maquillaban de más.
Logré ubicar a mis hermanos a quienes les envío dinero y a cambio, con frecuencia charlamos por teléfono y recibo fotografías suyas; siguen sonriendo.
Aún era una esclava pero las condiciones ahora yo las ponía.
Aunque nada está escrito, para dejar esta vida había sólo dos formas: muerta o por el visto bueno de alguien con el poder suficiente.
Yo no quería morir, pero deseaba marcharme, salir del callejón que no conduce a ningún lado. Así que en cuanto me enteré que estaría en el hotel un capo famoso, hice lo posible para que supiera de mi existencia. Necesitaba que se acostara conmigo y lo logré. ¿Recuerdas al tipo que me acompañaba cuando me enviaste el reloj?, seguramente no, y haces bien, de su boca han salido más ordenes de asesinar que de la de un general militar en plena guerra.
La presencia de hombres como él en vidas de mujeres como yo, se convierte en la única posibilidad de abandonar el mundo de sombras en que nos hundimos. Es como en la época de Cristo: de vez en cuando debe liberarse a un criminal.
Lo relevante es que finalmente logré su lastima y puedo marcharme sin tener que morir. Pudiéndome irme precisamente cuando te conocí.
Pensarás que estoy loca, que solamente soy una idiota ramera que quería limpiar su conciencia en estas líneas; puede ser, pero con toda franqueza, en ti encontré algo mucho más trascendente que la libertad: me encontré a mi misma.
En tu boca encontré la sonrisa de Will, pero a diferencia de él, de la tuya salían sabias palabras, frases que producen esperanza en una mujer que creía la había perdido.
Efectivamente nos acostamos, lo cual no era mi intención, pero en ningún momento sentí el trato de prostituta que todos me daban. Fue diferente. Sentí incluso que hubo aquellas mariposas en el estomago que aparecían cuando veía entrar a Will con el carbón al refugio.
Tu voz pausada y tu paciencia me recordaron a mi padre. Haberme regalado espontáneamente un reloj fue lindo, y coloqué las manecillas a las 12, porque precisamente a esa hora papá llegaba a casa, Will al refugió, a esa hora salí de la casa de Mami y fue el tiempo en que tu y yo nos encontramos.
En adelante, cuando las campanas retumben doce veces, suspiraré lo más fuerte que pueda para que donde estés lo escuches.
Ya sabes a donde voy. Regreso a casa con mis hermanos, trataré de compensar el cariño materno que no han tenido, sobre todo, lucharé para que su sonrisa nunca desaparezca de sus rostros.
La guerra terminó. Tengo ahorros suficientes para iniciar una vida nueva, para empezar a buscar el sitió dónde morir, para seguir estudiando, y quien sabe, tal vez algún día seré una eminente doctora.
Jamás estuve casada con Will, todo fue una farsa que él montó. Me alegra, no hay nada que pueda unirme con ese animal. Antes le odiaba pero ahora me da lástima, en el fondo le agradezco su inmoralidad, sin ella no te habría conocido.
Me despido. La cabeza me da vueltas y con toda sinceridad desearía que se debiera a la gravidez provocada por pasar la noche contigo, ¡es un sueño!; me siento así porque no he dormido nada y porque hacía mucho que no escribía tantas cuartillas.
Quizás no te importe pero algunas veces, mientras se embriagaban los hombres, escribía pequeños poemas sobre servilletas, todos los conservé, alguna vez, quizá, los leeremos tu y yo sentados frente al mar. Gracias por siempre.
Viktoria.
Ángel terminó de leer y por sus mejillas rodaban lagrimas que empaparon las hojas que tenía en la mano.
Su cabeza daba vueltas. Cerró los ojos y cada palabra de Vida o de Viktoria o de la mujer que a esas alturas le marcaba la existencia, la recordaba y golpeaba como plomo en el pecho, en ese pecho que sólo sabía amar a una mujer: a la rubia que detuvo el tiempo para siempre a las 12.
El mulato notó la escena y se acercó.
–¿Se encuentra usted bien, mi sangre? –preguntó.
Ángel limpió con la manga de su camisa las lagrimas y la mucosidad en la nariz y volteó para mirar al mulato, a ese hombre que en un par de días se convirtió en su sombra.
Reflexionó unos segundos para responder. Luego invitó al mulato a tomar asiento y le dijo:
–¿Por qué ha sido usted tan bueno conmigo?
–Porque es mi trabajo, y lo hago con gusto –respondió el mulato.
–Como sea gracias.
–Es un honor para mi, mi sangre.
Ambos guardaron silencio. Ángel pidió un par de tragos y el mulato dijo que no podía beber en horas de trabajo, pero Ángel no atendió tal negativa y prácticamente lo obligó a acompañarlo.
–¿Usted se ha enamorado? –preguntó Ángel al tiempo que de un solo trago bebió todo el vino de su vaso.
–Claro que si mi sangre.
–¿Y qué se siente?
–Supongo que cada persona se enamora de formas diferentes.
–Tiene razón, pero aun así, para usted qué es el amor.
–Es sentir que cada día vale la pena vivirlo. Es la posibilidad de ver los ojos de la mujer que amas y saber que mientras esté a tu lado todo saldrá bien, incluso aquellos retos que parecen no tener salida. Es pasar nueve meses viendo cómo su vientre crece hasta que un bebe, producto de su amor, aparece en el mundo, en la vida que únicamente a nosotros nos pertenece.
–Eso quiere decir que está casado y tiene hijos, ¿no es así? –señaló Ángel.
–Así es –respondió el mulato–, tengo una niña de dos años y una esposa hermosa.
Cuando el mulato habló, sus ojos se hicieron más grandes y por vez primera, desde que Ángel lo conoció, en su rostro se advirtió una sonrisa, un gesto de humanidad.
Sin necesidad de otra pregunta, el mulato sacó de una de sus bolsas del pantalón su teléfono móvil y mostró a Ángel una fotografía de su hija y de su esposa.
–Ambas son preciosas, lo felicito.
El mulato suspiró y guardó su teléfono.
–¿Cómo conoció a su esposa? –preguntó Ángel.
El mulato reflexionó. No estaba seguro si debía seguir charlando con Mariaca los ojos inquisitivos del gerente era una orden para dejar de charlar con el huésped, pero la mirada puesta sobre él y las lagrimas secas en el rostro de su interrogador no le dejaron mas remedio.
–Mi sangre –dijo el mulato pausado–, mi esposa trabajaba en un hotel de lujo en Puerto Rico. Era la persona más trabajadora. Era la primera en despertar y la última en dormir. Jamás se negó a cumplir una orden. Comenzó a laborar desde los 12 años, haciendo la limpieza en los baños. Por las tardes iba a la escuela porque quería terminar una carrera, en ese lugar nos conocimos. Teníamos la misma edad y desde luego, los mismos sueños. Ella quería ser administradora y yo ingeniero. Terminamos la educación básica, fuimos los dos mejores alumnos. Ingresamos al bachiller. El tiempo se encargó de consolidar nuestra relación, o quizás el amor del que usted me habla. La adolescencia hizo de Alba, mi esposa, una mujer hermosa. Apenas con 17 años habíamos concluido el bachillerato y cuando intentamos ingresar a la Universidad le ofrecieron a Alba un buen empleo en Miami. La decisión fue difícil pero finalmente convenimos que aceptara y luego yo la alcanzaría para casarnos. Después de dos meses recibí una carta de Alba, donde me explicaba que su jefe intentó abusar de ella y que la tenía encerrada. Dejé todo, conseguí dinero de casi todas las personas que me conocían y busqué llegar a Estados Unidos ilegalmente. Lo logré. Tres semanas después, sucio, hambriento y con heridas casi en todo el cuerpo llegué a Miami. Busqué a Alba y cuando di con su trabajo me impidieron entrar. Supliqué y no tuve éxito. Había ordenes de que nadie molestara. Sin dinero permanecí varios días frente a la puerta, buscaba la forma de colarme, no lo logré. Sobreviví por la caridad de uno de los guardias. Era negro igual que nosotros y tal vez por eso, o por la lastima que para entonces mi aspecto daba, todos los días me acercaba un vaso de café y un pan. Gracias a ese hombre tuve oportunidad de cubrirme con cartones cuando llovía. Entablamos una discreta amistad. Supo la razón de mi presencia y se ofreció a ayudarme. Diseñamos un plan. Aprovecharíamos la entrada del camión de alimentos para que yo ingresara escondido en un contenedor. El guardia dibujó un croquis exacto del lugar y antes de marcharme me deseó suerte. Entré y busqué a Alba, no la encontré. Fracasado salí y lloré como un niño en el hombro del guardia. Él dijo que no me preocupara, que le diera el nombre de Alba y haría lo posible para localizarla. Le proporcioné la información y luego de tres días mi amigo me dio la noticia. Alba estaba siendo obligada a acostarse con su jefe y permanecía encerrada y bajo vigilancia. Sin que yo se lo pidiera el guardia extendió su mano y me entregó un arma, la tomé, era claro, tenía que recuperar a mi novia y mi amigo me facilitaba la llave –el mulato hizo una pausa, parecía que reflexionaba si era adecuado continuar, al final preguntó:– perdone, ya me extendí demasiado.
–Continúe por favor. Lo mínimo que puede hacer quien pregunta es escuchar la respuesta –dijo Ángel.
El mulato limpió su frente y continuó.
–Con el arma en la mano y la cabeza hirviendo, planeé con el guardia la manera de ingresar. El método lo conocíamos. Cuando llegó el camión de los alimentos en el fui hasta donde se encontraba el jefe de Alba. Al estar frente a él miré sus ojos verdes que extrañados no comprendían a bien mi presencia. Cuando saqué el arma y le apunté, su semblante se vino a bajo y gritó pidiendo ayuda. Era inútil, el guardia se había encargado de convocar a una reunión con todo el personal de seguridad, argumentando que los protocolos fallaban pues se presumía que un intruso había logrado entrar por un camión. En dos frases expliqué porqué estaba ahí. Su semblante cambió, ahora era de pánico. Intentó acercarse a mi pero un disparo en el pecho lo llevó al suelo. Salí en busca de Alba, cuando la encontré lloramos abrazados y corrimos, corrimos tanto que cuando lo notamos estábamos en un lugar que ninguno conocía. Vivimos durante un mes en la casa del guardia. La policía nos buscaba. Sin ver la luz durante tres semanas regresamos a Puerto Rico y la familia nos puso bajo aviso de que la policía nos había buscado. Dejamos el país y nuevamente el guardia, mi amigo, apareció y me ofreció trabajo en este Hotel. Acepté y a partir de allí he fungido como guardia de seguridad, y aunque paradójico que parezca es gracias a la persona que he asesinado que salvé la vida de mi familia. Me casé con Alba y al año nació nuestra hija. Alba no pudo ser administradora ni yo ingeniero, aspiro a que mi hija lo sea.
El mulato terminó su relato. Ángel lo miró abatido. Sobre sus mejillas se deslizaban pequeñas gotas saladas y sus ojos estaban enrojecidos. Hasta entonces Ángel miró las manos del mulato, eran enormes, bastaba con un apretón para destrozarle el cuello.
–¿Cuál es su nombre? –preguntó Ángel.
–Jayden –dijo el mulato.
–Si me lo permite, asesinar a quien nos hace daño no es un crimen, hay países que como forma de impartir justicia tienen la pena de muerte y el resto, hacen de las prisiones el sinónimo del infierno. Además, la crueldad es innata al hombre, ningún animal tiene crueldad. La crueldad es ver sufrir al semejante. Los animales pueden contender hasta la muerte pero únicamente lo hacen para sobrevivir, lo que usted hizo fue eso, defenderse para poder seguir viviendo. No se atormente más, disfrute de su familia, que al final de nuestras vidas es lo único de lo que podemos enorgullecernos.
–Gracias mi sangre –dijo el mulato al tiempo que se puso de pie, y agregó:– ¿le puedo servir en algo más?
Mariaca lo pensó y al final dijo:
–¿Podría conseguirme unos boletos de avión para salir hoy mismo a Europa? –en ese momento Ángel entregó a Jayden la tarjeta del director del aeropuerto.
–Por supuesto, ¿pero no esperará su equipaje?
–Nada me interesa más que ir a Europa.
–Comprendo, haré lo posible –dijo para finalizar el mulato y abandonó la recepción.
Antes de marcharse Ángel anotó una generosa cantidad en un cheque y lo entregó a Jayden.
–Esto es demasiado para un boleto de avión.
–El resto es para que le haga un regalo a su familia, a la pequeña administradora.
El mulato agradeció y desapareció.
Ángel permaneció solo unos minutos, luego se dirigió a su habitación y preparó una valija. Accionó la regadera y dejó que el agua rodara hasta la tina.
Frente al espejo ya no miró al sexagenario moribundo, observó a un hombre con ganas de vivir, de vivir al menos el tiempo que le restaba. Finalmente había encontrado dónde morir, y era junto a ella.
Se afeitó y alisó el cabello. Tomó el puro y colocó el sombrero sobre su cabeza. Salió a la terraza y cerró los ojos para no perder detalle del ruido producido por el vaivén de las olas. Jamás dejaría de reconocer en ese estruendo el cuerpo de Vida, los movimientos que su piel sintonizó con el impacto del mar en la arena.
Algunos niños jugaban con una pelota a la orilla del mar. Todos sonreían, parecían felices. Ángel imaginó a los hermanos de Vida. Sintió gusto de que ella estuviera a su lado.
Jamás tuvo deseos de tener un hijo. Coincidía con aquellos que creían que no hay peores asesinos que los padres, que sabiendo que sus hijos morirán los traen al mundo.
El mulato llamó a la puerta. Ángel recorrió por última vez la habitación. Recreó cada sitio donde rozó el cuerpo de Vida, quería tener intactos los recuerdos, llevar en la mente la única noche que no durmió solo.
Ángel sabía que el recuerdo juega malas pasadas, que a la larga olvida cosas que harían más felices de recordarse siempre.
Finalmente dejó la habitación, acompañó al mulato hasta el lobby, abordó un taxi y en un par de horas estaba volando rumbo a Europa.
No obstante el largo viaje, Ángel no dejó de pensar en las palabras que le diría a Vida cuando la tuviera enfrente, aunque era consiente de la posibilidad de no encontrarla, de que la dirección en la carta no existiera, no importaba, si todo hubiera sido una mentira, de la misma forma habría volado, habría cruzado el mundo para volver a oler su piel.
Cuando salió de su casa no tenía un destino claro, únicamente estaba consiente que pronto dejaría de latirle el corazón, y para entonces lo tenía: localizar a Vida y decirle todas las palabras que hasta entonces había callado.
Con ese objetivo dejó el aeropuerto y pidió a un taxista lo condujera hasta el poblado de Vida.
Su corazón latía sin cesar, parecía que se saldría del pecho. Tenía una mezcla de sentimientos: no sabía si en realidad encontraría a Vida, y de ser así, si a ella le entusiasmaba su presencia.
Finalmente llegó al lugar. Era una modesta casa provinciana. La rodeaban abetos que anidaban parvadas de pájaros que canturriaban indiscretamente.
Olía a tierra mojada y algunas ardillas se asomaban de entre las ramas de los arboles para constatar la presencia del recién llegado.
El chofer permaneció junto al taxi mientras Ángel se acercó caminando a la puerta de la casa. Un viejo perro lanzó en el patio trasero un par de forzados ladridos y con apuros se acercó al extraño. Ángel no se inmutó, primero porque el cuadrúpedo apenas podía moverse, segundo porque casi le faltaban todos los dientes y por último, porque al olerlo el animal se tranquilizó, incluso movió levemente la cola como muestra de aceptación.
Mariaca continuó su camino. La puerta estaba abierta. Llamó y esperó respuesta, no la obtuvo. Se dirigió a la parte trasera y esperó encontrar a los hermanos de Vida. Tampoco estaban, únicamente un viejo columpio que se movía con el viento.
El perro se incorporó a la búsqueda y se echó junto a sus pies. La vista era hermosa. Algunas montañas rodeaban el llano donde estoica permanecía la casa que añoraba los viejos tiempos, que tuvo la suerte de no ser víctima de un misil durante la guerra.
Se escuchó un ruido, por lo que el perro se incorporó y como pudo caminó para indagar su origen. Ángel fue ahora quien lo siguió. Al llegar a la parte de enfrente se percataron que el taxista abordó su vehículo y preguntó a Ángel si deseaba que lo esperara, Ángel negó y el taxista se marchó.
Después de pensarlo decidió ingresar a la casa. Despacio abrió la puerta y los rayos de luz que entraban por las ventanas iluminaban los muebles de madera. El interior estaba en las mismas condiciones que la parte de afuera, pero destacaba su limpieza. Sus habitantes se esmeraban en el orden. Los cojines en las sillas se encontraban perfectamente colocados. Sobre la mesa una figura de barro y un porta retratos. Ángel se acercó y lo tomó, en el miró cuatro niños sonrientes. En la más grande reconoció los ojos de Vida, pensó que la mesa era donde Vida se escondía durante la guerra. Olió y no se percibía la pólvora, era sándalo lo que impregnaba en el ambiente.
Su corazón latió más de la cuenta. Era un hecho que esa era la casa que buscaba. Se sentó sobre una silla y se percató que el perro seguía echado a su lado. Lo acarició y decidió que juntos esperarían a que alguien llegara, aunque eso nunca ocurriera, al final, era imposible que la espera fuera larga, no le quedaba a Ángel mucho tiempo.
Transcurrieron unos minutos y Ángel no se movía del lugar. Con los ojos escudriñó en los rincones, miró que de una de las paredes pendía un reloj. Se acercó y cuando intentó descolgarlo con la intención de detenerlo en las 12, cayeron al piso algunos papeles blancos que alguien habían colocado detrás del reloj.
Ángel desistió de su intento y luego de voltear a todos lados recogió aquellos papeles e intentó regresarlos al lugar donde estaban, no pudo, la curiosidad lo venció.
Miró al perro y le pidió que guardara el secreto. Desdobló los papeles y se percató que se trataba de servilletas, en ellas leyó los poemas de los que Vida le había hablado. Enfrente no estaba el mar, pero en cambio se encontraba la historia de la mujer que buscaba; estaban sus pasos, sus llantos, sus sueños. Los poemas eran hermosos. Se sentó nuevamente y no despegó la mirada, cada letra, cada palabra y cada párrafo los escribió esa mujer que tan sólo en una noche cambió su vida, precisamente cuando ésta estaba a punto de finalizar. Cuando sin esperanza abandonó su pasado para enfrentar su presente.
El rechinar de las bisagras de la puerta lo hicieron voltear, las servilletas cayeron de sus manos, el perro se levantó y caminó hasta la persona detrás de la puerta, a lo lejos el campanario de la iglesia repiqueteó doce veces.