Victor Hugo González Rodríguez
Ediciones CUEDEC
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CDMX, 2018
I
E
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miliano ve cómo lloran
los adultos. Sus ocho años de edad le impiden entender el dolor. No alcanza a
comprender que jamás volverá a ver a su mamá.
La caja de madera que
elaboró Tiburcio, es en donde la madre de Emiliano compartirá la eternidad con
la tierra. Esa tierra que, por defenderla, los padres de Emiliano hoy no pueden
estar con él.
A pesar de la muerte, la
fortuna acompaña a la mamá del pequeño, pocos en la montaña tienen el
privilegio de elevar el alma en un cajón de madera. Regularmente es un petate el compañero del cuerpo de los
difuntos; de quienes se despiden del mundo terrenal para elevarse y encontrarse
con los Dioses, que pacientes esperan en un sitio que promete ser más justo.
Las personas que quedan
en el pueblo se reúnen en el jacal de
Emiliano. El gobierno dio la orden de asesinar a decenas de personas que en paz
rezaban hincados en el templo de Santiago Tixtla, en las montañas del Estado de
Guerrero. Entre esas personas se encontraba la madre de Emiliano.
El pequeño niño no reza
esa tarde, juega con sus amigos en la parte trasera del templo.
No es reprochable la
actitud de Emiliano. En la infancia la muerte es parte de la vida. Acaecer no
es un lamento, eso es para los adultos, que egoístas sufren porque el ser amado
transciende en el tiempo y se reúne con los antepasados en el más allá. Faltan
algunos años para que Emiliano comprenda la diferencia de no tener a su madre,
requiere tiempo para entender que un grupo de militares la mató sin razón.
Sujetos vestidos de
verde olivo llegaron al poblado y sin mediar palabra acribillaron a los
indígenas que rezaban frente a la imagen de Jesucristo. Emiliano libró la
muerte y, ahora, como muchos de sus amigos, es huérfano.
Al día siguiente de la
masacre, el gobernador del Estado aseguró en rueda de prensa que se “había dado
un golpe contundente a un grupo de narcotraficantes, que pretendían alterar el estado de derecho y la estabilidad de la entidad”.
Los habitantes de
Santiago aseguran que la matanza se debió a la idea del gobierno de que la
comunidad es foco guerrillero. “Si
guerrilleros son las gentes a caballo que bajan de las montañas y nos dan
dinero, medicinas y comida, entonces sí los conocemos y, además, los
defendemos, ellos hacen más por nosotros que el gobierno” —dice doña Filogonia, una vez
concluido el rosario en el jacal que ahora es únicamente de Emiliano.
Gradualmente los
vecinos de Emiliano se marchan. Solo queda Emeterio, su padrino.
—No te preocupes, de hoy en adelante yo estaré para apoyarte. Le debo a
tu tata mucho. Salvó mi vida cuando unos Federales me querían matar, así que tranquilo,
todo estará bien, confía en Dios —advierte el viejo Emeterio.
Emiliano no responde, mira el rostro de su padrino y tomados de la mano
entran a casa para dormir. Esa noche el niño descansa junto a Emeterio, mañana
será el entierro de los cuerpos de sus muertos.
A las once de la noche se escucha el canto de las cigarras que invaden
las montañas. El ladrido de los perros se interrumpe por el andar de caballos
que vienen procedentes de la cabecera municipal. Emeterio se incorpora. Sin
despertar a Emiliano deja el jacal
para cerciorarse de lo que ocurre:
Más de una docena de militares da ordenes a los habitantes de la
pequeña comunidad enclavada en la montaña y prenden fuego a los jacales que se
encuentran al paso de los caballos.
Emeterio saca con rapidez a Emiliano, lo pone a salvo detrás de una
gran roca, le insiste en que todo saldrá bien, que es un niño valiente y que
Dios lo cuidará, lo persigna, saca su machete y enfrenta a los diestros
militares.
En su dialecto las mujeres preguntan a los agresores el motivo del
ataque, no las entienden, ni les interesa, las respuestas son innecesarias, es
claro que simpatizar con los guerrilleros es “delito” suficiente para morir sin
piedad. La sentencia se cumple, los militares prenden fuego a cada choza, hasta
que no hay una sin arder. Los varones que se defienden al paso de los caballos
son eliminados uno a uno. Disparos que impactan en la cabeza o en el pecho
cubren la tierra de cuerpos y sangre. Los machetes se separan de la mano
empuñada. La buena puntería de los militares termina con varias vidas. Son más
los hombres que yacen en el piso que los que se mantienen de pie.
Las mujeres rezan, no obstante, Dios no las libera de la destrucción
ordenada por el señor gobernador, que, a su vez, recibe indicaciones del
presidente.
En cuestión de minutos Santiago Tixtla desaparece. Junto al frio
extremo de la madrugada, la mano destructiva de los militares que,
paradójicamente también son indios, extermina lo que a su paso encuentra,
incluyendo vidas humanas.
Lo que años tardó en consolidarse, tristemente se atestigua su
destrucción, bajo la idea de reprimir a personas que cometieron el pecado de
defender su derecho a vivir dignamente.
Emiliano tiembla aterrado. Permanece estático detrás de la roca rodeada
de maleza que crece sin remedio en las montañas.
Una vez que el estruendo de los disparos y los gritos cesan, Emiliano
se levanta y con miedo se asoma detrás de la roca. Ve cuerpos tendidos y los
perros dándose un festín lamiendo la sangre que escurre fresca. Camina
titubeante hasta llegar al sitio donde horas antes velaban el cuerpo de su
madre, solo hay cenizas y esporádicas llamaradas que aún arden denunciando el
paso de los asesinos.
Nadie sobrevivió, quien lo haya hecho, ahora está tras las rejas en la
cárcel municipal, acusados de enemigos de
la nación; compartiendo la celda con asesinos, violadores y ladrones.
El sol amenaza con aparecer y los gallos cantan sin decoro, avisando a
Emiliano que un nuevo día comienza. Queda en la oscuridad la atrocidad humana y
la luz del día da paso a la realidad de un niño olvidado por las balas. Camina
frente al templo, lugar donde hincada su madre y otros fueron por la espalda
asesinados mientras rezaban. Entra y sigue intacto. Nada fuera de su lugar. La
imagen de Jesucristo sigue al frente, sus brazos extendidos aun resisten el par
de clavos, la cabeza mantiene la corona de espinas y la sangre cae por la
herida en el pecho. Por la memoria de Emiliano pasan las palabras de su
padrino: “Dios te cuidará”. Sabe que
el Dios al que Emeterio se refería es a quien tiene frente a sus ojos y también
sufre.
El niño coloca su pie derecho y luego con el izquierdo sube sobre una
banca e intenta despojar a Jesucristo de la corona de espinas en su frente. Es
imposible. Busca quitar los clavos de las extremidades sin lograrlo. El
artesano que elaboró la imagen impidió que un niño sensible pudiera ayudar a
Dios.
El menor no sabe que el sufrimiento es parte de la vida ni que en
adelante le esperan momentos donde su frente escurrirá sangre y en sus manos
atravesarán estacas.
Sobre la misma banca Emiliano se recuesta hasta que el cansancio, el
dolor o ambos, lo hacen perderse entre los sueños. El hambre lo despierta. Sin
regalarle una mirada a Jesucristo deja el templo. Busca algo de comer. Camina y
cruza dos poblados que secundan a Santiago. Doroteo, amigo de Emiliano, que
vive en Tixaco, lo invita a comer. Doroteo es pastor y al efecto, cada día
recorre las laderas para alimentar los borregos que cuida. Emiliano narra a su
amigo lo ocurrido con su mamá y su padrino. Lo previene ante el inminente
regreso de los militares.
Al finalizar el almuerzo ambos niños olvidan la realidad en que están y
juegan con unas varas secas. Agotados se despiden y antes de retirarse Emiliano
le grita a Doroteo “todo saldrá bien,
Dios te cuidará”.
Al regresar a Santiago, Emiliano se acerca al lugar donde las cenizas
de su madre las remueve el viento, quien no disimula su indignación por la
brutal violencia suscitada por quien se supone debe evitarla. Entre las cenizas
el menor localiza el anillo de cobre con el que su padre formalizó su
matrimonio con su madre. Se prometieron amor eterno y lo cumplieron, ambos ya
están en el cielo. Emiliano lo observa. Con un hilo que pasa por el orifico del
anillo confecciona un collar que coloca en el cuello. Besa el anillo y mira el
templo, agrade a Dios por dejar un recuerdo de sus padres.
No hay nada que hacer en Santiago, Emiliano lo sabe. Un lugar sin gente
no tiene utilidad. Se coloca frente a la imagen de Jesús en la cruz, la guarda
en su mente, consciente de que perecerá hasta en tanto muera.
Caminos estrechos, vegetación abundante, soledad, es lo que hace
compañía al niño que camina por los senderos de las montañas de Guerrero. Pasa
frente a Tixaco. Debe despedirse de Doroteo, piensa. Desvía su camino y previó
a ingresar al poblado observa los jacales arder. La escena le es familiar. No
corre, no da la vuelta, no se resguarda, camina buscando a su amigo. Brinca
sobre cuerpos inertes, advierte que los militares visitaron ya Tixaco.
Donde hace más de quinientos años los indios decidieron asentarse, Emiliano
escucha un llanto. Se acerca y observa a Doroteo de rodillas, quien cubre sus
ojos con sus manos.
—Es inútil, las lagrimas no traerán de vuelta a tus tatas; yo le pedí a Dios que me los
regresara y no lo hizo; le rogué para que no volvieran los militares y no me escuchó.
Mi padrino decía que Dios solo hace caso a los ricos —dice Emiliano, mientras
toma de la mano a Doroteo para incorporarlo.
Doroteo limpia sus lágrimas. No dice nada y se deja guiar por su acompañante.
Ambos se alejan. No tienen dirección, desconocen a dónde van, la certeza es que
deben marcharse.
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urante algunas horas ambos niños caminan por las montañas. No cruzan
palabra. Emiliano piensa en su madre y en Dios. Doroteo no quiere ser militar
cuando crezca.
Sin decir nada ambos detienen su marcha. Miran a su alrededor buscando
algo de comer. Emiliano recuerda cuando acompañaba a su padre y a Emeterio a lo
alto de la montaña y cortaban nopales, y regreso a casa su mamá les quitaba las
espinas y los preparaba como un exquisito alimento, se lo hace saber a Doroteo.
Buscan entre la flora una mata de nopales para saciar el hambre que
evidencian sus estómagos vacíos. Emiliano detecta algunas nopaleras sobre un
peñasco. Se acerca y con la navaja que Emeterio le obsequió corta seis nopales,
regresa con Doroteo y con cuidado limpia las espinas, que en más de una ocasión
se incrustan en sus manos. Dada la falta de pericia Doroteo sustituye a
Emiliano en su labor. Ahora es él quien intenta limpiar los nopales. Corre con
mayor suerte, apenas una espina amaga con enterrarse y cuando ha concluido, con
varas secas encienden fuego y calientan un poco los nopales. Emiliano deja de
sacar las espinas de su mano y sentados sobre una roca se disponen a comer. Con
una vara dan una estocada a un nopal y lo llevan a la boca. Lo prueban y
descubren que la elección de Emiliano o su falta de experiencia no fue
correcta, los nopales saben espantoso, no dicen nada, los mastican con asco y
los tragan para tener algo en la panza. Así lo hacen con los seis nopales.
Concluida la comida se recuestan. Con el estómago lleno miran en el
cielo el andar de las nubes. Emiliano siente envidia y se lo hace saber a Doroteo:
—¿Alguna vez has pensado que las nubes son libres? Nadie las golpea,
nadie les quema su casa, vuelan en la dirección que quieren.
Doroteo no responde, únicamente mira las nubes e imagina que él es una
de ellas, la más pequeña, y las dos más grandes son sus padres.
Un trote de caballos los interrumpe. Emiliano instintivamente se
incorpora y echa un vistazo a su alrededor para localizar un escondite. Es muy
pequeño pero la vida le ha enseñado que caballos
es sinónimo de militares. Aún
recuerda que Gerónimo, su tío, hermano de su mamá, tuvo un caballo que compró
con sus ahorros de mojado luego de
regresar de Estados Unidos. Una tarde los soldados merodeaban Santiago Tixtla,
como lo hacen desde que aparecieron grupos guerrilleros, y al percatarse del
caballo de Gerónimo se lo arrebataron, no obstante sus argumentos de haber
invertido media vida para comprarlo, y, entonces, era el único transporte del
poblado para llevar a los enfermos al dispensario de la cabecera municipal. Los
agresores hicieron caso omiso, se burlaron del indio y cuando sacó su machete
para defenderse, Gerónimo recibió un disparo en la pierna, desde entonces
utilizó un bastón para caminar, que ya no necesita, murió junto a Emeterio
durante la noche en que Santiago Tixtla desapareció. Esas son, entre otras,
razones para esconderse de los caballos y de los militares.
La adrenalina de Emiliano no coincide con su actitud, antes de elegir
un resguardo los caballos están frente a ellos, montados por media docena de
militares mal encarados. El comandante ordena a su tropa detenerse. Emiliano y
Doroteo no se mueven. No pueden correr, sus piernas tiemblan. Emiliano dirige
la mirada al cincho que cruza la cintura de los militares y airosos exponen sus
pistolas. Doroteo hace lo mismo con las escopetas que portan en la espalda.
El mismo hombre baja del caballo y les pregunta:
—¿A dónde se dirigen? —ninguno responde— ¿Vienen solos? ¿Dónde están
sus padres? —insiste el uniformado, y lo mismo hacen los niños, guardando
silencio. El militar desiste y ordena al resto que les den comida. Otro soldado
saca de su mochila verde olivo un par de bolsas plásticas, visiblemente con comida,
y se las entrega.
Emiliano no las recibe, sigue aterrorizado y, tiene el estomago lleno.
Tal vez si el ofrecimiento se hubiera hecho minutos previos, no vacilaría en
tomarlas. El militar sonríe y deja las bolsas sobre el piso, y con la orden del
comandante se marchan.
Emiliano se tranquiliza. Doroteo sigue sin moverse. Emiliano nota que
su amigo se orinó en los pantalones; el temor venció al niño.
Toman las bolsas del piso y reanudan su andar. Siguen el sendero que
marca la ausencia de vegetación y evidencia la insistencia de pies pasando una
y otra ves por el mismo lugar. Acuerdan caminar hasta localizar un sitio seguro
para pasar la noche. Han aprendido que las noches en las montañas no son seguras,
muchos animales les pueden hacer daño, de los militares ya no se preocupan, ser
niño les da cierta inmunidad, máxime si mantienen la boca cerrada y no están
cerca de un “guerrillero”.
En un par de horas llegan a una pequeña comunidad. Desvían su recorrido
y se echan exhaustos sobre un valle que parece fue colocado a propósito en ese tiempo
y en ese espacio. Parece que siempre los esperó y este es el momento de
encontrarse.
Deciden abrir las bolsas que los militares les dieron y comen despacio.
No desconfían de los alimentos de los uniformados, que quizás, noches
anteriores asesinaron a sus familiares.
Las reducidas familias que habitan esa región de la montaña y se
encuentran con los dos niños, solo los miran. No es reprochable la
indiferencia, es común ver a personas descansando en el lugar, previo a llegar
a su destino, incluso si son dos niños, a quienes no es necesario saludar.
La oscuridad cubre el cielo, las nubes que para Emiliano son libres
desaparecen y dan paso a las estrellas. Implícitamente deciden pasar la noche
en ese lugar. Antes de pegar los ojos escuchan el andar de caballos, no se
inmutan, el sonido empieza a ser familiar.
Doroteo pregunta a Emiliano por sus padres. Emiliano no sabe qué
responder, está conscientes de que sus papás jamás recorrerán los caminos de
las montañas, no volverán a tomar de su mano. A la entrada del poblado —desde
donde están se observa claramente—, se
apersona una veintena de encapuchados que al notar su presencia, los habitantes
de la comunidad salen para recibirlos y regalarse palabras y abrazos mutuos.
Emiliano y Doroteo ven la escena atentos. Los caballos no son de
militares son los afamados guerrilleros que jamás habían visto. Aquellos
acusados de terroristas y a quienes no encontraron cuando devastaron las
comunidades de Emiliano y la de Doroteo.
Los niños están frente a los encapuchados, a quien se dice apoya la
mayoría de la gente. Uno de ellos, que cubre la mitad del rostro con paliacate,
ordena tomar posiciones, mandata a la gente que regrese a sus casas, incluyendo
a Emiliano y a Doroteo. No dicen nada, ambos niños caminan a la comunidad y se
colocan detrás de un árbol de tronco robusto, rodeado de maleza.
Después de algunos minutos un grupo nutrido de militares aparece en la
escena, ignoran la presencia de los encapuchados, por lo que profieren gritos y
encienden antorchas para quemar los jacales
del lugar. Son interrumpidos con las descargas de los fusiles que salen de los
rifles de los encapuchados y los más certeros se impactan en el cuerpo del
enemigo.
Después de los primeros militares muertos, el resto trata de huir. Su
intento es inútil, son tomados presos por los encapuchados, quienes los
arrodillan en el piso, los sujetan de las manos y los convierten en carnada de
guerra. Los militares piden clemencia, se orinan en los pantalones y suplican
por su libertad; ofrecen perdón a los indígenas, aseguran que solo reciben
órdenes. Nadie los escucha. “La voz de la
traición debe carecer de eco en la pobreza”, dice el comandante.
Emiliano y Doroteo observan todo. Saben que lo ocurrido en sus comunidades
no hubiera acaecido si aparecieron los guerrilleros. Ven a los militares
cobardes con sus iguales y valientes con sus inferiores. Entienden que matan a
los desarmados y pobres y, son incapaces de enfrentarse a la dignidad provocada
por la idea de vivir en igualdad.
C
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on el canto de los gallos y los primeros rayos del sol Emiliano y
Doroteo despiertan. La sombra del gran árbol aun los cubre, no obstante que el
calor empieza a vaticinar un infierno. Son comunes en las montañas los climas
extremos: por las noches un frío insoportable y durante el día un calor
endemoniado.
Emiliano y Doroteo están cubiertos con una cobija. Seguramente en la
madrugada alguien se compadeció y se las colocó. Deben marcharse del lugar,
pronto los militares regresarán a cobrar venganza. Se incorporan y caminan.
Nuevamente reanudan su errar.
En el camino se encuentran con algunos grupos de personas que también
deciden dejar su comunidad, son los habitantes del lugar donde se dieron los
enfrentamientos, quienes también entienden que para el regreso de los militares
deben estar en otro sitio. La mayoría son mujeres y niños, solo hay varones
heridos que con dificultad dan un paso. El grueso de los hombres se incorporó a
los encapuchados, quienes esperan a sus familias, que fueron desplazadas.
Nuestros protagonistas caminan en dirección contraria, deciden bajar a
las zonas más urbanas, donde haya más gente, más indiferencia, pero menos
militares.
Después de algunas horas de camino, los niños deciden descansar. Se
sientan a un lado del río, sin mediar palabra se convierten en cómplices, se
desprenden de la ropa y se zambullen en las aguas cristalinas. Por algunos
minutos se olvidan de sus problemas, de su soledad y ocupan su tiempo en lo que
deberían hacerlo entonces: ser niños.
Agotados se recuestan sobre la maleza con la cara al sol. Doroteo se
incorpora a orinar y sin hacerlo mira un morral de piel. Lo toma y despacio,
con curiosidad, revisa su contenido. Localiza fruta, tortillas, cinco billetes
de quinientos pesos, lapiceros y dos libros. Al mirar el dinero su cuerpo
siente escalofrío, busca en su alrededor si no hay alguien. Esta solo. Regresa
con Emiliano y le enseña el tesoro. Sin chistar, Emiliano toma el lapicero y en
una de las hojas de uno de los libros dibuja rayones. Del dinero no se ocupa,
como sí lo hace Doroteo, quien piensa el lugar adecuado para ocultarlo. Al
mismo tiempo Emiliano se viste y con los ojos brillando hojea un libro que
mantiene en sus manos. Encuentra fotografías de dos personas portando sombreros
y una montada sobre un caballo. En otra de las impresiones se aprecia un grupo
de hombres sentados alrededor de una gran silla, en el centro dos
protagonistas: uno de complexión gruesa y otro de abundante bigote, al menos
esa es la descripción que Emiliano hace a Doroteo, quien no presta suficiente
atención, continúa pensando en dónde guardar el dinero.
Emiliano concluye de rayonear los espacios en blanco de los dos libros,
mira a Doroteo y lo nota pensativo.
—¿En qué piensas? —pregunta.
Doroteo le confiesa su preocupación porque algún adulto, sobre todo un
militar, sepa del numerario.
—No te preocupes, guárdalo en un lugar seguro, es tuyo, tú lo
encontraste —agrega Emiliano, quien no deja de mirar las fotografías en los
libros.
—Eso he pensado, pero no sé dónde guardarlo —reconoce Doroteo.
—¡Ya sé! —espontáneamente dice Emiliano, mientras se pone de píe.
—¿Dónde?
—Aquí —dice Emiliano y estira la mano en que tiene el libro.
—¿En el libro?
—Sí, nadie lo imaginaría.
Doroteo está de acuerdo. Entrega el dinero a Emiliano quien lo coloca
exactamente en las páginas donde se encuentran las fotografías de los hombres
alrededor de la silla. Con una cuerda amarra el libro para garantizar que
permanezca cerrado y lo regresa al morral.
Los niños deciden reanudar su recorrido. Emiliano tiene en la mente los
rostros en las fotografías, las letras de los libros. Doroteo piensa lo que
puede comprar con el dinero. Caminan algunas horas, muy pronto desaparecerá el
camino y se convertirá en una brecha donde pueden ya ingresar vehículos. Ese es
su destino, Emiliano propone que en ese lugar esperen que un conductor decida
darles un aventón a la cabecera
municipal. Es una ventaja que por fin los menores tengan certeza de su
dirección.
No tienen preocupación por la comida, se detienen y sacan del morral
las tortillas. Doroteo enciende una fogata mientras Emiliano localiza unos
nopales, es más cuidadoso, no quiere chascos como la ocasión anterior. Cumple
su objetivo. Corta cuatro nopales que saben exquisitos y los hacen acompañar
con las tortillas. Comen hasta quedar satisfechos. Se recuestan y posteriormente
juegan corriendo uno detrás del otro. Más de una hora Emiliano se olvida de los
libros y Doroteo del dinero. Finalmente deciden reiniciar su andar hacía la
carretera.
Sus pasos únicamente andan durante una hora. Sus pies están
acostumbrados a caminar, a avanzar distancias grandes. Cuando el padre de
Emiliano bajaba a la cabecera a vender el café que cosechaba, su primogénito lo
acompañaba cargando en su hombro un pequeño bulto repleto de granos. Razón por
la cual el recorrido no es fulminante, claro que su papá ahora no lo puede
proteger ni relatarle las historias que le fascinaban. Doroteo, por su parte,
acompañaba a su madre en su labor de pastor.
Aunque por unos momentos parece el paso de los niños titubeante y las
plantas descalzas resbalan y atoran contra las piedras y la tierra, caminan sin
inmutarse, a veces con cadencia, otras con experiencia.
Termina la vereda e inicia el camino ancho de terracería. Decir ancho
es una exageración, difícilmente cabe un automóvil. En eso si ha ayudado la
presencia de los militares. Desde su aparición se han hecho caminos y
carreteras. Previo a su llegada los vehículos entraban por San Francisco Xulú,
ahora lo hacen también por donde están los dos niños.
La noche ha caído. Acuerdan dormir en ese lugar, donde la noche es más
precoz que en otras partes del país. Lo mismo pasa con el amanecer.
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l frio de la madrugada provoca incomodidad en el sueño de los dos
menores. Castañean los dientes, pero no abren los ojos. Antes de que amanezca
escuchan un ruido extraño. Es un sollozo, nada tiene que ver con los militares
ni con los encapuchados, es diferente. Emiliano incorpora la mitad de su cuerpo
y queda sentado sobre el suelo frio. Doroteo se coloca en posición fetal y
sigue durmiendo.
A lo lejos se perciben voces que poco a poco se acercan. Emiliano
advierte que esas voces las ha escuchado antes, agudiza su oído y descubre que
son rezos. Decide incorporarse y queda dormido Doroteo.
Aparecen por el camino decenas de personas. En los hombros dos varones
cargan un petate. Seguramente enreda el cuerpo de un niño y así es: a las
personas que caminan rezando, las motiva el dolor causado por la perdida del
ser querido, de quien no era su tiempo, pues apenas tenía cinco años.
Emiliano despierta a Doroteo y le informa lo ocurrido. Con rapidez
Doroteo se levanta y sin mediar palabra cruza la cinta del morral sobre su
pecho. Camina detrás del cuerpo del occiso y Emiliano lo sigue.
En la montaña la muerte es solidaria. Es una razón tácita para compartir
la naturaleza colectiva del hombre. La muerte es como la alegría: inevitable y para compartirse.
Doroteo ve a las mujeres llorando y a los hombres quitándose el
sombrero que toman con ambas manos y colocan frente a su cuerpo. Intercambian
la carga del cuerpo. La carga no es fácil, la distancia de las comunidades con
el campo santo no es menor. Además, Doroteo dice a Emiliano: “un muerto pesa
más que un vivo, y al cruzar la puerta del panteón aún más”, le pregunta a
Emiliano:
—¿Por qué no hay un panteón más cercano?
—Porque mi papá decía que de toda la montaña el lugar más caluroso es
el campo santo. Es el sitio exacto para que los cuerpos se mantengan cálidos.
El Dios del sol dirige sus rayos más fuertes a los cuerpos que descansan para
siempre. Entre el sol y la muerte hay una estrecha relación. Mi abuela
aseguraba que cuando el sol era niño tenía mucho frío, no había luz ni nada, y
el sol aun no era sol, la muerte lo auxilió y, en el alma le colocó calor para
salvarse. El sol no murió y desde entonces, sus más preciados rayos se dirigen
a los cuerpos de los muertos para mantener a las almas vivas.
—¡Eso es mentira! Si los cuerpos no mueren por el sol, ¿dónde están
nuestros padres? —replica Doroteo.
—Nuestros papás murieron, pero sus alamas siguen aquí. Cierra los ojos
y los verás —responde Emiliano.
Doroteo lo hace, mientras los niños del cortejo fúnebre llevan en una
de sus manos flores de color blanco y en la otra, trozos de piloncillo. Las
colocan junto al cuerpo del niño muerto, mientras los señores cavan el lugar
donde habrá de liberar el alma. A los niños fallecidos se les acompaña con
piloncillo, para que el camino hasta el lugar de los muertos les sea dulce y
ligero. Ante la muerte se inicia la vida eterna. La vida en la tierra es sólo
un instante para transitar al lugar de los muertos, donde se permanece para
siempre. El alma que abandona el cuerpo convierte a los hombres libres, los
eleva al paraíso donde observan y cuidan a quien permanece en la tierra.
En las montañas la gente piensa que cuando un niño muere en el cielo
aparece una estrella más y en la tierra, una nueva vida surge para complementar
el ciclo. La muerte es siempre el inicio de la vida.
Dos personas comentan la causa de la muerte del menor:
—Al niño no lo dejó la calentura, no más no se le quitaba, por más que
la Lupe hizo lo posible, Dios necesitaba un ángel. Ya era su voluntad, ni las
hiervas dieron remedio; el doctor no pudo llegar porque la familia del niñito
no tenía dinero y, aunque lo hubiera tenido, los doctores están en la cabecera
municipal, y para cuando llegara, el resultado hubiera sido el mismo.
—Si compita —dice otro de los hombres—, parece que los doctores son
para los ricos. A mi hijo Jacinto también se lo llevó la desgraciada calentura.
Dicen los del gobierno que con una pastilla se evitaría la calentura, ¡pura
palabrería!, al momento del enfermo ni pastilla ni doctor, solo indios cayendo
uno a uno.
Emiliano escucha cada palabra y pide a Dios que lo aleje de la
calentura, y aunque aún no comprende a bien la muerte, aprecia la vida, que en
las montañas es efímera.
Los rezos continúan. El petate es cubierto por la tierra del campo
santo, al tiempo en que los niños cantan:
El sol alumbra tu
cuerpo, para que tu alama camine,
el sol alumbra tu rumbo,
porque la esperanza vive.
Ahora no estás conmigo,
pero mañana…
juntos, de la mano, seremos
una sola alma.
El más anciano del grupo, en su dialecto, dirige algunas palabras. Un
hombre ebrio grita ¡viva la revolución!, ¡viva Zapata! Nadie lo secunda.
Emiliano y Doroteo se alejan caminando, lo hacen en silencio.
Debajo de la sobra que produce un frondoso árbol, Doroteo y Emiliano
deciden descansar. Emiliano piensa en que pronto el niño muerto verá la luz del
sol. Doroteo piensa que la muerte es injusta, porque se lleva a los niños; si
la muerte no existiera, sus padres aún estarían con vida.
Los niños deciden no seguir andando. Han llegado al sitio al que los
vehículos entran. Están dispuestos a esperar hasta que alguno aparezca, no
obstante que eso implique días. Saben que la circulación en el lugar es menos
que escasa.
Doroteo saca del morral el dinero, lo cuenta. Emiliano hojea uno de los
libros y revisa las fotografías del interior: los dos hombres siguen ahí, sin
moverse. Doroteo no tiene interés en lo que hace Emiliano y, viceversa, a
Emiliano no le importa lo que hace su amigo.
—¿Por qué no compramos algo con el dinero y luego lo vendemos? —rompe
el silencio Doroteo.
—¿Ya viste estás fotografías? —pregunta Emiliano sin atender a la
interrogante de su amigo.
Ninguno atiende. Piensan en cosas diferentes.
Emiliano coge una varita y en la tierra copia las letras que encuentra
en el libro. Ninguno de los dos niños sabe leer, por lo que es imposible que
sepan si lo que escribe Emiliano es correcto.
Doroteo guarda el dinero dentro del morral, cree que si alguien los
observa les arrebatará los billetes, no es común, ni necesario, que dos niños
tengan líquido en las montañas.
Un sonido extraño vuelve a escucharse. No son militares no son
encapuchados ni gente rezando.
—Lo que se escucha es un coche —dice Doroteo.
Ambos niños se incorporan y sin acuerdo previo juntos corren hacia el
camino. Ven aparecer una camioneta. Mueven sus manos para llamar la atención de
sus tripulantes, quienes no se inmutan y se detienen aproximadamente a
doscientos metros de distancia.
Algunos hombres colocan en la parte trasera de la camioneta costales.
No se observa su contenido. No obstante, es extraño que los tripulantes porten
armas. Doroteo y Emiliano se detienen, las armas son amigas de la muerte, lo
saben.
Con incertidumbre, Emiliano y Doroteo ven cuando los hombres dejan las
armas dentro de la camioneta y, enseguida, aparece un grupo de niños que recibe
dinero de las manos de los adultos. Se tranquilizan, advierten que no les harán
daño. Se acercan.
Los hombres estiran su mano y les ofrecen algunas monedas. Nuestros
amigos no las aceptan. Emiliano dice:
—¿Nos pueden llevar al pueblo?
Los hombres se sorprenden. Uno pregunta por sus papás. Cuando Doroteo
intenta decir la verdad, Emiliano lo interrumpe diciendo: “precisamente
queremos ir con ellos, están en el pueblo”.
—Esta bien, suban —dice el mismo sujeto.
Los niños abordan la camioneta. Las armas siguen ahí. Después de unos
segundos los hombres suben y dicen:
—No se espanten por las pistolas. Nunca las utilizamos, son por
seguridad.
Los pequeños guardan silencio, intentan tranquilizarse, lo que logran
cuando uno de los hombres de una bolsa extrae algunas tortillas y queso, que
les ofrece. Junto con los hombres Emiliano y Doroteo comen hasta saciarse.
—¿Por qué sus papás no los llevaron al pueblo? —pregunta el conductor.
—Porque no les dio tiempo. Los soldados se los llevaron, nos dijeron
que están en la cárcel —responde Doroteo, quien se aprecia persuasivo.
—¡Hijos de puta! —dice el segundo sujeto.
—Seguramente los encontrarán —agrega el conductor, al tiempo en que
regala una caricia en la nuca de ambos niños.
El camino es estrecho, apenas cabe el vehículo. La circulación debe realizarse
lenta a virtud de lo inefable del camino rodeado de montañas y acantilados. El
sueño vence a Doroteo y a Emiliano. Tal vez por la digestión o quizás por el
calor. No miran cuando la camioneta se detiene y otro grupo de hombres la
descarga, para luego ser llevados los costales al interior de una avioneta. Los
hombres siguen su marcha.
El viaje no para durante toda la noche. Al amanecer llegan a un
poblado. Los tripulantes despiertan a los dos niños para el desayuno. En un
puesto comen carne, frijoles y pan; toman café.
Doroteo no se despega de su morral, lo que provoca interés en sus acompañantes,
quienes preguntan:
—¿Por qué no dejas ese morral?, ¿es un regalo de tus padres?
—¡Si! —inmediatamente contesta Doroteo.
—¿Qué traes dentro? —insiste el otro de los hombres.
—Unos libros —interviene Emiliano.
—¿Libros? —dice el mismo hombre.
Mueve afirmativamente la cabeza Emiliano e indica a Doroteo que se los
muestre. Es el momento para saber qué dicen, piensa Emiliano.
—¿En qué año van? —pregunta uno de los hombres.
Nuestros protagonistas no responden, Emiliano dice:
—¿Saben leer?
—Sí, ¿por qué?, ¿ustedes no?
Los niños guardan silencio. Doroteo saca los libros y entrega uno a
cada hombre. Antes de cerrar el morral se cerciora que el dinero siga en su
sitio.
—¡Sus padres si saben de lo bueno! —exclama uno de los hombres—. Este
libro es de Zapata.
—¿De quién? —pregunta Emiliano.
—De Emiliano Zapata. Uno de los hombres que más ayudaron a los indios
de México.
—¿Emiliano? —pregunta sorprendido su homónimo.
—Sí, ¿por qué la sorpresa?
—Yo me llamo Emiliano.
—¡Fíjate!, que coincidencia. Tienes el nombre que el gran Zapata
—dice el mismo hombre, quien continúa observando las fotografías en el libro—.
Mira Emiliano —dirigiéndose a nuestro niño, continua el hombre, al momento en
que comparte las fotografías—, el del sombrero con bigote es Zapata, tu tocayo.
Por fin Emiliano sabe quién es la persona de las fotografías. Es
Emiliano Zapata.
—¿Y el otro libro de qué es? —aprovecha Emiliano y pregunta.
—Es de otra persona que ayudó también a los mexicanos: Pancho Villa.
Peleó al lado de Zapata durante la revolución. Sin ellos muchos campesinos no
tendrían tierra —continúa el hombre, al momento que con su dedo índice señala a
los referidos en las fotografías—, no obstante que el gobierno se las ha
robado.
Al fin Emiliano no tiene dudas. Los sujetos en la silla son Zapata y
Villa. Le presume a Doroteo que uno de ellos tiene el mismo nombre que él.
Otro de los hombres pregunta el nombre de Doroteo. El niño se lo dice.
—¡Esto es maravilloso!, ¡qué casualidad! El nombre verdadero de Villa
era Doroteo, Doroteo Arango.
Emiliano mira a Doroteo y ambos ríen, los secundan los dos hombres,
quienes se dicen:
—Estamos acompañados de gente importante.
Todos siguen riendo. Suben a la camioneta y continúan su recorrido.
E
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miliano y Doroteo ya están en el pueblo y no lo han notado, siguen
durmiendo. Los dos hombres charlan:
—¿Advertiste que los niños no saben leer?
—Sí, es una mala costumbre de los pobres.
—¿Qué te parece si los llevamos con el padre Gallo o les creíste el
cuento de que sus papás están en la cárcel?
—Me parece buena idea. El padre los ayudará.
Sin agregar otra cosa se desvían con dirección a la iglesia.
Antes de entrar al templo despiertan Emiliano y Doroteo. Miran a su
alrededor y adivinan que están en el pueblo. Es muy grande, piensan. Es
novedoso ver casas construidas con materiales diferentes a la madera y techos
de palma.
—¿Ya despertaron bellos durmientes? —dice uno de los hombres, mientras
abre la puerta.
Los niños bajan y sin hacer preguntas siguen a los hombres, quienes
antes de ingresar a la iglesia se despojan del sombrero. Una vez dentro se
hincan y persignan frente a la imagen de Jesús crucificado.
Movido por la curiosidad y el recuerdo, Emiliano se separa del grupo y
se dirige a una caja de cristal en cuyo interior observa el cuerpo de
Jesucristo, sin clavos, sin corona, sin cruz. No lo sabe, pero la pequeña placa
que está fijada en la parte inferior derecha reza: “Señor del sepulcro”. El
rostro de Emiliano se ilumina. Toca el cristal y dice: “que gusto volver a
verte, y sin sufrir”.
—Emiliano, te vamos a presentar a alguien —interrumpe al pequeño la voz
de uno de los hombres.
Emiliano camina y junto con Doroteo y sus dos acompañantes entran a una
habitación.
—¡Qué tal muchachos! —dice la voz que se sale de aquel hombre vestido
de sotana.
—¡Que tal padrecito! —dicen en coro los dos tripulantes.
—Los echaba de menos, no sabía cómo se encontraban.
—Todo está bien padre —dice uno de los hombres, al tiempo en que ambos
besan la mano del sacerdote. Uno de ellos saca algunos billetes color verde que
coloca en la mano del religioso.
—Hay muchachos, si no fuera por ustedes qué sería de la casa de Dios y de
los feligreses que tocan a su puerta.
—Sabe que en lo que podamos ayudar, con gusto padre —afirma uno de los
hombres, quien se hace a un lado y dirige la mirada a Emiliano y a Doroteo, y agrega:—
Le presentó a estos niños. Vienen de la montaña.
El sacerdote estira la mano y Emiliano y Doroteo corresponden.
—Queremos ver si los ayuda. No sabíamos a quién acudir y después
pensamos en usted. No saben leer y sus padres están en prisión.
Emiliano y Doroteo no dicen nada, no obstante que el hombre miente.
—Hicieron bien hijos. No tienen porque preocuparse, yo me haré cargo.
—Gracias padre, nosotros nos marchamos. Sabe que no podemos estar mucho
tiempo aquí, pronto la luz del sol nos delatará. No queremos ponerlo en riesgo.
Pronto nos damos otra vuelta, nos puede dar su bendición.
El sacerdote procede con las manos a marcar una cruz en la frente de
los dos hombres y a cambio recibe un beso en la mano.
Emiliano y Doroteo no se mueven. No saben qué hacer. Los hombres se
despiden de ellos, recomendándoles que no se alejen del padre. “Es buena
persona”, agregan y se pierden tras la puerta de cedro.
Al quedarse solos, el padre ofrece a los niños algo de desayunar. Les
pregunta el nombre de sus padres. Emiliano y Doroteo les responden la primera,
la segunda y el resto de los cuestionamientos del párroco. Previo a la
conclusión de los alimentos, el religioso sabe la verdad: los padres de
nuestros nobeles protagonistas no están presos, han muerto, y no están allí
para encontrarlos, sino para alejarse de sus recuerdos, de la violencia que aún
les provoca pesadillas.
Durante el transcurso del día Emiliano y Doroteo son guiados por cada
rincón de la iglesia y de la casa parroquial. Se les ofrece una habitación con
agua caliente y cama. Por primera vez en su vida, al llegar la noche, intentan
dormir en un colchón. No lo logran, toman una cobija y regresan al piso, donde
consiguen descansar.
E
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l padre Gallo está consciente de que es inhumano desamparar a los
niños. No se necesita ser sabio para comprender que Emiliano y Doroteo solo son
dos ejemplos de los centenares de pequeños que cada día quedan huérfanos en las
montañas. Que pagan los intereses, egoísmo y ambición de los adultos. Las
mentiras de un gobierno que aniquila a su pueblo bajo el pretexto de focos de
grupos guerrilleros.
No obstante, el clérigo es también consciente de que no puede tener a
los menores en la iglesia. El Partido Acción Nacional no lo baja de tener
vínculos con el narcotráfico. Acusaciones que no desmiente. Son ciertas. Tan
verdaderas como que cada centavo recibido es canalizado a construcción de
escuelas, clínicas y abogados que trabajan en las injusticias que los miembros
tanto de Acción Nacional como del resto de los partidos políticos comenten en
contra de los indígenas y campesinos, a quienes acusan de guerrilleros.
El padre conoce a todos los bandos. Respeta y apoya a los guerrilleros
lo mismo que a los narcotraficantes. Sabe que fray Camilo no solo forma a los
candidatos al sacerdocio y es un intelectual reconocido y respetado, además, es
líder de la guerrilla. No lo cuestiona, ayudar a los más necesitados no es un
pecado. Jesús puso el ejemplo. Al menos esos son los principales argumentos del
padre Gallo cuando recibe visitas del obispo.
El canto de gallos anuncia el inicio de un nuevo día. El sacerdote toca
la puerta de la habitación donde descansan Emiliano y Doroteo, observa que se
encuentran sobre el piso; conoce las razones y se echa a reír, aunque en el
fondo su pecho duele por la triste realidad que enmarca la vida de los pobres.
Juntos desayunan y el clérigo confiesa sus planes para con los niños:
—Estuve pensando dónde los puedo mandar para que no les falte comida,
techo y escuela y lo único que se ocurre es que vayan al convento de la orden.
Se encuentra en la montaña, muy cerca de donde ustedes vienen. Solo hay dos frailes:
Gustavo y Camilo. Ambos son excelentes cristianos. Con ellos estarán bien. ¿Qué
les parece?
Ni Emiliano ni Doroteo responden. No tienen muchas opciones. Es
preferible tener un hogar, cualquiera que éste sea.
—Si quiero estar con los frailes, me gustaría aprender a leer —se
decide en responder Emiliano.
—¿Y tú Doroteo? —pregunta el padre.
El niño mueve la cabeza afirmativamente.
—¡Excelente! Terminamos el desayuno y nos vamos.
—¡Te imaginas! —dice Emiliano a Doroteo—. Pronto sabremos leer.
Doroteo no responde. Busca el morral debajo de la almohada de la cama y
se cerciora que el dinero siga en su interior. Dejan la habitación y caminan al
comedor.
Se bendicen los alimentos y los niños y el sacerdote desayunan. Al
concluir dejan la iglesia y dan inicio al recorrido con dirección al convento.
Llegaran por la noche. La mayor parte del tiempo Emiliano y Doroteo lo pasan durmiendo.
Frente a una construcción colonial el padre llama a la puerta. Doroteo
abraza el morral y Emiliano intenta reconocer las letras pintadas en una pared
de una casa vecina.
Un hombre joven cubierto con una sotana café y con abundante barba,
atiende el llamado y abre la puerta.
—Buenos días padre ¿cómo se encuentra?
—Muy bien Gustavo. Estos son los niños de los que les hablé —responde
el padre Gallo.
—Pasen —invita fray Gustavo a los recién llegados.
Detrás de la puerta todo se encuentra en orden. No deja de sorprender a
nuestros menores que las construcciones no sean de madera.
Emiliano y Doroteo permanecen sentados en una sala, mientras Fray Gustavo
acompaña al padre Gallo a otra habitación. Se escucha que charlan.
—Qué bonito está este lugar ¿verdad? —dice Emiliano.
—Sí, parece un castillo.
—Buenos días —los interrumpe una voz de otro fraile. Los niños
responden—. Soy Fray Camilo —agrega, al tiempo en que estira la mano derecha a
los niños—. ¿A qué se debe su visita?
—Nos trajo el padre Gallo —responde Doroteo.
—¿Son los niños que quieren aprender a leer verdad? —solo Emiliano mueve
la cabeza afirmativamente—. El padre Gallo siempre está buscando hacer el bien,
es excelente persona —los menores sonríen—. Acompáñenme, les voy a enseñar la
casa.
Emiliano y Doroteo caminan detrás de fray Camilo quien se detiene y
explica que esa es la huerta donde siembran verduras y obtienen de los aboles
frutas, buscamos ser autogestivos.
—¿Auto qué? —pregunta Emiliano.
—Autogestivos, que no necesitemos comprar la comida, que en este lugar
la obtengamos con nuestro trabajo. Por ejemplo, tenemos talleres de carpintería
y de panadería. Si queremos un mueble lo hacemos, para cenar pan lo horneamos.
Nos beneficiamos de lo que hacemos y podemos ayudar a los pobladores que lo
necesitan, sin necesidad de dinero ni de la intervención de alguna autoridad.
—¿Entonces el dinero no sirve aquí? —pregunta Doroteo.
—Digamos que de las cosas de menor importancia el dinero es lo más
importante —responde fray Camilo, citando la frase que alguna vez fray
Fernando, compañero de estudios, le dijo—. Los muebles, las verduras, la fruta,
el pan y los animales que crecen en los corrales en ocasiones se venden y, con
lo obtenido, se puede comprar lo que no producimos, o para que la gente compre
medicinas y cure a sus hijos.
Emiliano y Doroteo escuchan atentos.
—Veo que ya se conocen —dice el padre Gallo.
—Son dos niños muy educados —responde fray Camilo, al tiempo en que
saluda con un fraternal abrazo al sacerdote.
—Excelente. Si no tienes objeción se quedarán con nosotros —se incorpora
a la conversación fray Gustavo.
—Totalmente de acuerdo. Hace falta la alegría de un par de niños,
Gustavo es un hombre amargado —responde bromeando fray Camilo.
—Muy bien, quedan en buenas manos —reconoce el padre Gallo.
Fray Gustavo, fray Camilo y el padre Gallo invitan a Emiliano y a Doroteo
a que conozcan su habitación. Es una pieza enorme. Tiene dos camas, dos baúles,
un escritorio y pende de una de las paredes un oleo del rostro de Jesús
portando en su mano derecha una cruz y al pecho le cruzan un par de cananas.
Detrás de una puerta se localiza el baño, con regadera y agua caliente.
—Instálense y más tarde les mostraremos toda la casa —dice Camilo al
tiempo en que con fray Gustavo y el padre Gallo abandona la habitación.
Emiliano y Doroteo están solos. El primero mira fijamente el cuadro en
la pared. No tiene corona de espinas ni clavos en las manos. Le da gusto. Por
su parte, Doroteo coloca el morral dentro del baúl y en menos de quince minutos
ambos caen exhausto sobre la cama.
Fray Camilo y el padre Gallo susurran en el comedor, aprovechando que
Gustavo se pierde en la cocina.
—Hoy vi a la gente del “güero”, me dejó este dinero —dice el padre
Gallo al tiempo en que entrega los dólares a fray Camilo.
—Gracias. Sin su ayuda haríamos muy poco. Debemos tener cuidado. Cada
vez los rumores de nuestros vínculos con la guerrilla y el narcotráfico crecen.
El Obispo sigue insistiendo para que nos cambien de diócesis, Gustavo ha
hablado con él. No sé cuánto tiempo más aguantemos aquí.
—Todo es para ayudar a la gente. Debes estar tranquilo Camilo, Dios
observa lo que hacemos y lo comprende. Desde luego que a los ricos del lugar
les molesta que ayudemos, incluyendo al Obispo, pero no podemos desamparar a la
gente que necesita de nuestra solidaridad, sé discreto, sobre todo con Gustavo
—dice el padre Gallo, quien guarda silencio al percatarse de la presencia de
fray Gustavo—. Cómo te decía Camilo, les encargo a los niños, son buenos, y en
sus manos estoy seguro se encontrarán bien —concluye el sacerdote, al tiempo en
que se despide de los dos frailes.
Ninguno agrega algo. El padre abandona la casa parroquial y los frailes
se reincorporan a sus actividades.
E
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s el primer día de clases. Emiliano y Doroteo están emocionados. Ambos
meten su cuaderno en sus respectivos morrales. Emiliano en uno tejido por
indígenas de la zona y Doroteo el que encontró en la montaña, donde aún
permanecen los cinco billetes de quinientos pesos. Emiliano acompaña su
cuaderno con los dos libros de Zapata y de Villa.
Fray Camilo desayuna con los niños, estos han aprendido que al iniciar
cada alimento deben servirse y al finalizar lavar su plato. Lo mismo hacen con
la ropa, cuando dejan de usarla deben lavarla. No importa su calidad de niños,
todos en el convento contribuyen con las labores, no hay distingos, y menos por
razón de género o de edad.
Al finalizar fray Camilo los acompaña a la escuela. La escuela no es
como la del pueblo. No hay pupitres, pizarrón, hemisferios en las paredes.
Apenas se compone de cuatro postes de madera y un techo de palma. La construyen
fray Gustavo y el padre Gallo. Proyectan que en un año esté terminada.
Camilo y Gustavo, junto a una joven mujer, son los maestros. Cada uno
atiende un grupo. La joven, de nombre María, atiende primero y segundo grado;
fray Gustavo tercero y cuarto y, fray Camilo quinto y sexto. Fray Camilo apenas
tiene dos alumnos, en la zona casi nadie llega a quinto grado. Es frecuente que
cuando aprenden a leer abandonen la escuela. Sus padres prefieren que les
ayuden en los quehaceres del campo o adquieran un trabajo o emigren a Estados
Unidos, cualquier cosa que genere dinero, lo que consideran la educación no
hace.
El grupo de Emiliano y Doroteo es de diez estudiantes, la mitad de
primer año y la otra mitad de segundo. En el primer día María invita a los
recién llegados a que se presenten: que digan su nombre, edad, población de
origen y demás información necesaria para individualizarse.
Emiliano se pone de pie y con soltura expone frente al grupo sus datos.
Doroteo tiene más problemas. Titubea y suda. Finalmente se decide y rápidamente
cubre parcialmente la solicitud de la maestra, quien da inicio con la clase.
Al medio día los dos niños regresan al convento con fray Camilo y fray
Gustavo. Emiliano y Doroteo están emocionados, no lo pueden ocultar, sobre todo
al día siguiente en que regresan a la escuela.
Rápidamente nuestros protagonistas aprenden a leer. Por fin Emiliano
conoce las letras del abecedario y tiene la oportunidad de saber lo que los libros
que encontró dicen. Doroteo es excelente estudiante de matemáticas y sabe la
cantidad que suman los cinco billetes.
L
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a maestra María es más que una docente, se compromete con su función y
canta con los niños, les relata historias, les enseña hablar en español y a los
que lo hacen, insiste en que no pierdan su dialecto.
Pronto Emiliano y Doroteo se convierten en los mejores estudiantes.
Saben sumar, restar, dicen perfectamente las tablas, leen con soltura. También
destacan en la práctica de deportes.
La maestra Marí, como de cariño los niños la llaman, organiza un
concurso de poesía. Emiliano es el triunfador, sus versos merecieron el primer
premio, no por el cariño que le tienen los frailes y la maestra, sino por su
calidad.
El equipo de Emiliano y Doroteo gana el torneo de futbol. En el taller
de escultura Doroteo hace la mejor: un cuerpo de Quijote de la Mancha flotando
sobre libros.
La profesora felicita a fray Gustavo y a fray Camilo por los prontos
avances de los dos niños. Como premio, ambos regalan un par de huaraches a cada
uno de nuestros protagonistas. Las piedras dejan de cortar sus pies.
Al finalizar las clases Emiliano y Doroteo se incorporan al trabajo en
la huerta, en el taller de carpintería y en la panadería. Los indígenas que
acuden al lugar los aprecian, lo cual es lógico, ambos niños se lo ganan. También
los integra en las reuniones donde dan lectura a la biblia y reflexionan de
temas como la filosofía, la libertad, la igualdad, la pobreza, etcétera.
Emiliano entiende que no puede librar a Jesús de la cruz. Sabe que no
sufre, que lo que sus ojos observan es solo una representación que los hombres
hacen de él, que en realidad Jesús se encuentra en el cielo, a la derecha de su
padre que es Dios. Que ambos miran a los hombres para que hagan el bien.
—Los hombres no quieren a Dios —afirma Emiliano.
—¿Por qué? —pregunta fray Camilo.
—Porque si lo quisieran harían lo que él dice. Los soldados no
asesinarían a los campesinos, los ricos no se robarían la tierra ni el gobierno
diría que tú eres malo.
A Camilo se le escapan algunas carcajadas y pregunta:
—¿El gobierno dice que soy malo?, ¿por qué lo dices?
—El otro día fuimos al pueblo y escuché que un policía le decía a otro
que tu eres amigo de los que venden no sé qué cosa, que pronto te correrían del
pueblo por malo, que el gobernador había escrito a Roma. También dijeron que,
aunque la gente te quiera, tus días en el pueblo están contados.
—Ignora a la gente. Lo cierto es que Dios nos dice qué hacer y quiere
ver a sus hijos felices. ¿Creen —agrega dirigiéndose a Emiliano y a Doroteo—
que la gente puede ser feliz si ve a sus hijos o a sus padres morir? ¿Pueden
ser felices viendo cómo algunos comen carne todos los días y otros mueren de
hambre? ¿Podemos ser felices cuando no tenemos escuelas, no hay doctores y los
niños mueren apenas después de haber nacido? ¿Creen que en tales condiciones el
hombre puede tener esperanza?
—¿Qué es la esperanza? —pregunta Doroteo.
—Es un regalo que Dios entregó a los hombres para resistir, para no
morir, para luchar y que las cosas alguna vez cambien. A la entrada del
infierno, dice Dante, hay un letrero que reza “aquí entra quien no tiene
esperanza”.
—¿Mis padres no tenían esperanza?, ¿por eso murieron? —cuestiona
Emiliano.
—No. Tus padres y los de Doroteo no han muerto. Dejaron el cuerpo
—responde fray Camilo, y continúa:— su alma salió de su cuerpo pero está en los
pájaros que por su ventana les cantan por la mañana. Permanecen en las gotas de
lluvia que les moja el rostro, en el viento que sopla durante el verano, en los
rayos de sol que nos recuerdan que seamos buenos cristianos.
—¿Cómo logramos ser buenos cristianos? —revira Emiliano.
—¡Muy fácil! Seguir los mandatos de Dios. Dios quiere que ayudemos al
prójimo, que evitemos la violencia, las divisiones, la pobreza; quiere que
seamos iguales, que nadie mande ni nadie obedezca.
Sin agregar otra palabra fray Camilo se pone de pie, toma de la manos a
los niños y corren juntos hasta el pozo para darse un baño. Se improvisa una
contienda de jicarazos. Camilo está consciente que lo que se dice en el pueblo
es cierto, ha recibido una carta del Vaticano informándole que debe dejar
Guerrero. No lo hará, la única manera de abandonar a su gente es muerto.
Emiliano ve en el reflejo del agua a sus padres, a Emeterio, a Dios.
Cree en las palabras de fray Camilo, por eso nunca se siente solo, mantiene la
esperanza de sus padres.
Doroteo de grande quiere ser como Jesús, para estar sentado junto a
Dios. Buscará, desde el cielo, la libertad y la igualdad entre los hombres;
pero no quiere que lo crucifiquen.
L
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a calentura no cesa. Emiliano empieza a delirar tumbado sobre la cama.
Fray Camilo y fray Gustavo se esfuerzan colocando baldosas sobre la frente del niño,
pero la aspirina que tomó no surte sus efectos.
Doroteo permanece en uno de los extremos de la cama, donde Emiliano
pide un poco de agua y pregunta si se va a morir.
Por la mente de Doroteo pasa el recuerdo del cuerpo del niño envuelto
en un petate que llevaban al campo santo a consecuencia de la calentura. No
quiere que a Emiliano le pase lo mismo. Lo ve como un hermano y si pudiera,
daría su vida para que se salvara.
Camilo se mantiene en la cabecera. Esta consciente de que el doctor
tardará en llegar. Fray Gustavo reza hincado frente a una imagen de San
Francisco, le promete que al salvarse lo llevará a la iglesia de Chilpancingo.
Emiliano recuerda a su madre, a su padre, a su padrino, a los dos
hombres de la camioneta, al padre Gallo, a Gustavo y a fray Camilo. No quiere
morir, le preocupa Doroteo. Da gracias a Dios porque le permitió aprender a
leer. Toma de la mano a Doroteo y susurra:
—Si me muero mantén la esperanza de los dos.
Doroteo comienza a llorar, es el momento en que la vida le enseña lo
que es el dolor. Le exige a los frailes que lo curen.
Fray Gustavo saca casi arrastrando a Doroteo de la habitación, mientras
Camilo intenta disminuir la temperatura. Ambos están conscientes de que solo un
milagro salvará a Emiliano.
La noche se une a la pena y vence las fuerzas de Camilo, Gustavo y
Doroteo. Únicamente Emiliano permanece despierto. Delira.
—Dios, baja, dame la mano. Solo tú puedes ayudar a que no muera. ¿Están
mis padres contigo? Quiero verlos, quiero mirar su cara, tocar su mano, recibir
un abrazo. ¿Dios, voy a morir? Quiero seguir corriendo, oliendo las flores,
bañándome en el río, jugar con Doroteo, ayudar a los frailes en los quehaceres,
leer muchos libros, terminar la escuela, ser maestro y enseñar a otros niños a
leer. Si decides Dios que debo morir, quiero que sea sin dolor, sin espinas en
la cabeza, sin clavos en las manos, como estás tú en la iglesia, descansando,
tranquilo. Quiero estar con mis papás y contigo Dios. ¿En el cielo hay
escuelas?, ¿hay ricos y pobres?, ¿hay soldados que matan?, ¿encapuchados?, ¿hay
cárceles, cementerios? No quiero que fray Camilo deje el convento.
Fray Camilo escucha las palabras de Emiliano y despierta. Sabe que está
a un paso de la muerte, que es cuestión de tiempo. Con su mano derecha le marca
una cruz en la frente y encomienda a Emiliano a Dios, luego reza en silencio.
Repentinamente Emiliano reacciona. Abre los ojos y respira
agitadamente. Camilo coloca la cabeza del pequeño sobre sus piernas y despierta
a Gustavo para que traiga agua. Obedece y sale hacia la cocina, al regresar
Emiliano sorpresivamente ya sonríe junto con Doroteo.
Ha amanecido. El canto de los gallos anuncia el nuevo día, uno más que
puede ver Emiliano.
H
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oy se inaugura la casa de salud que con esmero han procurado el padre
Gallo y fray Gustavo. Las localidades beneficiadas no conocen el destino de los
recursos, pero les consta que los religiosos han hecho lo imposible para que se
concretizara. A partir de este día tendrán un médico que salvará la vida de sus
hijos, quizás también la de Emiliano si nuevamente resiente la calentura.
En torno a la casa de salud hay mucha gente. Emiliano y Doroteo ven
algunos encapuchados que discretamente merodean el lugar. Saludan a los dos
hombres de la camioneta. Se encuentran acompañados de un grupo de sombrerudos
armados. El más gordo de todos habla en voz alta, casi grita, y acompaña al
padre Gallo hasta la entrada de la casa de salud. El sacerdote agradece a la
comunidad por su apoyo:
—La construcción de la casa no hubiera sido posible sin la mano de obra
de ustedes, mis hermanos.
Los indígenas gritan vivas al padre, quien comparte los créditos con el
hombre regordete.
Los encapuchados también dirigen algunas palabras a los asistentes.
Hablan de la revolución popular, del poder del pueblo y de la democracia:
—La toma de decisiones sin la voz del pueblo, es una farsa de
democracia. No hay igualdad cuando hay pobres que nada tienen. El cambio social
no vendrá de arriba hacia abajo, depende de que cada uno de nosotros asuma su
momento histórico. Jesús no dio peces al hambriento, lo enseñó a pescar.
La mayoría de los indígenas no comprenden todas las palabras del
encapuchado, no obstante, no tienen duda que deben participar para consolidar
su destino, que el futuro está en sus manos. Para lograrlo, incluso, están
dispuestos a recurrir a empuñar un arma. Creen que morir de un disparo en la
sien es preferible que morir de hambre, de diarrea o calentura. Están decididos
a morir defendiendo su vida y no morir, sin defenderse.
Emiliano pregunta al padre Camilo:
—¿Los encapuchados son amigos de Ustedes?
—Emiliano —le responde el religioso—, no hay diferencia entre un
encapuchado y un indio, son lo mismo. Los encapuchados labran la tierra y
cosechan, los indios se cubren el rostro para mostrar la cara de la dignidad.
Emiliano piensa en las palabras de Camilo. Doroteo, por su parte, no
reflexiona y prefiere cuestionar:
—¿Los hombres de la camioneta, que nos trajeron con Ustedes, son amigos
de los encapuchados, de Ustedes, de los indios?
—Son amigos de todos. Ayudan a las comunidades con dinero, sin el no se
podrían construir escuelas, casas de salud, chozas, iglesias. Los hombres de la
camioneta son indios como el resto, pero tienen que trabajar y lo hacen. Los
encapuchados no reciben dinero de los de la camioneta, pero ambos se respetan,
ninguno se mete con el otro. Los dos son necesarios en las montañas y lo
seguirán siendo, mientras el gobierno no se responsabilice de sus obligaciones.
—¿Por qué fray Gustavo no vino? —ahora pregunta Emiliano.
—Porque tenía otras cosas que hacer. El Obispo lo mandó llamar
—responde fray Camilo, quien miente parcialmente.
Gustavo no se encuentra en la inauguración porque no fue notificado.
Siempre se ha opuesto a la relación de la iglesia con el narcotráfico y con la
guerrilla. No obstante, lo de la visita con el Obispo es cierto. Gustavo fue
citado para informar la relación entre el padre Gallo y fray Camilo con la
guerrilla y los grupos delincuenciales.
Finalizan las palabras y dan paso a los agradecimientos y las loas. El
jefe de los dos hombres de la camioneta ofrece un festín: tortillas, mole,
pollo, cerveza y pulque acompañan al estómago de los indios, acostumbrado a
permanecer vacío. Los indígenas bailan con la música de los violines y la
guitarra.
Emiliano y Doroteo corren de un lugar a otro, juegan con el resto de
los niños. Ninguno de los dos sabe de la importancia de contar con una casa de
salud, pero de volver a sufrir de calentura lo entenderán.
El padre Gallo bebe cerveza junto al jefe de los hombres de la
camioneta. Fray Camilo hace lo mismo con los encapuchados, que para entonces se
han despojado ya de los paliacates en el rostro. Todos pasan desapercibidos,
todos son indios y no se puede distinguir entre encapuchados y
narcotraficantes.
Mientras Emiliano intenta no ser alcanzado por otro niño, uno de los
hombres de la camioneta lo detiene y le pregunta:
—¿Cómo los tratan los padres?
Emiliano responde. Le dice que ya sabe leer. Que está apunto de
terminar los dos libros de Zapata y de Villa. El hombre sonríe satisfecho, le
hace una caricia en la cabeza y le da un pequeño empujón indicando la
reincorporación a sus juegos, que ahora se hace consistir en disparar a unas
botellas de cerveza. El hombre enseña al niño cómo se usa un arma.
Mientras los indígenas continúan ingiriendo cervezas, el jefe de los
hombres de la camioneta y éstos se despiden del padre Gallo, de fray Camilo y del
resto de los asistentes, para luego retirarse. Emiliano, Doroteo y Camilo
regresan al convento, casi cuando amanece.
Antes de dormir, Emiliano y Doroteo escuchan ruidos. Ponen atención,
pero no los reconocen. No dicen nada. Salen y acuden a la pieza de fray Camilo para
informarle. Camilo como puede abre los ojos y escucha la descripción de ambos
niños, los tranquiliza y los acompaña al dormitorio. Descansen, yo me encargo
de los ruidos. Fray Camilo se dirige a la habitación de fray Gustavo de donde
provienen los ruidos. Llama a la puerta y cuando se abre sale una mujer
acomodándose el vestido. Camilo ingresa y se suscita una discusión, luego todo
queda en silencio y nuestros protagonistas logran conciliar el sueño.
L
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a relación entre el padre Gallo y Gustavo cada vez se deteriora más. De
la arquidiócesis se han recibido innumerables cartas dirigidas a fray Camilo,
donde se le culmina a abandonar el convento, para incorporarse al trabajo
pastoral de una zona urbana en otro Estado.
Camilo hace caso omiso de las cartas. Prefiere dejar la iglesia que a
sus indios. Sin el apoyo de la iglesia los habitantes quedarían solos, a
expensas de los caciques y de la policía que lideran los gobernantes.
Al medio día el Obispo llegará al convento. Su misión es notificar
personalmente a fray Camilo que debe acompañarlo a Puebla. El Vaticano y
monseñor Rivera no han dejado de presionarlo para cumplir con dicho cambio. La
causa: los vínculos de Camilo con la guerrilla. De los narcotraficantes no se
ocupan, sin su apoyo en México muchas de las acciones de la iglesia serían
imposibles.
Emiliano y Doroteo leen ya a la perfección. Han concluido la primaria y
la secundaria. Son ya adultos. En las montañas el tiempo no da tregua.
Doroteo aun cuida con esmero su morral. El dinero todavía lo conserva.
No ha habido necesidad de utilizarlo. Entre los indios existen cosas de mayor
valor que un montón de billetes.
Emiliano no ha parado de leer. La única mesa de la habitación que aun
comparte con Doroteo se ha convertido en almacén de libros. No solo conoce a
Zapata y a Villa, ahora Emiliano sabe de Marx, de Lennin, Mao Se-Tung, de Lucio
Cabañas, de Genaro Vázquez, del Che Guevara, de Fidel Castro, y sobre todo, de
Jesucristo. Ha estudiado el movimiento estudiantil de 1968, todo con la
asesoría de fray Camilo y del comandante Eufrosino, jefe militar de la
guerrilla en las montañas de Guerrero.
Ni Emiliano ni Doroteo conocen el rostro del comandante ni su nombre.
Ellos, como todos los indígenas, se refieren a él como “maestro Eufrosino”. En
las montañas lo quieren y lo respetan.
Camilo coloca sus famélicas pertenecías en un par de cajas de cartón,
la mayoría son libros que acompañan una imagen de Jesucristo.
Gustavo espera con ansias al Obispo, el próximo párroco será él.
Las manecillas del reloj avanzan sin inmutarse. Camilo sabe que la
decisión que ha tomado es la mejor. Sin hacer ruido deja su habitación y se
dirige a donde Doroteo cosecha verduras y Emiliano intenta curar un pájaro
herido. El fray duda en acercarse a los niños, pero se decide. A nuestros
protagonistas no les sorprende ver a Camilo con su equipaje, conscientes son de
que partirá. Le piden que los lleve consigo.
Camilo no tiene en mente esperar al Obispo y acompañarlo a la Ciudad de
Puebla. Besa la frente de ambos jóvenes, abre la puerta trasera y camina con la
mirada hacia abajo, donde se mantiene la tierra que se levanta a cada paso.
Emiliano corre detrás del fraile, Doroteo intenta hacer lo mismo, pero
Gustavo lo toma de un brazo y le grita a Emiliano que regrese. Nuestro joven no
atiende el llamado de fray Gustavo alcanza a Camilo, lo toma de la mano y le
pide le permita acompañarlo. Gustavo sale y sentencia a fray Camilo para que
regrese y obedezca el mandato del Vaticano. Camilo no se detiene, voltea la
cabeza y dice:
—Dios sabe que mi deber está junto a los pobres, junto a los indios, a
los rebeldes, que únicamente han pedido un trato igualitario. Si se ama a Dios
no se le puede dar la espalda a sus hijos más marginados, él los protegió y dio
su vida. Dígale al Obispo que lo único que he hecho es obedecer los designios
de nuestro padre divino.
—¡Si te vas deja a Emiliano! —ordena fray Gustavo.
Camilo se detiene, mira a los ojos a Emiliano, recuerda lo que han
pasado juntos. Medita y decide no soltarle la mano y juntos se dirigen a las
montañas.
II
E
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n el kiosco de la plaza la banda toca alegremente celebrando el triunfo
del Partido Acción Nacional. La cúpula de la agrupación política ha visto
recompensados sus esfuerzos y por fin su candidato ganó, en otras palabras, la
“democracia” les ha hecho justicia.
A decir verdad, la victoria en gran medida se debió a la joven promesa
que hoy protesta como nuevo gobernador del Estado de Guerrero. Es un nobel
político preparado en el extranjero, con nuevas ideas y, sobre todo, con un
carisma arrasador. En sus inicios se enroló en las juventudes del Partido
Revolucionario Institucional, aquel que fundara Lázaro Cárdenas y que
rápidamente le quedó chico, por lo que tuvo que dejarlo e incorporarse a Acción
Nacional.
La felicidad se nota en los rostros de los políticos que en torno al
gobernador electo de apellido Ponce, brindan con champaña y comen caviar.
Lideres sindicales, empresarios, religiosos y demás personas “ejemplares”,
honran con su presencia. Se congratulan por la alternancia en el poder.
El licenciado Ponce recibe un fraterno abrazo de parte del señor Obispo.
Son grandes amigos, el religioso lo ha apoyado desde que el gobernador era
joven.
Frente a un cuadro de Benito Juárez el gobernador protesta desempeñar
con lealtad su cargo. Choca las copas con los asistentes y les promete ideas
modernas y respetuosas del estado de derecho.
Lejos de las instalaciones de Acción Nacional, en la montaña, el llanto
retumba en el abismo de la noche. Un día antes los indígenas bajaron a las
cabeceras municipales para inconformarse del fraude electoral, ese que
flagraron el PAN y el PRI, con la complicidad del PRD.
En respuesta a las protestas, el entonces gobernador ordenó restablecer
el orden y al menos diez campesinos, entre ellos algunos niños y mujeres,
fueron asesinados por la policía. En la protesta del nuevo gobernador nada se
habla de los hechos del día anterior.
No obstante, en el campo santo de las comunidades guerrilleras se
despide a los prematuros muertos. El luto en la montaña se acerca a una
costumbre. Los indígenas, hace más de quinientos años, son víctimas de
extranjeros, caciques y ahora de los políticos. En las tumbas que rodean a los
finados, permanecen niños que murieron de enfermedades curables. En pleno siglo
XXI siguen muriendo personas cuyo pecado es su exclusión de los beneficios del
neoliberalismo, de la modernización, su rechazo en abandonar sus usos y
costumbres, su necedad de seguir hablando su dialecto y no civilizarse
aprendiendo inglés.
El comandante Eufrosino murió el día de ayer. Hoy es sepultado junto a
su primogénito Zebedeo. Su viuda y sus tres hijos sobrevivientes lloran sin
resignarse. Por la noche la mujer le suplicó no acudir a las protestas, era
evidente la represión. El comandante confió en su suerte, hizo caso omiso y hoy
está debajo de la tierra. Argumentó que un líder debe ser un ejemplo, que por
los suyos valía la pena morir y ocurrió: el violín le toca las golondrinas.
El comandante Eufrosino nació y creció en la pobreza extrema. Su madre
murió cuando nació y a su padre le disparó en la frente un cacique por defender
sus derechos; desde entonces Eufrosino heredó las deudas de su padre, que pagó
con trabajo de sol a sol, hasta que decidió largarse, principalmente cuando le
cortó el cuello con una hoz a su patrón, cuando lo sorprendió violando a su
hermana.
Eufrosino no se alejó de las montañas, por el contrario, se escondió en
ellas, firmó un tácito pacto de complicidad. Conoció personas de las llamadas Fuerzas
de Liberación Nacional, que luego, ya con Eufrosino al frente, se convirtieron
en el Ejercito Popular Revolucionario.
Como en los años setentas pelearon Genaro Vázquez y Lucio Cabañas,
Eufrosino asumió la comandancia y ahora lo obligan a dejarla. Manuel será su
sucesor, el nuevo comandante.
La noche cubre todo a su alrededor. Los perros y los grillos guardan
luto, no hacen el menor ruido.
El comandante Manuel celebra una reunión con la comandancia general. En
la choza se miran rostros con arugas, cabellos blancos y pieles morenas que se
mezclan con los niños que alegres no corren por todas partes, sino empuñan un
fusil.
En cuestión de tiempo la reunión es ya una asamblea, todos opinan. Los
dirigentes son indígenas, aunque hay personas que no lo son. Por ejemplo, el
doctor Álvaro y el licenciado Eduardo, quienes llegaron de la Ciudad de México.
Hay también estudiantes y maestros de la UNAM, de la UAM, de Chapingo y del
Politécnico. Principalmente a partir de 1968 los allí presentes prefirieron
refugiarse en las montañas que recibir dinero o plomo.
Al finalizar la reunión se tomaron decisiones militares, políticas y
sociales. El luto es un hecho, pero no hay duda en que son momentos de pelear.
E
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l secretario del gobernador ingresa y dice: “¡Señor, señor, los indios
han tomado la sede del palacio municipal en Chilpancingo! Incendiaron la puerta
y tienen rehenes”.
—¿Cómo? —pregunta con visible calma el nuevo gobernador.
—¡Sí!, los indios subversivos, por la fuerza, se han apoderado del
municipio.
—Pero ¿por qué?, ¿a qué hora?
—Por la madrugada. Insisten en aquello de que las elecciones no fueron
legales y que los gobernantes además de asesinos son farsantes y cínicos.
—¿Eso me incluye?
—Lamento decirle que sí señor, de hecho, es el principal punto de
crítica.
—Muy bien, comunícame con el almirante del ejercito y con el señor
presidente.
El secretario del gobernador de Guerrero sale de la oficina para dar
cabal cumplimiento al mandato de su jefe. El licenciado Ponce, por su parte, medita.
Es consciente de que los indígenas tienen problemas, que los han arrastrado
desde hace siglos. No obstante, está persuadido de que la salida no son las
armas. “Ya tuvimos una revolución, aquellas muertes fueron suficientes para
consolidar la modernidad y la democracia”, piensa.
En una reunión con la jerarquía militar se toma una decisión: los
rebeldes serán detenidos, se instaurará rápidamente el estado de derecho. Si
hay necesidad de asesinarlos se hará.
A Chilpancingo se dirigen decenas de camiones verde olivo. A la voz de
mando los militares fuertemente armados disparan en contra de los indígenas que
cubren el rostro y ocupan las instalaciones del palacio municipal. Uno a uno
cae. La masacre es equitativa: no importa si es hombre, niño o mujer,
igualmente recibe un disparo. Unos minutos bastan para que el piso se cubra de
cuerpos que no respiran y el palacio municipal es recuperado, aunque huele a
putrefacción.
El licenciado Ponce está satisfecho, se le nota. Aunque sinceramente
lamenta la muerte de los subversivos. Los que no tuvieron la desgracia de que
una bala los impactara son detenidos y llevados a prisión, donde son torturados
e interrogados. El deseo del nuevo gobernador es erradicar a la guerrilla. Fue
una de sus promesas de campaña.
—¡Responde indio imbécil! —exige un militar a uno de los detenidos.
—¡No sé nada, se lo juro! —responde el agredido.
—¡No te hagas pendejo!, ¡pinche indio!, primero andas de subversivo y
ahora se te borró la memoria.
—Se lo juro por tata Dios que
no se nada.
—Sigan con el trabajo. Si no coopera mátenlo —da la orden el almirante
Miranda y se marcha.
—¿Qué pasó?, ¿ya confesaron? —pregunta el licenciado Ponce, en cuanto
ve entrar a su oficina al almirante Miranda.
—No, pinches indios testarudos. Prefieren morir que hablar.
—¿Quién es su líder? —interroga el gobernador a su interlocutor,
mientras enciende un cigarrillo.
—No sabemos con exactitud. Los últimos informes del CISEN creen que es
un tal comandante Manuel. A partir de la muerte de Eufrosino asumió el
liderazgo. Sabemos que es un maestro rural y muy querido por la población.
—¿Es indio? —indaga el licenciado Ponce, quien enciende otro
cigarrillo.
—Sí. Nació en una de las comunidades en que se originaron los grupos
guerrilleros en los años 70´s. Un grupo de militares aniquiló dicha zona, y, se
presume, él era del lugar. Aseguran que sus padres fueron asesinados. Tenemos
nuestras dudas. Puede ser un migrante de la Ciudad o un extranjero. Es blanco y
sumamente inteligente. No puede ser indio.
El gobernador guarda silencio. Con su pie derecho apaga el cigarrillo y
pierde la mirada en el abismo del cristal de la ventana.
—¿Esta bien señor? —pregunta el militar.
—Solo recuerdos. ¿Cómo dices que se llama el comandante ese?
—Manuel. Aunque creemos que es su alías, que en realidad su nombre es…
—¡Licenciado, licenciado! Le tengo una mala noticia —interrumpe la voz
del secretario de gobierno.
—¿Qué sucede?
—Secuestraron a su esposa.
—¡¿Qué?! ¡estás loco!
—Fueron los rebeldes. Mientras los combatíamos en el municipio ellos
aprovecharon para entrar a su casa y llevársela.
—¡No es posible! ¡Pinches indios, recibirán su merecido! Convoquen a
todas las autoridades, comuníquenme otra vez con el presidente. ¡Búsquenla,
aunque pongan de cabeza las montañas!, ¡no paren hasta traerla consigo! —ordena
el gobernador, quien tiene el rostro visiblemente enrojecido. —Espera —indica a
su secretario—, déjame pensarlo un poco.
E
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s el momento de continuar con la lucha. No podemos claudicar. El
gobierno responde con plomo, ya agotamos las vías legales y es tiempo de
resistir —dice el comandante Manuel, al tiempo que se sienta sobre un tablón
que hace las veces de silla.
—Tiene razón el comandante —interviene el subcomandante Pedro—. Al
gobierno no le importa que los indios mueran, para ellos no existimos. Debemos
seguir luchando, resistir. No dejaremos de hacer escuelas, casas de salud.
Saber leer y escribir debe dejar de ser un privilegio y convertirse en un
derecho. Hoy despedimos al padre Camilo, un hombre que dio su vida por
nosotros. Nos enseñó la verdadera palabra de Dios. Cambió la sotana por el fusil.
Ojalá la guerra termine pronto, pero para que haya paz debemos luchar.
—La sangre derramada se convertirá en la semilla de la paz y de la
justicia —interviene nuevamente el comandante Manuel—. Se despide el día de hoy
uno de los mejores hombres que estás tierras han dado. No debió morir, pero el gobierno
no hace excepciones, asesina lo mismo a niños que a mujeres y a hombres buenos.
Quieren seguir teniendo nuestras tierras, nuestras vidas, nuestra esperanza.
Nada de llantos, únicamente lucha. Camilo quería que a su partida no
recordáramos su edad, tenía los años de todos. ¡Que resuenen los violines!, hoy
es día de fiesta, porque nuestro hermano ha ascendido al cielo. ¡Vengaremos su
muerte! A partir de hoy el campamento se llamará fray Camilo.
Los indígenas arengan consignas y en conjunto con un viejo violín y una
guitarra se entona el himno guerrillero. Luego todo es fiesta. Los encapuchados
bailan y beben para despedir a sus muertos.
El comandante Manuel se aleja del grupo. Camilo era como su padre. Lo
acogió desde pequeño. Saca un cuaderno y escribe las palabras que el clérigo le
decía:
La vida de un indio es como una enredadera. Trepa por cada árbol de la
montaña. Cuando nace, como es indio, solo lo registran en un censo. Al paso del
tiempo, mientras crece, el gobierno nota que esa planta no es cualquier planta,
es una enredadera, que cautelosa, casi en silencio, trepa poco a poco por el
árbol de la dignidad, de la igualdad y el respeto. Empieza a ser peligroso,
peligroso para los intereses de los ricos, quienes colocan gobiernos y financian
grupos paramilitares para cortar de raíz la enredadera. Se le exige que regrese
al piso, junto a la hierva y las flores. El indio no acepta y es, entonces,
asesinado. Le quitan su tierra para que no nazca una nueva e inunde el lugar.
Lo que no saben es que por más que la aniquilen y le arranquen las raíces,
pequeñas ramas se mantienen en los árboles y tarde que temprano, nuevamente en
silencio, crecen y se defienden.
—¿Qué escribe comandante? —interrumpe una voz conocida. Es José, uno de
los niños del lugar.
—De las enredaderas —responde Manuel, quien recuerda que a esa edad
conoció a fray Camilo —. ¿Y tú qué haces? —revierte el encapuchado.
—Buscando a qué jugar.
—¿No será que quieres un dulce, un chocolate o de perdis un trozo de
piloncillo?
—No —responde José, notoriamente sonrojado—, pero ¿tienes?
—Sí, será tuyo con una condición: que me cuentes una historia.
—No sé ninguna —reconoce el niño resignado.
—Entonces no hay dulce.
—No, no, espera, te voy a decir un cuento que el doctor nos contó el
otro día.
El comandante se sienta sobre una piedra y se recarga en un árbol.
—Había una vez un hombre Robin Hood. Robaba a los ricos para darle a
los pobres. Era un zorro. Un rey muy malo no lo quería; el rey era un León.
Peleaba uno con el otro, aunque siempre ganaba Robin Hood. Yo creo que porque
era un zorro ¿no? —el comandante no dice nada, por lo que José continua—. El
zorro tenía un amigo, y era un oso. Un oso gordo y tragón. Robin y su amigo el
oso andaban por los caminos y robaban a los ricos, pero las personas que eran
también animales, los querían mucho. Y el oso era gordo y peludo y comía miel
y… y… y ya no me acuerdo —reconoce José—. ¿Tú sabes el final?
El comandante mueve la cabeza afirmativamente y continúa:
—El zorro era perseguido por el león debido a que el zorro defendía a
todos los animales del bosque, ya que no tenían que comer ni tenían dónde ir a
la escuela ni dónde trabajar. Debían pagar impuestos al león para que éste y
sus amigos, que todo tenían, vivieran bien. Para que el zorro y sus amigos
obedecieran contaba con un ejercito de feroces gorilas que se comían al animal
que desobedecía o se revelaba al rey león. El zorro peleaba para defender a los
animales. Tú cometiste un error en el cuento —dice Manuel al niño, y continua—.
El zorro no se llamaba Robin Hood, se llama Ejercito Popular y su amigo no es
un oso, es la gente de las montañas, tus papás, tus amigos, tú y yo. Lo
importante no es la historia, es el final: el Ejercito Popular, nosotros, vencemos
a los gorilas y al león. La gente vive en paz. Tu tienes cuadernos para la
escuela y medicinas y comida y juguetes y éste dulce —en ese momento concluye
el comandante y saca de su chaqueta un puño de dulces que entrega a José. El
niño no dice nada, los toma y se aleja corriendo.
—¡Comandante!, la mujer del gobernador está en el campamento, como lo
ordenó —informa Ruperto, ofreciendo un saludo militar.
—¿Todo salió bien?
—Sí comandante.
Sin agregar otra palabra ambos caminan hasta una de las chozas del
campamento.
La mujer está sentada sobre una silla de madera. Mantiene los ojos
cubiertos, no obstante, en las mejillas se advierten lagrimas que han secado.
Sus muñecas se encuentran sujetas con cinta adhesiva.
—Qué tal señora —“saluda” el comandante.
—¡Imbéciles!, ¡se pasaron de la raya! —grita la mujer, sin poder ver a
su interlocutor.
—Tranquilícese. No le haremos daño. Se encuentra aquí para presionar al
gobierno y se libere a nuestros compañeros. Seguramente está enterada de que su
esposo dio la orden para que los indígenas fueran asesinados, los que se
salvaron están en la cárcel —dice Manuel. La mujer no escucha, sigue gritando e
intenta liberar sus manos.
—Mi esposo es una buena persona. También es indio como ustedes, solo
que es civilizado, estudió y no secuestra mujeres como lo hacen ustedes,
¡cobardes! —responde contundente la mujer.
—Hemos elegido la lucha armada porque no nos dejaron otra opción.
Intentamos dialogar, buscamos acercarnos a la ley y nada funcionó. Mientras
ustedes y sus hijos estudian en las mejores escuelas, viven en las mejores
casas, acuden a los mejores hospitales, comen lo mejor, nosotros carecemos de
todo. Escuche bien señora, porque además quiero que se lo repita a su esposo:
los indígenas no permitiremos un atropello más. Lucharemos para defender
nuestros derechos, jamás permitiremos ser tratados como personas de quinta.
Nunca más lloraremos cuando un paramilitar nos asesine.
—¿Cómo se atreve a hablar de asesinos? Ustedes llevan años implantando
terror, evitan el progreso. Les juro que Dios los castigará.
—No hable de Dios, si existe, castigará a personas como su esposo. A la
gente que como él abuza del poder y ven a los indios como un estorbo a sus
intereses comerciales.
—No blasfeme, ¡idiota! Dios me protegerá, también a mi esposo. Jamás
Dios estará del lado de un bandido.
—No voy a seguir discutiendo con usted, quería que estuviera tranquila
porque no le pasará nada mientras se encuentre con nosotros. Pronto estará de
vuelta en su casa. Solo una cosa más: su esposo ordenó matar a uno de los
mejores hombres que han conocido estas tierras, eso no se lo perdonaré.
La mujer no dice nada y el comandante Manuel abandona la choza.
—A
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sí es señor licenciado, si quiere volver a ver a su esposa tendrá que
liberar a los indígenas presos y entregarnos cien mil dólares, tiene
veinticuatro horas o le enviaremos el cuerpo de su esposa —dice una voz de
varón al gobernador a través de la bocina del teléfono.
—No le hagan daño. Inmediatamente daré la orden para que sean
liberados. ¡Les juro que les costará muy caro! —responde el licenciado Ponce,
quien cuelga el teléfono y ordena a su secretario cumpla con la petición de los
secuestradores.
Junto al gobernador se encuentran los jefes del ejército y de la
policía, quienes logran rastrear el origen de la llamada. Proviene de un
teléfono público justo frente a las instalaciones del palacio de gobierno.
Detienen a todas las personas que se encuentran en los alrededores.
En un lujoso salón el gobernador suplica al señor presidente que dé la
orden de que el operativo que se diseña sea cuidadoso, que prioricen la vida de
su esposa, con quien se casó el licenciado Ponce en Estados Unidos. Estudiaron
juntos en Harvard, lugar donde Socorro, nombre de su consorte e hija de un
eminente político mexicano, se enamoró fervientemente de aquel brillante
estudiante de economía.
El nuevo gobernador no tenía un origen acomodado, no obstante, los
padres de Socorro dieron el visto bueno al matrimonio, dado el talento y futuro
halagador del egresado de Harvard, pero, sobre todo, su estrecho vínculo con su
padrino el señor cardenal, quien influía fuertemente en el Vaticano y en las
esferas políticas y económicas del país.
El talento del egresado de economía pronto lo colocó como líder de los
jóvenes del PRI. Luego presidente nacional y hoy gobernador de Guerrero, por el
PAN.
El joven político no comprende el actuar de los indígenas. Él mismo
proviene de las montañas y sería incapaz de secuestrar a alguien, y menos a una
mujer.
—Es el momento de tomar una definición —dice tajante el secretario de
la defensa nacional—. No podemos permitir los actos de terrorismo. El señor
presidente no justifica, bajo ninguna circunstancia, el incumplimiento de la
ley, menos por unos indios. Ser indio no es sinónimo de impunidad. Es la
oportunidad de tomar las montañas y exterminar, de una vez y para siempre, los
grupos guerrilleros que han causado tanto problema al país. Quiero tener frente
a mí al tal comandante Manuel para dispararle en la frente —concluye el
militar, al tiempo que desenfunda su pistola y con la mano derecha apunta al
piso.
—Estoy de acuerdo —secunda el secretario de gobernación—. Llevamos más
de treinta años luchando incansablemente contra los guerrilleros y este, parece
ser, el momento adecuado para terminar con ellos. Tenemos los informes, mapas,
datos, que los grupos de inteligencia han obtenido, únicamente esperamos la
orden del señor presidente y en unas cuantas horas no habrá ningún rebelde en las
montañas.
El gobernado interviene:
—Estoy convencido que las diferencias se resuelven dialogando no
asesinando. Piensen, por favor, que los rebeldes tienen a mi esposa, primero
liberémosla y luego tomen la decisión que mejor les parezca. Solo no olviden
que los indios desde siempre han sido marginados, que no luchan injustamente.
Con eso no quiero decir que justifico la violencia, ¡no!, quien incumple la ley
debe recibir su castigo, pero para eso están las prisiones no los panteones.
Los presentes acuerdan poner a salvo a la primera dama del Estado y
luego se decidirá qué hacer con los rebeldes.
C
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omo parte del pacto, los rebeldes son liberados. Todos son miembros del
Ejercito Popular Revolucionario. Los cien mil dólares están ya en manos del
gobernador. Serán entregados esta tarde, el lugar: una zona neutral, no será en
una oficina gubernamental ni en territorio de los guerrilleros. Así se
garantiza la seguridad de ambas partes.
El comandante Manuel puso como condición para liberar a su esposa, que
el gobernador entregara personalmente el dinero. El licenciado Ponce lo
desconoce, pero también personalmente el comandante será quien lo reciba.
El sistema de inteligencia del gobierno Federal sabe que será el
comandante Manuel quien acuda a la cita y recepcione el numerario. No se lo
dicen al gobernador, es innecesario, saben que se opone al uso de la violencia,
que prioriza la vida de su esposa, a quienes los rebeldes han amenazado con
asesinar si sus condiciones no son cumplidas.
Un sin número de militares son repartidos por el lugar donde se
realizará el intercambio del dinero por la rehén. También son muchos los
guerrilleros que ocupan sus puestos para no ser sorprendidos. Se confunden con
los pobladores.
Una ostentosa camioneta blindada llega y de ella desciende el señor
gobernador. Ingresa al inmueble para esperar el arribo del comandante Manuel.
Eso no ocurre, el guerrillero se apersonó minutos antes.
El enigmático jefe rebelde está sentado tras una mesa vacía. Sus
cartucheras le cruzan el pecho, un paliacate le cubre el rostro y al cincho
muestra un arma semiautomática. Aún así, su interlocutor observa el color
moreno que tiñe la piel del encapuchado.
El gobernador al ingresar titubea, por unos segundos intenta abandonar
esa locura. No lo hace. Mira a los ojos al comandante.
Dos de los principales protagonistas de estos tiempos están cara a
cara, con todo y sus paradojas en relación a la visión del país y la forma de
que las cosas mejoren.
El licenciado Ponce coloca el portafolio que porta en su mano derecha
sobre el piso. Dice:
—Aquí está el dinero, ¿dónde está mi esposa? —quiere que el asunto
termine lo más rápido posible.
El comandante Manuel apenas levanta los ojos y responde:
—Cuando los indígenas dejen de morir de enfermedades curables, cando
tengan escuelas, cuando no haya corrupción, cuando la impunidad quede en el
pasado, entonces verá a su esposa.
—Déjate de ironías. A mí no me puedes decir cómo se vive en las
montañas. Yo nací en ellas. También tuve carencias, no obstante, creo en las
instituciones, en la ciencia, en la bondad del hombre. Detesto la violencia.
—Si dice haber nacido en las montañas, bien sabe que lo único que el
estomago prueba es saliva, además de la indignación y la impotencia que se
genera cuando los ojos ven cómo los militares arremeten contra tu familia,
aniquilan tu comunidad.
—¡No me vengas con sentimentalismos! Sólo quiero saber cuándo estará de
vuelta mi esposa. ¡Yo he cumplido mi parte, aquí está el dinero, ordena que tus
hombres la liberen! —dice el gobernador al tiempo en que se acerca a la puerta
para dejar la habitación.
—Tenga paciencia, pronto la verá. Los indios no mentimos, tenemos
palabra, esa no nos la han podido robar.
—¡Yo también soy indio y no me cubro el rostro!, ¡no soy un cobarde! ¡No
mato a nadie!, ¡no secuestro mujeres indefensas!
—Tiene razón su esposa, es usted muy bueno. Lástima que estudió en una
de las universidades más exclusivas del extranjero. Que no lo hizo en las
escuelas de la montaña. Que no vio que carecen de salones, de sillas, de
maestros —agrega irónico Manuel.
—Te equivocas, nuevamente. Solo ratifico mi opinión de ustedes: son una
bola de subversivos, de tipos que no contribuyen con el desarrollo de las
personas a las que dicen defender. Yo estudié muchos años en una escuela rural.
Tampoco había paredes, la maestra enseñaba junto con los sacerdotes, quienes,
dicho sea de paso, eran amigos de gente como tú, de guerrilleros y de
narcotraficantes. No obstante, no elegí la vía armada, por el contrario, opté por
el respeto al estado de derecho, a las leyes, a las instituciones.
Manuel no responde. El gobernador suena convencido de lo que sostiene.
—Si se jacta de ser un indio debería comprendernos. Debería parar a sus
tropas para que dejen de asesinar a nuestros hermanos. Si de veras es un
indígena sabe que entre nosotros los valores son imprescindibles, que la vida
de nuestros hermanos es como la propia. Si fuera indio no ordenaría la
militarización de las montañas. Pugnaría para que cada vida fuera respetada. Sabría,
sin lugar a dudas, que los indígenas no pedimos privilegios, no mendigamos
favores, luchamos por la dignidad, por recibir un trato justo, por no ser
asesinados. ¿Eso es difícil de entender? Si se es indio no, si vio cómo un
militar asesinó a su madre inerme, cuando ésta reza frente a una imagen de
Jesucristo. Junto a ella murieron niños que no tenían culpa alguna. El mismo
día la comunidad donde estaba todo lo que amaba desapareció. Así se puede saber
la vida en las montañas, así no hay duda de qué es ser indio. ¿Le interesaría
saber quién era aquel niño? —el comandante guarda silencio, y por vez primera
se ve desencajado, fuera de control—. Yo soy ese niño —continúa—. Soy quien vio
morir a su madre sin razón alguna. Vi sangrar su rebozo y su cuerpo yacer sobre
la tierra. Intenté recoger sus cenizas, y no me fue posible, se habían mezclado
con las de los cerdos.
Cuando el comandante concluye el gobernador abre los ojos más de lo
acostumbrado. Un repentino escalofrío le cubre el cuerpo.
—¿Emiliano? —pregunta.
Manuel queda estupefacto.
—Soy el comandante Manuel y puede retirarse, nuestra charla ha
concluido. Pronto verá a su esposa.
La intensión de Manuel es rescatar del pasado los recuerdos. No lo
logra. El licenciado Ponce vive una encrucijada, por un lado está frente al
peor enemigo de un gobernador: un guerrillero que le declaró la guerra al
gobierno, que idolatran los indios, un Robin Hood moderno, un chucho el roto,
un libertario, y, por otro lado, el rostro tras el paliacate es el de su amigo,
quien durante su infancia se convirtió en su hermano.
—¿Eres Emiliano, no es así? —insiste el gobernador.
El comandante no sabe qué decir. Efectivamente su verdadero nombre no
es Manuel. Pero ¿cómo lo sabe el gobernador? Para no caer en la trampa indica
al político que se marche. No lo hace, se acerca a Manuel y continúa:
—Se que te sorprende lo que pregunto, pero estoy sintiendo lo mismo. No
imaginé que podría pasar esto. Estoy frente a Emiliano, mi amigo; de aquel niño
que no se cansó de leer la vida de Zapata y de Villa, ¿o crees que olvidé el
morral con el dinero y los libros?
Entonces el comandante comprende lo que ocurre.
—¿Doroteo? —dice al aire.
—Sí, el mismo —responde el reluciente nobel gobernador.
Nadie agrega más. Quedan en silencio con la cabeza revuelta. Por un
momento Manuel duda de la sinceridad del hombre frente a él. De quien dice ser
su amigo. El pastor con el que caminó hasta donde los hombres de la camioneta
los llevaron con el padre Gallo.
Ambos tienen ganas de regalarse un abrazo. En el caso de que el
gobernador fuera efectivamente Doroteo y el comandante Emiliano.
—¿No murieron tus padres? —pregunta el comandante.
—No.
—Entonces, ¿de dónde el apellido Ponce?
—Es una historia larga. Cuando aquel día dejaste el convento junto con fray
Camilo, fray Gustavo no me dejó acompañarlos. Se lo rogué y no lo convencí. Argumentó
que mi sitio no era en las montañas, que debía seguir estudiando. Lloré durante
meses por tu ausencia. Hasta que fray Gustavo fue removido a la Ciudad de
México. Me llevó con él. Me inscribió en una de las mejores preparatorias
privadas del país. Al concluir, por mi buen desempeño, me envió a Estados
Unidos. Poco después Gustavo fue nombrado Cardenal y gracias a su relación con
los políticos del país, concluido el doctorado me hizo volver para formar parte
de una campaña electoral. El candidato y amigo del reciente Cardenal fue
postulado por el PRI y ganó las elecciones presidenciales, me prometieron ser
el próximo gobernador. Para ingresar a la preparatoria y luego a la
licenciatura se requería de un “nombre”. La SEP no consentía a un simple
Doroteo. Gustavo arregló todo, desde entonces soy Doroteo Ponce. Como vez, mi
vida no tiene nada de turbia. Tuve suerte y lo agradezco. Ahora los principios
y los ideales los puedo materializar con quien más lo necesita, con los
nuestros.
—¿Cuáles principios, cuáles ideales? Ser parte del sistema de poder no
te hace diferente a ellos, te convierte en cómplice. Según supe te eligieron
candidato a gobernador por ser un tipo tibio, manipulable, útil al sistema.
—Es cierto. Pero en la política sin esas características no
trasciendes. Jamás aspirarías a posiciones importantes.
—Precisamente por eso las personas como tú se corrompen, porque aceptan
las reglas, sus reglas. Lo que los convierte en traidores. Francamente lo
lamento, de niño eras sensible, noble, inteligente, sentías compasión por los
demás, sabías amar.
—Nuevamente te equivocas Emiliano. ¿Acaso crees que eres tú el único
que dice la verdad? Como reconozco que leíste hasta saciarte a Zapata y a
Villa, yo hice lo mismo con Lázaro Cárdenas, aprendí y por eso aspiré a
alcanzar el poder, y desde aquí, cambiar la situación de nuestro pueblo, al que
no he olvidado. Aún en mi olfato permanece el olor a podredumbre de los cuerpos
lamidos por los perros; los gritos de agonía de mujeres, viejos y niños; la
mano fría de los amigos fenecidos. El camino que elegiste, por influencia de
Camilo, no es el único ni el adecuado. He aprendido y creo firmemente que lo
mejor es actuar dentro del marco legal, eso garantiza el pacto social a través
del orden y la paz.
—¡¿Te escuchas?! ¡Ya hasta hablas como lo que eres: un tecnócrata!
—dice Manuel irónico—. Tal vez has olvidado cuando vimos a los soldados
destruir nuestras comunidades, ¿no recuerdas cómo bajaba la gente por las
montañas rezando y en un petate enredaban el cuerpo del niño al que mató la
calentura?, quién murió por culpa de ustedes los políticos, que prefieren
robarse el dinero que pagar un pasante en medicina que pueda atender a los
indios. Ustedes hacen las leyes y ponen lo que les favorece. Defienden el
estado de derecho porque les es conveniente. Al aire que respiran es la
corupción y su alimento la impunidad. Que yo sepa ninguno de ustedes está en la
cárcel por defraudar al pueblo que los eligió. Sus finanzas están sanas, sus
propiedades siguen creciendo y su siguiente puesto lo tienen garantizado, mientras
en las montañas sus soldados asesinan a mansalva.
—¡Jamás he ordenado que se tire un solo disparo en la montaña, y menos
en contra de un indígena! Mi primer mandato como gobernador fue que nos
acercáramos a ustedes, que a través del dialogo se resolviera el conflicto.
—¿Ahora desconoces la historia de este país, o en Harvard no les
enseñaron que la negociación es una de las herramientas que utiliza el gobierno
mexicano para mentir? Con una mano piden una mesa de diálogo y con la otra
militarizan las montañas.
—Eso no lo pretendo, mis intensiones son honestas.
—Con buenas intensiones no se cambia el mundo. Para hacerlo hay que
trabajar fuerte, organizarse, estudiar, pasar hambre. ¿Qué me puedes decir
ahora de eso tú? ¿Acaso no comes manjares, utilizas vajilla de plata y tomas
champaña en copas de cristal cortado? ¿Cuántos escoltas están a tu cuidado,
para evitar que alguno de los múltiples enemigos que tienes te maten? ¿Por
cierto, a qué hora entran para asesinarme? ¿En qué momento das la orden?
—¡Eres testarudo!, bien lo sé. No te preocupes, vine solo. Me importa
la vida de mi esposa. No sé como te atreves a decir que defiendes la justicia y
tienes secuestrada a mi mujer. Eso es cobarde, no es de hombres.
—No le haríamos daño ni a tu esposa ni a cualquier persona, menos a una
mujer. No es nuestra costumbre matar. Lo hacemos solo para defendernos. No
somos como ustedes que desaparecen a quien les estorba. Tu esposa está bien y
pronto la verás, te lo aseguro.
—¿Cómo puedo confiar en ti, si tú mismo no crees lo que yo te digo?
—Es muy sencillo: yo defiendo el ideal de la gente, de nuestro pueblo,
de los indígenas de los que formamos parte, en cambio tú defiendes los
intereses que te dictan desde los Pinos y desde Washington, que mandatan los
empresarios.
—Personas como tú se creen poseedoras de la verdad absoluta. Que saben
el camino para el cambio y que todos los que no hagan ni piensen como ustedes
son enemigos del país. La violencia no es el cambio, la historia que dices
conocer nos lo ha mostrado, ¿o dime quienes murieron en la independencia y en
la revolución? ¿Las cosas cambiaron? ¿Hay menos pobres? Cuando niño quería ser
como el comandante Eufrosino, como fray Camilo, pero crecí y aprendí que la
lucha armada no es suficiente mientras no haya organización. No están dadas las
condiciones para una revolución.
—¡No hay duda, te has convertido en uno de ellos! Ya no recuerdas
cuando los soldados, por mandato de políticos como tú, asesinaban a nuestra
gente. Eso entonces te parecía grave ¿ahora es diferente? ¿Ahora ves las cosas de
otro modo? ¿Los muertos ya no son iguales?
—¡No! Las cosas continúan siendo difíciles, pero con plomo no se
resolverán. Debemos trabajar, y hacerlo juntos. Dentro de la ley. Dialoguemos.
Trabaja conmigo. Terminemos con años de guerra inútil.
—¿Guerra inútil? Ahora ya no te hace sentido gritar ¡basta! ¿Defender
nuestras vidas carece ya de justificación? ¿Ya olvidaste a tus padres? No los
pudiste enterrar. Debimos alejarnos para no ser asesinados. Nadie nos hizo
justicia. Los indios no son útiles ni para las estadísticas. Sirven únicamente
para dos cosas: para asesinarlos o justificar presupuesto con proyectos de
“ayuda”. En la montaña los narcotraficantes han hecho más por los indios que
los políticos. Los guerrilleros educamos y curamos a los niños y adultos porque
a los políticos no les importan. ¿También olvidaste eso?
—Aun recuerdo la solidaridad del padre Gallo, de fray Camilo y desde
luego, de fray Gustavo. Sin ellos tal vez hubiéramos muerto de hambre, o quizás
de una calentura. No he olvidado cuando la calentura estuvo cerca de matarte.
Fue gracias a la ayuda de los religiosos que salvaste la vida y desde luego,
que también yo sobreviviera. ¿Por qué no aprovechamos que estoy en el gobierno
para mejorar las cosas, para trabajar para, y, con los indios?
—Todo es demagogia. ¿Crees que ignoro que tú no tomas las decisiones?
Sé que te mandan desde los Pinos y Estados Unidos. No nos engañemos, de aquel
niño, de mi hermano Doroteo, ya no queda nada. Lástima haberte encontrado en
estas condiciones. Siempre quise creer que permanecías en tu trinchera luchando
por los indios.
—¡No estoy mintiendo! Sinceramente creo que las cosas pueden cambiar
desde la política, desde el estado de derecho. Muestra de ello es esta reunión.
Me propusieron aniquilarte, junto con los tuyos y me negué. No lo acepté porque
sin saber qué eras tú siempre se debe priorizar la vida y el dialogo. Cuando me
refiero a la vida hablo de la de mi esposa, principalmente, y luego la de tu
gente, de nuestros indios. Lo que he dicho no es para que lo creas, no necesito
de tu autorización para tener una forma de pensar. Me da gusto saber de ti,
haberte encontrado, no obstante, si no aceptan el dialogo seremos enemigos
porque no creo en la violencia. Sigue abierta la invitación para dialogar y
para trabajar juntos en un Estado diferente. No desperdicies la oportunidad de
lograr la paz.
—No me conmueves ni me convences. Reconozco que aprendiste bien tus
lecciones. Suenas a político y te comportas como uno. Yo no defiendo sexenios
ni leyes, lucho por personas a quienes han robado su identidad. No hay nada más
que decir. Lamento no haber encontrado a mi amigo. Tus zapatos y tu reloj valen
más que la casa de la mayoría de los nuestros. No se parecen nada a los huaraches
que nos regalaron los frailes. Es seguro que la próxima vez que nos encontremos
será para ver quién asesina al otro. Pronto verás a tu esposa, te lo aseguro.
Así concluye el comandante, regresando a la silla en que antes se
encontraba. El licenciado Ponce desiste de sus recuerdos, prefiere indagar en
relación a las condiciones de su esposa. El comandante da respuesta a todas las
interrogantes formuladas.
Sin saberlo, y sin imaginarlo, fuera de aquella habitación, los altos
mandos del país se impacientan con la espera. Desconocen lo que adentro ocurre.
El licenciado Ponce se negó portar cámaras o micrófonos y por ello, ahora nadie
imagina lo que está pasando.
El secretario de la defensa nacional recibe un llamado del señor
presidente y da la orden de exterminar a los rebeldes. No obstante de ser
informado de que la vida de la esposa del gobernador está en juego, la decisión
ha sido tomada.
El secretario hace lo propio con sus subordinados y pronto el almirante
en Chilpancingo ordena cumplir el mandato jerárquico. Se dezplazaron
suficientes elementos alrededor de las montañas para, de ser necesario, no
dejar a ningún guerrillero vivo, y hacerlo rápidamente.
La noche está por cubrir el cielo y ese es el mejor escenario para la
impunidad. La tecnología, al servicio de la violencia, en poco tiempo da origen
a un aniquilamiento desproporcional entre las fuerzas armadas del país y los
indios de las montañas.
Más de veinte disparos se incrustan en el cuerpo del comandante Manuel
y de la gente que a su lado intenta protegerlo. Manuel o Emiliano, recuerda por
última vez, el cuerpo de Jesucristo clavado sobre la cruz.
Los militares no cuentan con la presencia de guerrilleros, así que
aquello se convierte en fuego cruzado. Durante el operativo uno de los primeros
en morir es el gobernador, el eminente licenciado Ponce, quien antes de perder
la conciencia siente el beso de su esposa sobre su frente. Los rebeldes que salvaron
la vida son tomados presos y conducidos a prisión.
Lo mismo ocurre en las montañas. Cuerpos de mujeres, niños y ancianos,
yacen junto al de los encapuchados. Un militar localiza el cuerpo de la esposa
del licenciado Ponce, sin vida, con un disparo en la frente.
El presidente felicita a sus tropas por la limpieza y efectividad del
operativo. El país está listo para ingresar al primer mundo, aunque eso
represente únicamente contraer una deuda que pagarán varias generaciones. Ya no
hay guerrilleros que manchen a México frente al mundo. Hay paz social y
libertad.
III
C
|
uando los disparos cesan, un niño aparece en la desolada comunidad. Ha
quedado huérfano y en su memoria se incrusta el recuerdo de militares
disparando en contra de su madre desarmada. Su papá lo toma de la mano y lo
coloca detrás de una roca. Le asegura que todo estará bien, que Dios lo
cuidará. Otra ráfaga termina también con la vida de aquel hombre a quien su
primogénito ve caer sobre la tierra que antes su padre cuidaba.
Lo que en siglos fue consolidado, en algunas horas desaparece. Las
chozas arden y los perros lamen la sangre que escurre de los cuerpos.
Detrás de la roca el niño tiembla sin poder abrir los ojos. Finalmente
decide incorporarse. Camina sobre cuerpos inertes y al final ve el rostro de su
madre cubierto de purpura. La arrastra hasta quedar junto al cuerpo de su
padre. Enlaza sus manos y mira al cielo suplicándole a Dios que los lleve
consigo, a su derecha.
Aquel niño camina sin dirección. Encuentra un morral con fotografías,
una de ellas con un sujeto encapuchado, es el comandante Manuel. Él no lo sabe,
porque nunca aprendió a leer, pero detrás del retrato una leyenda lo sentencia:
“Comandante Manuel”.
Dentro del morral, también está una libreta, el pequeño la ojea, su
analfabetismo no le permite saber que allí se encuentra escrito lo siguiente:
H
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an pasado los años desde que dejé el convento. De la mano de fray
Camilo conocí de cerca la realidad por la que lucharon Villa y Zapata. Sus
causas siguen intactas: pobreza, marginación, violencia, impunidad y corrupción
no han sido erradicados de un país que aún se encuentra herido de muerte.
Desconocía lo que en las montañas sería mi vida. Las montañas en donde
fueron asesinados mis seres queridos, me cubrieron de afecto y me permitieron
aprender a leer y a escribir; que, a la larga, entonces, sin saberlo, me
permitieron alejarme de las estadísticas de un indígena más asesinado y me
convirtieron en un joven que pensaba y no le gustaba lo que veía a su alrededor;
sabía cuestionar y defender sus derechos.
Todo lo adquirido fue de la mano de fray Camilo. Desde que dejamos el
convento no cesó en su trabajo de liberación,
como él decía.
Gracias a sus enseñanzas y a los hermanos indígenas con los que conviví
en las montañas, conocí la educación, la solidaridad, los valores, la ética, la
posibilidad de cambiar al mundo sin necesitar de autoridades o de otros.
En cada poblado, pequeño o grande, fray Camilo organizó una red de grupos
comunitarios. Formó catequistas que integraban a la vez parte del
Ejercito Popular, al que me inserté una vez que mi formación concluyó.
Fray Camilo fue expulsado de la iglesia y entonces trabajó de tiempo
completo con los pobres de las montañas. Gracias a su ayuda pude ingresar a la
Universidad. Viajé a la Ciudad de México y concluí la licenciatura en Trabajo
Social en la UNAM. Una vez que egresé, regresé a las montañas y me puse a las
órdenes del comandante Eufrosino: tipo ejemplar, coherente, inteligente y ético
como ninguno. Tenía claridad de sus ideas y objetivos. Jamás dudaba y leía todo
el tiempo.
En la universidad conocí diversas personas, principalmente lideres
estudiantiles con quienes compartíamos la juventud y pasión por construir un
mundo más justo. También conocí a aquellos que se decían de izquierda,
recitaban de memoria a Marx, a Fidel Castro, al “Che”, a Mao, a Durkheim, a
Foucault, criticaban al gobierno, pero bebían coca-cola y vestían ropa de marca. Formaban parte de un partido
político y vivían del presupuesto.
Las aulas me acercaron a la “praxis” que planteó Marx y retomó Paulo
Freire. Comprendí que la teoría sin la práctica es estéril y viceversa.
Para el comandante Eufrosino la universidad pública tiene el deber de
formar profesionistas que se incorporen y sirvan a la sociedad que los necesita,
que, costeó sus estudios. Que en México el proceso es al revés: las clases
populares que logran ingresar a la universidad lejos de convertirse en promotores
de cambio social del grupo al que pertenecen, se convierten en la clase media
que como principal objetivo es el consumo, y anhela la forma de vida de los
ricos, a la que intenta acceder. Cada año de las universidades públicas egresan
médicos, abogados, sociólogos, ingenieros, veterinarios, etcétera, y no
obstante, siguen muriendo de enfermedades curables las personas, sigue habiendo
injusticia en la aplicación de la ley, edificios caen durante un sismo, vacas
dejan de producir leche por extrañas enfermedades.
En las montañas era a Eufrosino a quien más se respetaba, lo que decía
era casi un mandato. Persuadía cuando habla, por su claridad y ejemplo. Las
comunidades lo protegían como hacen con sus Dioses.
De grandes los niños querían ser como él. Juntos fuimos a Nicaragua.
Conocimos de cerca el trabajo de las FSLN y aprendimos aspectos militares, de
organización y financieros.
La mayoría de los indios de la zona nos apoyaba. Quien no formaba parte
formal del ejercito nos protegía. La inteligencia de fray Camilo mediatizó el
conflicto y no tardó en llegar apoyo internacional de todo tipo: dinero, armas,
alimentos, gente que trabajaba de la mano de los sublevados.
De casi todo el país llegaron a las montañas maestros y estudiantes de
diversas universidades públicas. Teníamos médicos, psicólogos, abogados,
antropólogos, pedagogos, veterinarios, sociólogos, politólogos, entre otros. No
importaba la profesión, cada uno de nosotros mantenía una idea homogénea y
compartida: arriesgar la vida, o perderla si era necesario, defendiendo la
dignidad.
Los programas que el gobierno otorgaba a los campesinos fueron
utilizados para la compra de armas y alimentos. Quien tenía vendió a su vaca
para comprar un fusil. Un M1 costaba el precio de tres vacas.
Dos tipos de miembros integraban el ejercito: los insurgentes y los
milicianos. Los primeros éramos militares de tiempo completo, y, los segundos,
la base social, que no solo tiene la misma importancia, además, es quien
protege y sostiene a los insurgentes.
La decisión se tomó. La guerra inevitablemente iniciaría.
Durante las primeras horas muchos de nuestros compañeros murieron. Mientras
el ejercito mexicano contaba con equipos modernos y militares capacitados, muchos
de nuestros indios con carabinas 30-30 que heredaron de sus abuelos,
resistieron heroicos. La lucha se convirtió en represión contra dignidad.
La confrontación directa duró muy poco. La fortaleza del Estado logró
replegarnos y entonces, nuestra táctica fue la guerra de guerrillas, que
replicamos del ejemplo cubano.
También aprovechamos las redes sociales que el propio capitalismo había
consolidado y en el mundo se veía con buenos ojos nuestro levantamiento.
Jóvenes que anhelaban una razón para pensar que era posible trasformar el mundo,
llegaron a las montañas y fungieron como escudo dada la bienvenida que les
dimos.
Los intelectuales, partidos políticos y empresarios manifestaron su
posición y sus intereses: nos tacharon de “enemigos del desarrollo”,
“terroristas”, “radicales”, etcétera.
En medios de comunicación había espacio para que el presidente de la
república adjetivara nuestro movimiento. Las columnas en los periódicos y
revistas eran de descrédito para la revolución, los intelectuales no deseaban
perder sus privilegios. Los más ricos del país, que, dicho sea de paso, son los
menos, veían en el levantamiento un riesgo para las inversiones y el desarrollo
económico del país.
Los empresarios financiaban a la iglesia y demás grupos de derecha para
desprestigiarnos. Nos tachaban de ser liderados por extranjeros. Principalmente
Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, en uno de los países con mayores
índices de pobreza.
Los partidos políticos de izquierda, principalmente, guardaron su
distancia y pidieron una de mesa dialogo. Eran conscientes que si nuestro
movimiento triunfaba ellos también dejarían de vivir del dinero de todos los
mexicanos; que no financia únicamente a los partidos políticos, sino también a
sus familias y allegados. Argumentaban que las causas eran justas pero la
violencia no era el medio para solucionarlo, que todo debía ser a través de las
instituciones. El PRD olvidaba que por pensar así asesinaron a sus fundadores
en la noche de Tlatelolco de 1968 y a sus correlacionarios en las elecciones de
1985.
La sociedad civil se organizó y exigió al gobierno la paz. Salieron a
las calles, tomaron las plazas, dieron vida a las universidades con mensajes de
dignidad y de justicia.
Pese a ese escenario, la dignidad había sido recuperada en las
montañas. Ahora teníamos memoria y habíamos trabajado para consolidar una mejor
sociedad, con o sin guerra. Habíamos construido escuelas, teníamos trabajo y no
dependíamos de las migajas que el gobierno daba. Los municipios autónomos
fueron autogestivos y las balas pasaron a segundo término; las usaríamos solo
para defendernos si era necesario, pero ahora teníamos de nuestro lado la mejor
de las herramientas para el desarrollo humano, y no económico, la educación.
Cada municipio autónomo decidía la forma de organizarse. No había
diputados ni senadores. Nadie mandaba y nadie obedecía. Las decisiones se
tomaban en colectivo y todos las respetaban. Trabajábamos en conjunto y por el
bien común. En las montañas desapareció la plusvalía y demás conceptos que Marx
estudió para erradicarlos.
Lamenté profundamente la muerte de Eufrosino y de fray Camilo; con
ellos se fue parte de mi espíritu, de mi alma.
Las cosas en la montaña han cambiado. Hombres y mujeres levantan su
mirada y tienen sueños; los niños saben leer y no mueren de calentura. Jesucristo
continúa crucificado y observando, a la derecha de su padre, a sus “hermanos”
estúpidos que se matan entre s
í, por el interés provocado por el dinero.
í, por el interés provocado por el dinero.
Me hubiese gustado saber lo que ocurrió con mi amigo. Con Doroteo, con
quien me hermanó la miseria. Desde que nos separamos lo extraño. Deseo nos
regalemos un abrazo, quizás el último, tal vez el primero de muchos.
Cada que entraba a la iglesia de Chilpancingo, imaginaba que Doroteo lo
hacía a mi lado y, juntos, agradecíamos a Dios por haberme salvado de la
calentura.
El niño cierra la libreta, la regresa al morral, donde sin saberlo, aún
se encuentran dos libros y, en medio, muestran fotografías de dos hombres con
sombrero; intacta yace la navaja de Emeterio y el hilo que cruza el orificio
del anillo de cobre que el padre de Emiliano colocó en la mano de su madre
cuando le pidió matrimonio. De los tres billetes de Doroteo nunca se supo
nada.