LA FIRMA
DEL COMANDANTE
Victor Hugo González Rodríguez |
I
ESTABA
A PUNTO DE SALIR de la secundaria, mi madre insistía en que estudiara la
preparatoria en el mismo lugar en que estudió mi hermano, la verdad que no
quería ir a la prepa donde mi hermano fue, ahí hay puros ñoños y fresas, mi
ambiente es otro. A mi hermano se le subieron los humos desde que fue abogado, además, mi madre insistía en que yo
también fuera abogado, ¡otra tontería!, yo quería ser escritor, no abogado. Las
personas que estudian leyes son aquellas que pretenden sacar provecho de todos
y abusan de la necesidad y desesperación de la gente, mientras que los
escritores son sujetos que inventan, crean y tratan de enseñarle a sus lectores
lo positivo de la vida, bueno, los escritores optimistas, los pesimistas
escriben desgracias, tristeza, terror, pobreza, esos son peores que los
abogados.
Era el último día que tenía para
registrar la preparatoria de mi preferencia. Había dos opciones: la primera, la
prepa del pueblo, la de San Francisco, donde decía la gente, iban los más
aplicados y decentes del pueblo, a esa preparatoria fue mi hermano. La segunda,
era la de San Luis, "esa es la prepa donde van los burros", según
decía la gente, pero esa era la prepa donde David y Miguel estudiarían, y como
eran mis mejores amigos, por más berrinche
que hiciera mi madre, en esa pensaba inscribirme.
Con la decisión tomada, busqué mi acta
de nacimiento, un comprobante de domicilio y demás papeles que siempre que se
hace un trámite escolar se solicitan. Salí de mi casa y caminé rumbo a la
plaza, ¡no pensaba irme caminando!, así que en la plaza esperé que pasara
alguien en su camioneta, o “troca”
como dice la gente cuando se van de braceros.
Al observar el jardín, el quiosco y los árboles de naranjo que floreaban la
plaza que se encontraba en el centro del pueblo, me sentí orgulloso de haber
nacido y de vivir en ese lugar, que, aunque era pequeño "uno se
acostumbra", pensé, aunque después de media hora de mirar el parque y de que
nadie pasara con su camioneta, se agotó mi paciencia, y es que parece que
cuando uno más necesita a los cuates, o a la gente con camioneta, se los traga
la tierra, así que decidí irme caminando. En realidad, la prepa estaba a
veinticinco minutos a pie. San Luis es un ranchito
muy cercano a San Francisco, pero siempre es preferible evitar la caminata.
Salí del pueblo, antes de tomar la
vereda que me conducía a San Luis, observé que alguien montado en un burro me
alcanzaba, era don Arnulfo, el señor que tenía la parcela más lejana en San
Francisco. Era una parcela que estaba lejos pero que me encantaba visitar, y
más, cuando las chavas nos acompañaban. La parcela de don Arnul, como de cariño
le decíamos a don Arnulfo, era la única que tenía arroyo, y ahí podíamos nadar,
bailar y pasar un buen momento con las muchachas.
—Que
tal don Arnul, ¿va para la parcela?
—Sí
Carlos, ya es hora de trabajar.
—¿Cuándo
hacemos un paseo a su parcela?
—Cuando
quieras muchacho, ya sabes que la parcela es tuya.
—Ni
me diga eso, porque quiero invitar una amiguita que se me anda lanzando. ¡Ya
sabe que en su parcela el amor florece!
—Hay
muchacho, tú siempre con tus mujeres y tus palabras bonitas. Cuando seas grande,
serás todo un poeta y todo un Casanova.
Me
dio gusto escuchar las palabras de don Arnul, sabía que en el futuro sería
escritor, ¿Casanova? no entendí qué era eso. Seguimos caminando y conversando,
antes de llegar a San Luis, había un camino que se dirigía a la parcela de don
Arnul y otro que conducía a la prepa, me despedí, don Arnul le envió saludos a
mi madre.
Al
llegar a la prepa, una gran fila de personas esperaba para realizar su trámite.
¿No que aquí estudian los más burros?, ¡una de dos!, ¿o los jóvenes de San
Francisco son muy burros o supieron que yo entraría aquí y no quisieron
perderse mí compañía?, pensé.
Busqué
cómo evitar formarme y así, hacer el trámite rápido e irme a la plaza a tomarme
un jarrito.
Una
voz conocida me llamó:
—Carlos
¿qué onda? ¿Vas a meterte en esta prepa?
Volteé
y miré a David, quien ocupaba un lugar al frente de la fila. ¡Esta vez los
amigos si eran oportunos!
—¡Que
onda viejo! Tú también te meterás aquí —pregunté a David, fingiendo que no
sabía que estudiaría en esa prepa.
—Sí
¿Ya te había dicho? ¿no?
No
le respondí, únicamente moví la cabeza negativamente.
—Mi
mamá quiere que me meta a la prepa del pueblo, pero ahí estudian puros ñoños —dijo
David.
—Sí,
tienes razón. Mi mamá también quiere que entre a la otra, pero revolverme con
ese tipo de personas ¡ni loco!, y menos cuando seguramente estará ahí Cristina,
la buenota del pueblo, y con eso que
me despreció... ella se lo pierde —dije a David convencido.
—Sí
mano, la verdad que Cristina y sus amiguitos, sienten que nadie los merece,
nada más porque el papá de Cristina es el presidente municipal creen que pueden
hacer lo que quieran, pero espera que el papá de Miguel sea presidente y
entonces sí, se les acabó su fiesta —dijo David, más convencido que yo.
Después
de charlar algunos minutos, llegamos al salón donde el director de la prepa recibió
nuestros papeles y agradeció que prefiriéramos esa institución, después nos dio
un calendario donde marcaban la fecha de inicio de clases y nos entregó otros
documentos que ya no revisé.
Salimos
de la prepa y caminamos al pueblo, al llegar a la plaza fuimos a la tienda de
Ray, agarramos dos jarritos del
refrigerador y nos sentamos en la banqueta de enfrente.
—¿Contra
quién jugamos el domingo? —me preguntó David.
—No
sé, no he visto a Miguel para preguntarle. Creo que vamos contra los azulejos
de San Antonio.
—¡No
manches, a esos les traigo ganas!, ¿te acuerdas cuando nos ganaron la final
hace dos años?
—Sí.
La culpa fue del portero, no paraba nada.
—No
te creas, en ese tiempo los azulejos traían a un chavo que jugaba bien, dicen
que ahora juega en el América.
—Esos
son puros rumores, a mi me dijeron que se le rompió un tobillo y está pidiendo
limosna en la Ciudad. Ya sabes como es la gente.
—Quien
sabe, lo único cierto es que nos ganaron y que el chavo jugaba un chingo.
Nos
terminamos el jarrito. Pagó David y
nos despedimos. Quedamos de vernos a las siete en la banca de costumbre.
Llegué
a mi casa. Antes de darle la mala noticia a mi mamá respecto del asunto de la
prepa, decidí bañarme. Salí al patio para juntar algunos leños y hacer el fuego
para calentar el agua, me extrañó que mi madre no estuviera, ya eran las cuatro
y ella salía de trabajar a las dos, seguramente fue con doña Gorda, como le
decíamos en el pueblo a doña Lencha, a intercambiar chismes, pensé.
Calenté
el agua y busqué una jícara para bañarme, al terminar, revisé si mi madre había
llegado, pero no la encontré, así que me vestí y me recosté para dormir un
rato.
El
ruido de la puerta me despertó. Abrí los ojos y vi entrar a mi madre, le
pregunté ¿por qué a esa hora?, confesé que estaba preocupado por su tardanza.
La pregunta fue sincera, aunque tengo que reconocer que a todos nos causa
placer y nos sentimos adultos e importantes cuando quién pregunta y se preocupa
no son los padres, sino las personas a las que siempre regañan por llegar tarde
o hacer cualquier cosa indebida, total, esa ocasión quien preguntaba la razón
de la tardanza no fue mi madre, sino yo. Mi madre respondió:
—¡Uy
hijo!, tuve que quedarme en casa de don Manuel, él y su familia hicieron una
cena y como me iban a dar un dinerito extra, pues me quedé. Con lo que me
dieron te compraré los útiles que te pidan en la prepa.
Sentí
tristeza escuchar que mi madre tuviera que trabajar para que yo pudiera
estudiar, quería que pasara el tiempo rápido para regresarle lo mucho que hacía
por mí, y más que trabajaba con don Manuel, el viejo más avaro, mujeriego y
odioso del pueblo. Siempre juré que un día yo tendría su dinero.
También
sentí raro cuando mi madre dijo “tus útiles”, pensé que ya no era de primaria,
ahora son mis libros, mis cuadernos, ¡no mis útiles!
Miré
el reloj, las manecillas anunciaban las siete. Me despedí de mi madre, me dio
dinero para un jarrito e intenté
salir, antes de cruzar la puerta, preguntó:
—¿Cómo
te fue con lo de la prepa?
No
respondí, fingí no escuchar y me marché, preferí dejar la discusión para otro
día.
Al
llegar a la plaza vi a Miguel, a David y a Juan, en la banca que asegurábamos
el gobierno puso para nosotros. Me acerqué e inmediatamente Miguel dijo:
—Qué
pasó, otro poco y nos vamos sin ti.
—No
se entristezcan, ¡ya llegó por quien lloraban! ¿Adónde vamos? —les pregunté y
saludé a uno por uno.
Miguel
tenía en la mano un libro, el titulo rezaba: “Pasajes de la guerra revolucionaria”. Además del nombrecito raro,
en la portada del libro había un hombre con abundante barba, que tenía un
parecido con el papá de Miguel.
—Vamos
a la casa de Reina, llegaron unas de sus primas y dice David que están rebuenas —respondió Juan.
—Sí,
las vi en la tarde, fueron a las tortillas y me encontré a Reina, le dije que en
la noche íbamos, así que ¡vamos galán! —afirmó David.
—Esa
es una buena noticia, siempre uno se cansa de ver y besar a las mismas mujeres,
es justo un cambió ¿no? —dije, adoptando pose de galán de cine.
—¡Oí
a este! —dijo irónico Miguel— desde que Cristina no lo pela, ya hasta odia a
las mujeres de San Francisco, debería de hacerle caso a la Lupe, en vez de
estar diciendo tonterías.
—Si
güey, la Lupe está de buen ver y siempre te echa los perros, y tú, siempre de jotote —dijo David.
—No
es que ande de joto, es que la Lupe
me cae bien, pero así como para andar con ella, la verdad no me animo, es una
buena amiga —intenté defenderme.
–¡Buena
amiga! Tú eres un idiota, si yo tuviera la oportunidad de echármela, no lo
dudaría —declaró Juan.
—Pues
le voy a hablar bien de ti, para que tu sueño se cumpla.
—Lo
que debemos hacer, es ir con las primas de Reina —interrumpió David.
—Oigan
a este, ya le urge ver a su “reina” —dijo Miguel irónico.
—Sí.
Extraña el príncipe la lengüita de su hermosa reina. Vamos a su castillo, a ver
si no nos encontramos algún dragón o algo por el estilo —les dije para seguir
burlándonos del noviazgo de David. Caminé para que fuéramos a casa de Reina.
Al
llegar a la casa de Reina, David chifló y en algunos segundos Reina estaba
frente a nosotros. Antes de que Reina saliera, echamos un volado para decidir
quién se quedaría con sus primas, es que había sólo dos, así que uno de
nosotros sobraba. En el volado perdió Miguel, así que él tendría que echar
aguas por si alguien de nosotros la hacía con las primas de Reina. Además,
servía que leía su libro...
Después
de que Reina saludó a David, entró por sus primas, a quienes nos presentó. Rápidamente
Miguel fingió ir por unos chicles a la tienda y David se llevó a Reina. Juan y
yo nos quedamos con las primas, en dos minutos, cada quien estaba con la suya.
—¿Cómo
dijiste que te llamabas? —pregunté a la prima con la que yo estaba.
—No
me llamaba, me llamo —dijo la chica y continuó—, soy Leticia.
Su
comentario me pareció inteligente, me gustó mucho, sobre todo el nombre. Siempre
que veía en la televisión las telenovelas con mi mamá, las Leticias me llamaban la atención. Por lo menos eso sentí ese día.
—Y
tú dijiste que eres Carlos ¿no?
Moví
la cabeza afirmativamente, ahora me pareció más inteligente.
—¿De
dónde vienen? —ahora pregunté yo.
—De
la Ciudad de México.
—Dicen
que allá la vida es más rápida y que el cielo es gris por la contaminación.
—Sí,
eso dicen. Pero a todo se acostumbra uno.
—Pues
la verdad yo prefiero estar aquí —respondí, y tuve miedo que descubriera que el
comentario únicamente fue para justificar mi ignorancia respecto de la Ciudad.
—Sí,
yo también prefiero estar aquí.
Me
sentí tranquilo. Miré su boca, ¡es hermosa! —pensé.
—¿Y
cuánto tiempo estarán en San Francisco?
—Todas
las vacaciones, casi un mes ¿no?
No
respondí, moví la cabeza afirmativamente. Me pareció increíble y me entusiasmó
que Leticia estuviera un mes en el pueblo.
—No
sé si un mes o más, o menos, lo único que sé, es que yo me voy a encargar de
que la pases muy bien, me caracterizo por ser un extraordinario guía de
turistas —dije a Leticia al tiempo que la tomaba de una mano.
—La
primera visita será a la calle de los novios –dije y caminé agarrado de la mano
de Leticia con dirección a la calle más oscura del pueblo.
Al
pasar frente a la esquina que custodiaba Miguel, me sentí todo un don Juan. Al
llegar a la calle oscura, me paré frente a Leticia y le dije:
—Es
una costumbre de San Francisco que las personas que por vez primera recorren
esta calle, y sobre todo si es de noche, tienen la obligación de besar a su
acompañante, de lo contrario, la maldición de los enamorados caerá sobre
aquella persona que deje de hacerlo. Así que tú decides ¿o vives con esa
maldición, o me besas? —Leticia sonrió, yo me sentí cursi, seguramente me puse
colorado.
Me
acerqué a Leticia y nos besamos durante un largo tiempo ¡fue un beso
maravilloso!, quería que nunca se acabara, entonces me sentí orgulloso por lo
que dije, "siempre que lo cursi funciona, no es tan malo" —pensé.
Cuando
el beso estaba en lo más intenso, escuché el chiflido de Miguel. Sabía que algo
ocurría. Instintivamente me separé de Leticia y le dije que nos fuéramos a casa
de Reina, que seguramente la estaban buscando. Así fue, cuando llegamos a la
casa de Reina, estaban esperando a Leticia, pues según dijo David, en cuatro
ocasiones había salido la madre de Reina a avisarles que se metieran, que ya
era muy noche. Miré mi reloj y vi que eran las once. Me despedí de Leticia y
quedé de regresar al día siguiente. David se despidió de Reina y Juan ni
siquiera con la mano dijo adiós.
Fuimos
a donde estaba Miguel, cerró su libro y le agradecí el chiflido, aunque le dije
que lo hizo en el momento más inoportuno, todos me preguntaron por qué, les
conté. Después preguntamos a Juan cómo le había ido con la otra prima, con
titubeos confesó que la prima le dijo que quien le gustaba era Miguel, no
dijimos nada, sabíamos que eso era feo, pero ni modo, otra vez será.
Llegamos
a la plaza. Nos despedimos. Juan y Miguel se fueron juntos, yo me fui con David.
La casa de David estaba antes que la mía, después de contarle con detalle lo
que pasó con Leticia, se despidió y se metió a su casa. Caminé pensando que
había sido ese un buen día y, que además de inteligente, ¡Leticia besaba
increíble!
ESA
MAÑANA LOS GALLOS CANTABAN con más intensidad que cualquier otro día. Me tapé
la cara con la almohada para evitar escuchar el ruido molesto de los gallos,
que parecía daban aviso a algún amante para que abandonara un lecho ajeno, como
los griegos míticamente lo decían. Mi madre tocó la puerta para apresurarme y
que la llegada a la escuela fuera a tiempo, ese día era viernes y desde hace
quince días los viernes por diversas circunstancias había faltado a la
secundaria. Es maravilloso no ir a la escuela los viernes, descansas tres días,
no solamente sábado y domingo. Aunque a esas alturas, era lo mismo ir o no ir a
la escuela, hacíamos como que
estudiábamos, pero en realidad lo único en que ocupábamos el tiempo era en
organizar la fiesta de graduación.
En
la organización Patricia era la más activa. Cristina colaboraba, pero las
opiniones de todos le parecían nacas.
Patricia quería que la fiesta fuera en el salón de la presidencia e incluso, se
argumentaba que Cristina, como hija del presidente municipal, lograría que no
nos cobraran Cristina, por otro lado, consideraba que la fiesta tenía que
realizarse en el salón que acababan de inaugurar semanas antes, ya que según
ella “era un lugar de categoría”, Patricia no se preocupaba mucho por lo que
decía Cristina, en realidad, Patricia gozaba de mayor popularidad y simpatía
que Cristina, sólo que si Cristina no se convencía, seguramente su papá sí nos
cobraría. A mí me daba lo mismo si era en uno o en otro lado, lo importante era
compartir con los compañeros a los que soportaste durante tres años, aunque me
desagradaba que Cristina no estuviera el último día de secundaria, ¡aunque
Patricia no estaba de mal ver! y desde que íbamos en primero me tiraba la onda.
¡No! En esos momentos tenía únicamente corazón para Leticia, me reproché, al
recordar a la prima de Reina.
Mi
mamá insistió con el toquido en la puerta, se lo agradecí, eso evitó que
siguiera pensando cursilerías.
Me
levanté, desayuné y con la bendición de mi madre salí rumbo a la secundaria.
Antes de despedirme, mi madre insistió con lo de la inscripción a la prepa, yo
insistí en dejar el tema para más tarde.
Al
recorrer las calles del pueblo, me pareció que al salir de la secundaria
extrañaría ese camino. Si bien en la escuela no pasé los mejores momentos de mi
vida, o por lo menos en ese momento eso creí, la nostalgia que da cuando se
deja algo que formó parte de tu rutina, es irremediable.
Llegué
cinco minutos antes de que cerraran la puerta, nos formaron en el patio, yo
estaba en medio de la fila. No era de los más altos ni de los más chaparros,
¡qué suerte!, así ni las chaparras me rechazaban, ni las pocas altas que hay,
se molestaban en caminar junto a mí. Bueno, Gabriela quizá sí, era más grande
que todos los hombres de la escuela, era la jefa de grupo, nadie se le ponía
enfrente, ¡daba miedo!
Cuando
David intentó acercarse a mí, el director de la secundaria empezó a decir:
—Jóvenes,
hoy termina la penúltima semana en que estarán en nuestra institución, no me
voy a despedir de ustedes, más bien, quiero recordarles que sobre sus hombros
pesa la responsabilidad de haber pertenecido a la mejor escuela de la región.
No pueden olvidar que la escuela que hoy dejan, es la que construyó hombres y
mujeres preparados, católicos, honrados y servidores de la nación —cuando el director
dijo católicos, Miguel movió las cejas. El director continuó—. Les aviso que la
fiesta de graduación está lista, para explicarlo, las compañeras Patricia y
Cristina les transmitirán una información.
Cuando
el director terminó, Patricia y Cristina se pararon junto a él. Patricia
informó que el lugar donde se realizaría la fiesta estaba decidido, sería en el
salón presidencial. Muchos estudiantes aplaudieron, pero el director
inmediatamente los apaciguó. Cristina dijo que su papá no cobraría y que la cooperación
para comprar la comida, sería de cien pesos, "el menú será arroz y pollo
con mole", dijo Patricia. El menú no me convenció, pero era una buena
noticia pensar que Cristina finalmente acudiría a la fiesta.
Al terminar el anuncio, el director ordenó
que cada grupo se fuera a su salón. En el salón sólo se hablaba de la fiesta,
preferí sacar mi cuaderno y escribir una historia donde la protagonista fuera
Cristina y el galán fuera yo. Miré a David platicando con Patricia. David tenía
mucha suerte con las mujeres, además de ser novio de Reina, siempre tenía
otras, sentí envidia, sobre todo al recordar que cuando yo era pequeño, las
amigas de mi madre siempre decían: "Lupita, tu hijo es muy simpático, ¡ve
que ojos tan grandes tiene!, parece que de grande será un hombre muy
divertido". Nunca nadie dijo que yo era guapo, que mi color de piel era
adecuado y que de grande sería un galán, la gente hacía mayor hincapié a mis
"encantadores ojos".
La campana anunció la salida al
descanso, miré a David y salimos juntos del salón. En el patio, David me
preguntó si en la tarde iría a la casa de Reina para ver a su prima, le dije
que sí, que nos veíamos en la plaza, en ese momento pasó Patricia y evitando
saludarme llamó a David, sentí feo, pues Patricia era una de mis admiradoras,
sentí que David traicionaba nuestra amistad. David se paró y caminó al lado de
Patricia, me quedé comiendo la torta de huevo que cada día mi madre me
preparaba con esmero, pensé que la única mujer buena era ella, ¡no!, también
Leticia. En la última mordida de torta, David se acercó y me dijo que Patricia
quería hablar conmigo, no entendí por qué, ella me había cambiado por él,
pensé, y el pensamiento se reflejó en mi rostro. David dijo:
—No
seas tonto, he estado hablando con ella porque me insistió en que te pidiera
que fueras su compañero en la fiesta de graduación.
En
ese momento las cosas fueron distintas. David era un buen amigo. Caminé hasta
la parte trasera de los salones, donde Patricia estaba esperándome con su
tradicional sonrisa.
—Hola.
—Hola
Carlos ¿cómo estás? —dijo Patricia. No me pareció un comentario inteligente,
como los que decía Leticia.
—Bien
—tampoco me pareció una respuesta inteligente.
—No
sé si ya te dijo David… quería ver si... si… eres mi compañero en la fiesta de
graduación.
No le respondí, era la primera vez que una mujer me pedía
algo así. Guardé silenció para saber qué piensan las mujeres cuando les
declaras tu amor, después de algunos segundos, le dije que sería un gusto ir
con ella a la fiesta, sin decir nada, Patricia besó mi mejilla y se fue
corriendo.
La
campana anunció el término del descanso, en el salón todo fue igual: todos
hablaban de la fiesta de graduación. Patricia volteaba frecuentemente a verme.
Al
salir de la escuela, fui con David a la casa de don Arnul. Cada que
necesitábamos dinero, acudíamos a él para que nos dejara ayudarle en el trabajo
del campo y así ganar algo. Esa vez necesitábamos cien pesos para pagar la
comida de la fiesta de graduación. Miguel no nos acompañó, su papá le daba lo
que necesitaba. Mi madre también me daba lo que le pidiera, pero no quería
pedirle dinero para divertirme. Don Arnul se mostró como siempre, contento,
dijo que al otro día nos esperaba por la mañana en su parcela. Nos despedimos y
cada quien se fue a su casa.
Al
entrar a casa, mi madre preguntó cómo me fue. Le platiqué que en la escuela todo
mundo andaba enloquecido por lo de la fiesta, y le comenté que Patricia me
había invitado a ser su compañero, mi madre me abrazó y besó mi frente, no dijo
nada, pero sabía que estaba orgullosa de mí. Comimos, al terminar prendí la
televisión, pero, como siempre, no había nada interesante, así que me recosté
sobre la cama, saqué mi cuaderno e inicié a escribir un poema que por la noche
regalaría a Leticia. Mi madre entró al cuarto y se sentó sobre la cama, lamenté
su visita.
—¿Qué
pasó? ¿cuándo entras a la prepa? —preguntó mi madre.
Pensé
qué debía decir antes de confesar la noticia de que me inscribí en la
preparatoria de San Luis y no en la de San Francisco, pues eso no era lo que mi
madre pensaba escuchar. Finalmente dije:
—Me
fue bien, entro en dos meses.
No
confesé a mi madre todo, pero eso no fue necesario, pues como en muchas
ocasiones, ella inició a contar lo que años atrás sucedió con mi padre. Era
para mamá una forma de desahogarse:
—Me
da mucho gusto que sigas estudiado, quiero que como tu hermano tengas una
carrera y puedas superarte, ser más que yo, ¡ya vez! yo nunca pasaré de ser una
criada. Por eso debes aprovechar la escuela que es lo único que yo te voy a
dejar, ya vez que el desgraciado de tú padre prefirió irse con una vieja que
quedarse con sus hijos y su mujer, ahora, dicen, que la vieja con la que se fue
ya ni está con él, pues cómo iba a estar con él, si lo único que quería era
quitarle el dinero, nada más, y él de menso. Ya ves que siempre de niño te dije
que tu padre había muerto, pero sólo te lo decía para que no supieras la clase
de padre que tienes, pues desde antes de que nacieras, él ya andaba con otra, y
no fue la única, tu padre siempre fue un chimiscolo,
cada rato me venían a decir las vecinas "fíjese que su esposo anda con tal”, y “fíjese que su
esposo va por las noches a casa de tal", nunca me dejó de dar penas tu
padre, hasta que aquella noche, ¡bien me acuerdo que era la fiesta del pueblo!,
porque estaban merito los castillos
en la plaza, cuando tú estabas hirviendo en calentura, entonces yo sin un
centavo, desesperada porque por más que te envolvía en trapos mojados con agua
fría, tú nada que reaccionabas, mi comadre estaba conmigo, pues su esposo era
un borracho igual que tu padre, y de plano me dijo que fuera a buscar a tu
papá. Salí de la casa para localizarlo y
para que me acompañara con el doctor, al llegar a la plaza pregunté por él,
nadie me daba razón, murmuraban cuando me alejaba, hasta que por fin lo vi
sentado en una banca de la plaza, entonces caminé aprisa entre la gente para
que me acompañara al doctor, antes de llegar donde él estaba, una mujer gorda,
parecía que reventaba, se acercó y él la sentó en sus piernas, entonces yo ya de
por sí decidida, enojada y desesperada, me acerqué y de dos cachetadas se la
quité de las piernas, le dije el huevo y quien lo puso, después le platiqué que
teníamos que ir al doctor para que te curaran, que estabas hirviendo en
calentura, tu padre, el muy sin vergüenza, me dijo que no lo molestara y que
una señora decente no hacía esos papelitos, y es que cuando cacheteé a la
vieja, en la plaza todos se enteraron y nos miraban. A mí no me importó, le
dije una sarta de groserías a tu padre y le dije que en ese momento nos
fuéramos, que en vez de gastar el dinero en cervezas y en putas, debería cuidar
a sus hijos, dar el gasto, no andar de presumido como si fuera soltero. Tu
padre se enojó y me quiso dar un golpe, pero no sé cómo le hice, que le contesté,
con unas cachetadas que fueron tan fuertes que le rompí el hocico. Ya no supo
qué hacer, agarró a la mujer gorda, y se fueron. Pasaron tres semanas y tu
padre no apareció, hasta que un día llegó y yo ya le tenía sus cosas en el
patio, todas llenas de tierra, pues en esos días cayeron unas lluvias muy
fueres, el me dijo que lo perdonara, que ya no iba a volver a ocurrir, pero esa
ya era la última que me hacía, así que no lo perdoné. Anduvo por la casa
durante mucho tiempo, incluso dijo que me quitaría a tu hermano y a ti, pero
nunca lo hizo. ¡Como me los iba a quitar!, ya parece que la vieja lo iba a
recibir con todo e hijos. ¡Los hombres son menos!, siempre te cambian por lo
peor.
Cuando mamá terminó de hablar, tenía los ojos húmedos, no
porque extrañara a mi padre, más bien de coraje. En ningún momento interrumpí
su relato, entendí el dolor que sintió aquel día en la fiesta del pueblo.
En
una fogata que mi madre encendió, calenté agua. En veinte minutos me metí al
baño y me duché. Tenía que estar implacable para visitar a Leticia, ahora no
sabía que decirle, sabía que tenía unas ganas inmensas de verla y besar, de
nueva cuenta, esos labios tan lindos, ¡otra tarde de cursilerías!, ¿o esta vez
no son cursilerías?, ¿será el amor que ha tocado a mi puerta…?, ¡no!, ¡sí son
cursilerías!, pensé mientras me vestía.
Una
vez bañado, perfumado y feliz, me despedí de mi madre. Sacó de su monedero
veinte pesos y me los dio generosamente: “Para que te compres un refresco”,
dijo, y, agregó: “ó para que le invites uno a la suertuda que visitarás esta
noche”. No le contesté, le besé la mejilla y salí nervioso como si fuera la
primera vez que visitaría a una mujer, aunque no era cualquier mujer, ¡era
Leticia!
Al
llegar a la plaza, David ya me estaba esperando, lo miré y consideré que mi
amigo no tenía el mismo “buen gusto” para vestir, lo lamenté. Al mirarme, David
echó a reír, no comprendí su risa. Otras personas que se encontraban en la
plaza también sonrieron, hasta entonces me di cuenta de lo ridículo que estaba
vestido, traía puesta la camisa que utilizaba en las bodas, el pantalón que me
confeccionó doña Tere y los zapatos de charol con los que bailé en la
secundaria, entonces descubrí que mi “buen gusto” no era apropiado, quise
correr y ponerme mi inseparable pantalón de mezclilla, pero David se levantó y
caminó junto a mi diciendo:
—Ahora
sí te volaste la barda Carlos, se ve que quieres impresionar a la prima de
Reina.
Con
el comentario de David me sentí más tranquilo, sí era apropiado y sí quería
impresionar a Leticia.
Al
llegar a la casa de Reina, Miguel estaba platicando con la otra prima, después
de que esta confesó que Miguel era quien le gustaba, y como nosotros nunca
pelamos por una mujer, fue únicamente un cambio de planes; los saludamos y
David lanzó el chiflido con el que en unos minutos Reina apareció tras la
puerta, poco tiempo después salió Leticia.
Antes
de que saliera, en mi mente formulé un discurso, pensé qué tenía que decirle,
¡todo estaba listo!, le diría: Leticia…no, no, no, Leticia no, lety. Sí, lety.
Lety, el beso de ayer no fue casual, se dio porque los dos lo queríamos, así
que revivamos el momento y besémonos, no, no, no… eso es muy directo, mejor
diré: Leticia, nuestro destino está determinado, yo nací para ser tuyo y tú
naciste para ser mía, así que no defraudemos al destino y entrelacémonos en un
gran beso, ¡no! ¡de plano eso es muy cursi!
En
eso estaba, cuando sin darme cuenta, Leticia apareció frente a mí.
—¿Con
quién hablas loco? —preguntó Leticia.
Levanté
la vista y sentí una vergüenza increíble, me sentí estúpido, aunque cuando
Leticia me dijo loco, sentí que me tenía confianza. No podía mantener la boca
cerrada más tiempo, así que traté de responder espontáneamente:
—Con
los pájaros —¡que respuesta! ¡espontánea pero estúpida!, pensé.
—¿Con
los pájaros? Eres un hombre extraño.
Otra
vez me pareció que Leticia era inteligente, y más cuando me dijo “eres un
hombre”, me sentí importante.
—¿Y
para hablar con los pájaros necesitas vestirte tan guapo?
Su
comentario me hizo sentir más importante e, inclusive, entendí que las risas en
la plaza habían valido la pena. Ya no guardé silencio, le dije a Leticia:
—¿Sabes
por qué me vestí así? —Leticia movió la cabeza para decir que no— Porque cuando
una mujer bonita estará junto a mí, lo menos que puedo hacer es complementar el
cuadro que me brinda –Leticia no entendió—. Sí —continué—, con un cielo tan
estrellado, una luna tan brillante, unos ojos tan grandes y lindos, una boca
tan apetecible, unas manos tan blandas —en ese momento la tomé de una mano— lo
menos que puede hacer un hombre enamorado, es vestir lo mejor que pueda, de lo
contrario, rompería con la armonía del escenario.
¡Bravo!,
¡estuviste maravilloso!, cursi pero maravilloso, pensé. Me sentí orgulloso por
lo que dije, prometí no pensar nunca un discurso, sólo debía decirlo.
Leticia
me miró con unos ojos que me invitaban a repetir el beso de la noche anterior,
me acerqué a ella y poco a poco, muy despacio, mis labios hicieron contacto con
los de Leticia, el beso fue más largo que el del día anterior, al primero le
siguieron muchos. Estaba convencido que Leticia era una mujer increíble, pensé
que yo tenía que estudiar en la Ciudad y así, poder verla siempre.
La
noche se hizo corta, en un dos por tres la madre de Reina llamó a Leticia y con
un beso de despedida prometimos vernos en la plaza al día siguiente. David,
Miguel y yo, de regreso a casa, caminamos sin hablar, seguramente cada uno
pensaba en los besos de su novia, aunque David quizá no pensaba en los de
Reina, después de un año de novios los besos se convierten en monótonos, además
de que Reina no es una experta besando. Recordé la tarde en que fuimos al día
de campo a la parcela de don Arnul, David todavía no era nuestro amigo, Reina
siempre quiso conmigo, esa tarde buscó el momento para que juntos nos
perdiéramos en los árboles frutales, nos besamos y la pasamos bien, su compañía
es agradable, pero sus besos, nada especiales, es más, Reina besa feo, si
besara como Leticia seguramente David estaría pensando en Reina, como yo
pensaba en Leticia.
Al
llegar a mi casa, mi madre me esperaba despierta, la abracé y le dije que había
conocido a la mujer más linda e inteligente del mundo, que ahora sí había
estado con una mujer que me merecía, mi madre dijo:
—¡Hay
Carlos! eso dices con cada una de las muchachas que conoces.
No
respondí, sabía que Leticia era especial.
EL CHIFLIDO DE DAVID
INTERRUMPIÓ mi sueño, me levanté, me lavé la cara, me despedí de mi madre y salí. David estaba
parado en la gran piedra localizada frente a mi casa. Parecía que esa piedra la
habían colocado ahí para que nosotros nos recargáramos y nos escondiéramos de
la gente. Recuerdo que una noche, David y yo vimos dos sombras que pasaban
frente a nosotros, cuando estaban cerca, nos escondimos tras la roca y
observamos al sacerdote del pueblo besando y manoseando a una de las
catequistas, tiempo después, gracias a que divulgamos la noticia, el padre fue
expulsado del pueblo y la catequista se fue con él, dicen que actualmente viven
en la Ciudad y que ya tienen cuatro hijos, incluso, el sacerdote ya es
Cardenal.
Al
saludar a David le pregunté si recordaba lo del padre, dijo que sí, que así
eran esos pinches viejos.
Caminamos
despacio, rumbo a la plaza. Ray pasó junto a nosotros abordo de su camioneta y
nos preguntó a dónde íbamos, le dijimos que a la parcela de don Arnul y nos dio
un aventón. Ray nos platicó que esa noche, el padre de Cristina ofrecería una
fiesta en la presidencia, la fiesta era para ganar votos, pues el padre de
Cristina lanzaría como candidato a la presidencia municipal a uno de sus
amigos, así que para quedar bien invitó a todas las personas importantes del
pueblo, “sabe que, si a ellos los convence, el resto del pueblo es lo de
menos”. Dijo Ray que a él lo invitaron, que le dieron tres boletos, y como
vivía solo, no tenía con quien ir, así que si queríamos ir con él nos veíamos a
las ocho en su tienda. David y yo aceptamos, le prometimos estar en la tienda
antes de las ocho, Ray se mostró complacido y sin despedirse nos dejó frente a
la parcela.
La
parcela de don Arnul era una de las más grandes del pueblo. Tenía árboles
frutales, milpas, hortalizas y un arroyo con el que regaba su parcela. Desde
hace años, don Arnul peleaba con una fabrica canadiense, pues la fábrica quería
quedarse con el arroyo para producir fertilizantes y colocar ahí una cancha de
golf, pero según decía don Arnul, “antes muerto que dejar que esos pendejos me quiten mi parcela”. También
nos contó que sus tierras se las heredó su padre, a quien su abuelo se las dejó
y así sucesivamente. Contaba don Arnul, que su padre fue del ejercito zapatista
y que después de la revolución, las tierras de San Francisco fueron liberadas
de los caciques para entregárselas a los campesinos, aunque aseguró que las
escrituras las obtuvieron hasta el gobierno del “tata” Lázaro Cárdenas. Me
acuerdo bien de lo que nos platicó don Arnul, porque en un examen extraordinario
de historia, sus pláticas hicieron posible que sacara ocho. Fue el único ocho
que saqué durante toda la secundaria y fue esa mi mejor calificación. Recuerdo,
aún más, la forma en que el rostro de don Arnul se ponía en cuanto alguien le hablaba
de la revolución, pues estaba convencido de que se necesitaban personas como
Zapata o Villa "para que el gobierno deje de chingar al pueblo", o por lo menos eso me dijo el viejo en un
sin número de ocasiones.
Me
gustaba que don Arnul me platicara de la revolución, de la guerrilla de los
setentas, pues según me contaba, por el pueblo existieron maestros que ayudaron
a los campesinos y el viejo aseguraba que lo único que nunca deberían perder
los que trabajan en el campo, es la dignidad y el recuerdo de que lo que
heredaron de sus padres no se los quitaría una idiota idea de modernizar al país, "puros pretextos de los
gobernantes, si vendemos nuestras tierras no habrá ni desarrollo ni nada, sólo
más pobres, más miseria y seguramente yo asesinado, porque primero muerto que
vender lo que mis abuelos labraron junto a mis padres", aseguraba don
Arnul.
—Qué
tal muchachos, ¿por qué tan tarde? —dijo don Arnul.
—Es
que a Carlos se le pegaron las sabanas —respondió David.
—Lo
importante es que ya estamos aquí —dije para justificar mi flojera.
—Bueno
pues, bajen las guayabas de los árboles y métanlas aquí —indicó don Arnul la
dirección en que se encontraban los arboles de guayabas y nos dio una canasta.
Sin
decir nada, caminamos a donde estaban los arboles e iniciamos a sacudirlos.
David los sacudía y yo recogía las guayabas que maduras caían con facilidad. No
sé si ese era el mejor método, pero para nosotros fue funcional.
Al
medio día el sol pegaba a plomo. El trabajo en el campo es insoportable, don
Arnul nos dijo que por eso teníamos que estudiar “para no trabajar en el
campo”, aunque David y yo sabíamos que nos lo decía porque el campo no es
negocio, y es que, en el pueblo, el maíz, el frijol y demás productos que se
cosechaban, eran comprados por los intermediarios a precios que casi nunca
cubrían los gasto de la siembra, por el contrario, siempre los campesinos
tenían perdidas.
Don
Arnul casi nunca vendía sus productos a los intermediarios, por eso es que
tenía muchos problemas, en diversas ocasiones lo golpearon, pero él estaba
convencido de que lo que la tierra le daba, era para consumirlo y para
alimentar al pueblo, no para “regalarlo a los intermediarios que a precios
enormes se lo venden al pueblo”.
Don
Arnul tenía una recaudería en su casa donde a precios bajos vendía a la gente
del pueblo lo que cosechaba. Muchas personas acudían a su negocio a abastecerse
de frutas y verduras, pero también a muchas personas no les parecía lo que don
Arnul hacía, decían “no es una competencia sana”, otros aseguraban que don
Arnul regalaba su trabajo, yo creía que don Arnul era un buen tipo y que, a
pesar de sus setenta años, era un hombre joven y admirable, no sabía leer, pero
prometí enseñarle algún día.
El
calor era incesante, así que don Arnul nos invitó a echarnos un chapuzón en el
arroyo para mitigar los rayos del sol, sin dudarlo, David y yo nos quitamos los
pantalones y la camisa, y nos zambullimos en el arroyo. El agua del arroyo era
transparente e inclusive se podía beber. Amenacé a David para que no se orinara
dentro del arroyo, prometimos salirnos si nos daban ganas, sería asqueroso
tomarme los miados de alguien.
Don
Arnul nos observaba sentado debajo de un árbol que le ofrecía su sombra, sacó
de una bolsa de palma algunas tortillas, frijoles, sal y queso, y los tres
comimos hasta quedar tendidos, protegidos por la sombra de aquel gran árbol.
Prometí escribir un poema en honor al árbol, aunque primero escribiría el que
prometí a Leticia. ¡Leticia!, ¿cómo la voy a ver en la noche si estaré en la
fiesta con Ray y el padre de Cristina? —pensé—. Comenté mí pensamiento con
David y me juró que él se encargaría de mandar a alguien a casa de Reina para
avisarle que no iríamos. Estuve en desacuerdo ¿cómo dejaría a Leticia plantada
por asistir a una fiesta?, eso no es cortés, seguramente Leticia pensaría que
no me importaba, le argumenté a David.
—No
te preocupes mano, les diremos que llegamos muy cansados de trabajar y que el
domingo las vemos temprano en la plaza para tomar una nieve, además, se pone el
mercado y, con lo que nos dé don Arnul, desayunamos los cuatro.
La
propuesta de David me pareció buena. Me tranquilicé.
Al
terminar de comer, seguimos con el trabajo. Recolectamos fresas que acomodábamos
en unas canastas de palma con una agarradera especial.
Al
atardecer, don Arnul nos pagó y los tres regresamos al pueblo, nos invitó a
trabajar con él cuando quisiéramos, “siempre y cuando no descuiden los
estudios”, advirtió.
En
la plaza me despedí de David, quedamos de vernos en la tienda de Ray a las
siete y media, David se quedó en la plaza para enviar a alguien a la casa de
Reina, don Arnul se fue a la cantina para beber una cerveza.
Llegué
a mi casa cargando bolsas repletas de fresas, guayabas, frijol y de más cosas
que don Arnul nos dio. Mi mamá se sentía orgullosa cada que yo iba a trabajar,
era como un recordatorio de que su hijo no era un inútil.
Me
bañé y descansé un poco hasta que dieran las siete y media. Pensé en la
reacción de Leticia cuando se enterara que no estaría en la plaza por la noche,
extrañé sus besos.
Antes
de las siete y media me despedí de mi madre, le dije que Ray nos había invitado
a una fiesta y que en cuanto pudiera regresaría, mi madre me dio la bendición y
salí.
Después
de las siete en el pueblo todo era tranquilidad, en cuanto se oscurecía las
personas se guardaban en sus hogares para descansar, ver televisión, merendar o
hacer cualquier cosa. Únicamente los domingos había mucha gente hasta mediados
de la noche, ese día todo el pueblo, bueno casi todo, escuchaba misa y después
las muchachas daban vueltas en la plaza y los muchachos esperábamos que pasara
nuestra conquista para acompañarla.
Ese
era un buen día, estaría en una fiesta con las personas más importantes del
pueblo, entre ellas Cristina, la muchacha que tanto me gustaba.
Al
llegar a la tienda de Ray, lo saludé, me revisó con la vista e hizo una mueca.
Ray era extraño, siempre estaba solo y era demasiado amable, me caía bien.
—¿Listo
Carlos? —preguntó Ray.
—Sí,
listo para divertirme.
—No
creas que las fiestas que organizan los políticos son divertidas, más bien, es
un montón de apariencias que se quieren cubrir, en realidad lo más divertido es
cuando todos están borrachos, entonces sí se pone bueno.
—¿Por
qué?, ¿qué hacen cuando están borrachos?
—Los
hombres dicen malas palabras e insultan a quien no les simpatiza, las mujeres
abrazan y besan a los esposos de sus enemigas, finalmente cada persona termina
con otra distinta de su pareja, al día siguiente, la cruda no sólo es física,
también es moral.
—¿Y
tú nunca te has acostado con alguna de las esposas de los señores del pueblo? —pregunté
a Ray.
—No
Carlos, nunca.
Pensé
que Ray era tonto, y más que la mamá de Cristina estaba que se caía…
—Bueno
Carlos, dejémonos de charlas porque se nos hace tarde. ¡Ah!, te voy a prestar
algo para que estés a tono en la fiesta, te encargo la tienda, cada producto
tiene marcado el precio, por si te preguntan —dijo Ray al tiempo que se metió
por una pequeña puerta que conectaba la tienda con su casa, me quedé solo.
Al
poco tiempo una señora entró a la tienda y me pidió unas toallas femeninas,
¿unas qué? le pregunté, la señora se sonrojó y salió, me quedé pensando en qué
eran las toallas femeninas ¿qué las toallas no son para hombres y mujeres?,
pensé. En ese momento entró David.
—Qué
pasó mano, ¿ahora ya eres tendero?
—Sí,
¿qué te parece?, próximamente seré tan rico como don Manuel.
—Mientras
seas solamente tan rico y no tan ojete
como él.
—¡Oye!
—dije casi en silencio— Ray me contó que las fiestas de los políticos son
aburridas al principio, pero que cuando se ponen borrachos los hombres dicen
peladeces y las mujeres se acuestan con cualquiera.
—Vamos
a aprovechar su borrachera, a lo mejor quedamos bien parados en el gobierno —dijo
David irónicamente.
Ray
abrió la puerta por donde se había perdido minutos antes, saludó a David y dijo
que pasáramos a su casa a cambiarnos de ropa. No entendí, y por el rostro de
David, él tampoco. Ray lo notó, así que cerró la cortina de la tienda y nos
acompañó. Al entrar a la casa de Ray, observamos que esta era bonita y grande,
en la sala tenía muchas figuras de cerámica y un gran televisor, en la recámara
había un gran closet, del que Ray sacó algunos trajes que pidió nos probáramos.
David tomó uno azul y yo uno negro, inmediatamente nos lo pusimos. Ray nos dio
una camisa y una corbata. David y yo nos quedamos viendo, ninguno de los dos
sabía atar el nudo, Ray nos ayudó. En cinco minutos estábamos listos para
mezclarnos con la élite del pueblo.
Ya
con traje puesto, los tres salimos de la recámara y Ray nos llevó a su cochera,
nos sorprendimos cuando vimos un auto negro muy lujoso. Pregunté a Ray:
—¿A
poco ese coche es tuyo?
Ray
movió la cabeza para decir que sí, sacó de una de sus bolsas las llaves y abrió
la puerta, confesó que nunca lo utilizaba porque su trabajo no se prestaba,
pero que, en ocasiones especiales, era su medio de transporte, David y yo no
dijimos nada, sólo disfrutamos sentarnos en aquellas vestiduras de piel.
Al
llegar a la casa del padre de Cristina, uno de sus sirvientes recibió el
automóvil de Ray y la madre de Cristina nos dio la bienvenida. La señora se
mostró extrañada de vernos. Ray nos presentó como dos buenos amigos. La señora
nos regaló una sonrisa y seguimos nuestro recorrido al interior de la casa.
Otro
sirviente de Cristina nos ofreció vino en unas copas, David y Ray tomaron una,
yo no. Un señor muy gordo y alto platicaba con el padre de Cristina, al ver a
Ray se acercó y le dio un fuerte abrazo,
Ray nos lo presentó, dijo que era el gobernador del Estado, David y yo lo
saludamos, el señor dijo a Ray:
—Es
bueno integrar gente nueva al partido.
Ray
movió la cabeza afirmativamente y juntos se alejaron de nosotros.
—¿Viste
que Ray es amigo del gobernador? —pregunté a David.
—Sí.
Se me hace que Ray es “revolucionario”.
¿Revolucionario?
no entendí lo que dijo David, sabía únicamente que estaba en la fiesta que
organizaron las personas más importantes del pueblo.
El
padre de Cristina ordenó que la música se detuviera, entonces dijo:
–Agradezco
su presencia, les doy la bienvenida a cada uno de ustedes y les recuerdo que mi
casa, es casa de todos, sobre todo de las personas que como yo, buscan el
desarrollo de San Francisco, agradezco especialmente al señor gobernador que
hace el honor de acompañarnos este día —en ese momento todos aplaudieron, yo
también, David no—. Les recuerdo que las próximas elecciones se acercan, y como
siempre, estoy seguro que con su apoyo triunfaremos. Les recuerdo que mi
compromiso es con ustedes y que de todos depende nuestro triunfo o nuestro
fracaso –el presidente municipal continuó—. Es momento de seguir demostrando al
pueblo que el “azul y verde” es un partido que está el servicio de la gente y
va de la mano con ellos, recorriendo la difícil trayectoria de la vida, por
eso, no dejemos que San Francisco abra sus brazos a personas conflictivas, radicales
y enemigas del desarrollo, la democracia y del progreso. Es momento de terminar
de una vez por todas con la hierba mala que aqueja al pueblo y que en nombre de
un partido de oposición quieren apoderarse de él —entonces los aplausos fueron
más intensos, David y yo sabíamos que la oposición era el padre de Miguel, sólo
que no sabíamos que fuera tan malo.
Después
de los aplausos, el padre de Cristina invitó al gobernador a que dirigiera unas
palabras.
—Señores
y señoras —dijo el gobernador, acomodándose el cinturón—, estoy muy orgulloso
al ver que las personas importantes del pueblo acuden a la cita que el señor
presidente municipal organizó para lograr que la localidad de San Francisco continúe
siendo un ejemplo para la nación, sólo les diré que si esta unión la mantienen
hasta el día de las elecciones, sin duda, el partido, nuestro partido, será el
triunfador. También estoy contento, porque el señor presidente de la república
me encomendó la complaciente tarea de darles a conocer su apoyo y respeto. El
señor presidente me dijo que San Francisco es un pueblo ejemplar y que, si
nuestro candidato gana la presidencia municipal, San Francisco tendrá todo el
apoyo del gobierno federal, que no quepa duda, los beneficios serán muchos.
Los
aplausos no se hicieron esperar, incluso, las porras al gobernador y al amigo
del padre de Cristina fueron constantes.
Al
terminar la algarabía, el padre de Cristina nos invitó al jardín, donde se
sirvió la cena.
Al
llegar al jardín, David y yo nos sorprendimos de ver el lugar iluminado con
velas, era como una escena de caricaturas de castillos: un jardín con luces en
todas partes, copas con vino, cubiertos, flores y en el fondo Cristina.
Cuando
vi a Cristina mi corazón latió rápidamente. David me dio un codazo para avisarme
que estaba frente a nosotros. Cristina me miró de reojo pensando que me
confundía, después me observó fijamente y su cara denotó sorpresa, finalmente
le sonreí y entonces se dio cuenta que realmente era yo quien estaba en la
fiesta, en su casa. Se levantó del lugar donde permanecía y me saludó. Le
respondí el saludo e inmediatamente, sin decir nada, David nos dejó solos.
—¿Qué
haces aquí? —preguntó Cristina.
—Un
amigo me invitó.
—Qué
bueno, te ves muy bien de traje, no te pareces a tus amigos vagos y pelados.
No
le respondí, aunque su comentario me incomodó, sabía que era Cristina.
La
música reanudó sus tonadas, las personas bebían y comían en las mesas que
lujosamente ofrecían un manjar.
—¿Ya
cenaste? —preguntó Cristina.
No
respondí. Miré las mesas y observé que las personas comían con cubiertos, yo no
sabía comer con ellos. En mi casa, mi madre y yo comíamos con cuchara, en el
mejor de los casos, sino, sólo con tortillas.
Para
no hacer el ridículo le respondí a Cristina que sí, que por qué no me invitaba
mejor a conocer su casa. Cristina aceptó. Primero fuimos a la biblioteca, era
un gran salón con miles, con millones o no sé cuántos libros, pero muchos,
después fuimos al salón de juegos, donde estaba repleto de juegos de mesa,
había un billar, maquinas como las de la tienda, una mesa de ping–pong, etc.,
finalmente me enseñó los autos de su padre y junto a la alberca que se
encontraba en el jardín, nos quedamos platicando.
—¿Ya
te inscribiste a la prepa?
—No,
todavía no, estamos esperando que se abran las inscripciones en una
preparatoria del Estado, es una preparatoria de mucho prestigio.
Sabía
que mi pregunta fue mala. Cristina iría a una escuela privada mientras yo
estudiaría en la prepa de los burros de San Francisco, cambié el tema, aunque
me quedé pensando en las diferencias que existían entre la vida de Cristina y
la mía, ella no tenía que ver a su madre trabajar, ni tenía que ir con don
Arnul para poder pagar la comida de la fiesta de graduación.
—¿Y
los novios qué cuentan? –pregunté a Cristina para continuar con la plática.
—Nada,
no tengo.
—¿Por
qué?
—Porque
los muchachitos del pueblo son muy tontos, conformistas, sin clase y sin
aspiraciones.
Me
sentí insultado, seguramente así me veía.
—Pero
bueno, ahora me doy cuenta que tú no eres igual que todos, a ti te gusta
superarte, prueba de ello, es que eres amigo de las personas importantes del
pueblo, eso habla bien de ti —confesó Cristina.
Tampoco
respondí.
—Mira
Carlos —mirándome a los ojos dijo Cristina—, yo sé que siempre te he gustado,
en la secundaria no me importabas porque ya sabes cómo es la gente, pero ahora
que ya vamos a salir y al verte tan decente, te quiero confesar algo: la verdad
que tú también me gustas, sólo que somos de vidas distintas y eso impedía que
estuviéramos juntos, pero ahora que mis padres te vieron en la fiesta, no creo
que se opongan.
No
supe que responder, Cristina tenía razón respecto a que me gusta, también tenía
razón en aquello de las diferencias, pero su franqueza me desconcertó.
Finalmente me decidí a hablar:
—Tú
sabes que no voy a negar que me gustas, pero…
Cristina
no dejó que continuara, se acercó y me besó. Cuando sentí sus labios la abracé
y la apreté hacia mi cuerpo, me pareció un beso increíble, aunque sentí que
traicionaba a Leticia.
Toda
la noche estuve con Cristina. David esperaba ansioso la embriagues de los
invitados para poder conquistar a alguna de las esposas de los políticos, pero
a las doce de la noche, todos empezaron a despedirse. Ray nos dijo que nos
fuéramos, me despedí de Cristina jurando que el lunes nos veíamos en la
secundaria. David me dio una palmada en la espalda antes de perderse dentro de
su casa. Ray me dejó en la mía. Sabía que mis sueños estarían confundidos, no
sabría si soñar con Leticia o con Cristina, ambas eran maravillosas.
LOS
DOMINGOS ERAN LOS DÍAS que más me gustaban, todas las personas del pueblo
salían a la plaza para recorrer el mercado. Llegaban a San Francisco
comerciantes de diferentes partes a ofrecer productos diversos. Ese día se
aprovechaba para comprar ropa, artículos de belleza, escobas, animales,
televisores y de más cosas que hacen más "fácil" la vida del hombre.
Cuando
era niño me gustaba que los mercados se establecieran en la plaza, recuerdo que
con las monedas que mi madre me daba, compraba muñecos de plástico que hicieron
de mi infancia un mundo de sueños, de ilusiones, bueno, los domingos también me
daba por ponerme romántico.
La
desvelada de la noche anterior me persuadía para quedarme en cama hasta muy
tarde, pero los chiflidos de Miguel, Juan y David irremediablemente lograron
que me levantara y me fuera a jugar futbol. Si para levantarme era flojo, para
jugar era muy activo y más, si se trataba de futbol. Era la estrella del equipo.
Había metido más goles que ningún otro jugador del pueblo, cada año me otorgaba
la presidencia un trofeo y un diploma por ser el máximo anotador. Aunque yo
anotara más goles, el equipo era bastante malo. Nunca ganamos nada, siempre
perdíamos. Hasta con el equipo de San Antonio perdimos, y eso que decían que ese
equipo era el más malo. En una ocasión jugamos la final y la perdimos. Muchas
veces me invitaron a cambiar de equipo, pero implicaba dejar a los cuates y eso
nunca lo haría.
Después
del juego siempre íbamos a la tienda de Ray, unos tomaban cerveza, otros
refrescos, algunos agua y muy pocos no tomaban nada. Charlábamos de lo bueno y
de lo malo, de quién jugaba bien y quién mal, de qué pudo haber hecho tal y
cual persona, etc.
Regularmente
David, Juan, Miguel y yo hacíamos un círculo más estrecho y comentábamos cosas
de mayor importancia. No hablábamos solamente de futbol, por ejemplo, ese día,
David y yo les platicamos a Miguel y a Juan lo que sucedió en la casa de
Cristina. Miguel se mostró interesado de lo que le contamos, pues el rival del
amigo del padre de Cristina en las próximas elecciones del pueblo era el papá
de Miguel, después de responder las preguntas que Miguel nos hizo, me felicitó
por estar con Cristina, pero nos advirtió que por la noche Reina y sus primas
estaban con los amigos de Cristina dando vueltas a la plaza en una camioneta.
Sentí una rara sensación, algo así como celos, David seguramente sintió lo
mismo, pues guardó silencio. Para que Miguel no descubriera lo que sentía,
dije:
—No
importa, la verdad que si ellas prefieren estar con los presumidos de los
amigos de Cristina, se pierden estar junto a los hombres más codiciados del
pueblo.
—¡Tiene
razón Carlos! —agregó David—, las mujeres son tontas, cuando uno más las quiere,
ellas hacen cosas que demuestran lo traicioneras que son.
En
ese momento David le pidió a Ray una cerveza fría, Miguel y Juan pidieron otra
para acompañarlo, yo seguí tomando un jarrito.
Decidimos
ir por la noche al bar de don Manuel y curar las heridas que nos dejaban las
mujeres traicioneras. Miguel nos dijo tres poemas de Pablo Neruda que hablaban
de mujeres, todos dijimos salud. Miguel declamó a Sabines:
No es que muera de
amor, muero de ti,
muero de ti, amor, de
amor de ti,
de urgencia mía de mi
piel de ti,
de mi alma de ti y de
mi boca
y de lo insoportable
que soy sin ti.
Cuando
Miguel concluyó nos despedimos y prometimos encontrarnos en la plaza durante la
noche.
El
plan estaba hecho, la noche sería de reencuentro con el tequila. Yo casi no
tomaba, pero en un momento de decepción, el alcohol era buen consejero, aunque
no olvidaba la última vez que tomé, hice un ridículo espantoso: era el
cumpleaños de Miguel, ¡sus quince años!, y no podía más que acompañar a mi
amigo por su tránsito de la niñez a la adolescencia, en ese entonces todavía no
teníamos nada de adultos, era fácil terminar tirados sobre la sala de la casa
de Miguel diciendo leperadas y haciendo todo tipo de barbaridades. Ese día
Miguel puso una música extraña, decía él que de protesta y trova, David,
Juan y yo preferíamos a Vicente Fernández
o a José Alfredo Jiménez, pero
finalmente la música fue lo de menos, pues Miguel lloró por la muerte del "Che" Guevara, David lloró
porque Reina no le hacía caso, Juan porque nadie lo pelaba y yo porque mi padre
me había abandonado. Después de las lágrimas, llegaron los mareos y las
vomitadas, hasta que al día siguiente aprendimos lo que era la cruda y la
vergüenza. ¡No importa!, esa noche el vino terminaría por borrar el recuerdo de
Leticia, sí, ella estaba ayer divirtiéndose con otro mientras yo… ¡no importa!,
yo estuve con Cristina porque desde antes de conocer a Leticia ella me gustaba,
no era engaño, eran recuerdos del pasado, ¿pero Leticia?, ¡ella sí no tenía
perdón de Dios!, apenas había llegado al pueblo hace unos días y ya quería
estar con todos los chavos de San
Francisco, lo peor, que los amigos de Cristina ¡me caían tan mal!
Decidí
dirigirme a mi casa. Mi pensamiento seguía motivándome a establecer una
parranda por la noche, cuando frente a mí se acercaron Reina y sus primas,
quise correr y dar un beso a Leticia, pero sabía que tenía que guardar mis
energías, ella no se lo merecía.
Cuando
los tuve de frente, Reina dijo irónica:
—¿Qué
pasó Carlos?, ¿se divirtieron ayer en la casa de Cristina? –sin detener su
pasó, continuó diciendo:
—Si
ves a David dile que su paloma mensajera es muy tonta para dar recados.
Sentí
rabia por haber confiado en David, y lamenté las palabras de Reina. Leticia ni
siquiera me miró, pasó agachada con cara de molestia, decidí alcanzarla y
exigirle una explicación de lo de la noche anterior.
—¡Leticia!
¡Podemos platicar! —dije enérgico.
Leticia
se detuvo y aún más enérgica que yo, respondió:
—No
sé de qué podemos platicar, si ya sé quién eres, sólo que realmente lo lamento,
tú me gustabas mucho.
Ya
no pude seguir con mi posición, los ojos de Leticia me dominaban, así que le
pedí perdón y le dije que David y yo fuimos a la fiesta porque Ray nos invitó,
y que Ray era un muy buen amigo, y como vivía solo, pues no queríamos que
estuviera sin compañía en casa del presidente, pero que la pasamos muy mal,
agregué: “Cristina me cae muy mal, ¡no la soporto!”
Leticia
miró —seguramente— mi cara de estúpido enamorado y me dijo que después de la
misa de ocho me esperaba en la plaza, acepté.
Sin
decir más, regresé a casa, me sentí más tranquilo, aunque pensé no decir a
Miguel, a Juan y a David que había pedido perdón, se burlarían de mí, dirían
que soy un marica. ¡Ya qué! Los ojos
de Leticia valían la pena, aunque eso implicaba no irme de juerga durante la
noche.
LAS
CAMPANAS DE LA IGLESIA repicaron avisando la primera llamada de la misa de
ocho, así que me bañé para impresionar con la vista, el olor y todos los
sentidos a Leticia.
Mi
madre me preguntó cuándo entraría a la prepa, le dije la fecha. Sabía que era
el momento adecuado, así que confesé a mi madre que me había inscrito en la
preparatoria de San Luis y no en la del pueblo, como ella quería. Esperé una
bola de regaños y reproches, seguramente —pensé— mi madre me diría: “Tu hermano
estudió en la preparatoria del pueblo y ahora es todo un abogado, deberías seguir
su ejemplo”, y sin duda, yo le respondería: “Pero mi hermano nunca te ayuda, tú
tienes que trabajar, así que de poco sirve que mi hermano sea licenciado, yo seguramente
seré escritor, pero siempre te ayudaré”. Contrario a lo que pensé, mi madre me
invitó a que me sentara y dijo, una vez que estaba sobre una silla:
—Hijo,
es tiempo de que entiendas que una cosa es lo que yo quiero para ti, y otra
diferente, lo que tú quieres. Nunca me enojaría porque hiciste cosas que tú
querías, y menos, si esas cosas no son malas. Yo sé que ya no eres un niño, por
eso debo tenerte confianza, confiaré en ti. No me importa que estudies en la
preparatoria que sea, siempre y cuando estudies y trates de superarte, para no
ser una criada como yo. Así será de hoy en adelante, ya no me meteré en tus
decisiones, tienes que aprender solo y lo lograrás. No quiere decir que no
contarás conmigo, al contrario, necesitarás jalones de orejas, consejos e
incluso regaños, pero eso te servirá, ¡te quiero!
No
supe que decirle a mi madre, como en muchas ocasiones, la miré y aseguré que
era la mujer más inteligente, linda, sensible, guapa y demás calificativos que
un hijo puede dar a la mujer que además de mantenerte, te enseña a vivir.
Agradecí a Dios, ¡sí, a él le agradecí!, porque al abrazar a mi madre vi una
imagen de él en la pared. Que horrible que lo recuerden en una cruz y con
sangre por todos lados, pensé. Entonces entendí que, en el campo, en provincia,
lejos de las ciudades, las personas vivimos más aprisa y tenemos que madurar a
mayor velocidad, pues a los diecisiete años ya podemos ser padres, trabajar la
tierra o salir rumbo a Estados Unidos para cruzar la frontera y mantener a tu
familia.
Besé a mi madre, me bañé y al diez para
las ocho salí con dirección a la plaza, no quería llegar tarde a mi cita con
Leticia, y más ahora que mi madre me había enseñado tantas cosas.
Al
pasar frente a la banca que el gobierno puso para que nos reuniéramos los
cuates, todavía no llegaba nadie, seguramente estaban consiguiendo dinero para
ponerse la borrachera de su vida. Pasé frente a la banca muy rápido, no quería
que David, Miguel o Juan me vieran con Leticia.
La misa había terminado, lo supe porque
cuando terminaba los jóvenes del pueblo se reunían en la plaza con la esperanza
de que su novia se encontrara sola, sin sus padres. Otros jóvenes cada noche
mantenían la esperanza de que por fin alguien les hiciera caso, o les echara un
lazo, como decía don Arnul.
Me coloqué en un lugar estratégico, en
eso tenía experiencia, desde ese lugar era imposible dejar de ver a alguien
cuando salía de la iglesia, así fue, en cuanto Leticia cruzó la puerta del
templo miré su cara linda, lo que me sorprendió fue mirar que junto a la prima
que no peló a Juan estaba alguien conocido, al acercarse un poco reconocí a
Miguel. Quise dar vuelta y regresar a la banca donde seguramente ya estaban
David y Juan, pero antes de ejecutar mi pensamiento Leticia y sus primas
estaban frente a mí. No dije nada, miré a Miguel, quien seguramente sintió lo
mismo que yo, así que nadie dijo nada. Leticia y Reina se quedaron conmigo, su
prima y Miguel siguieron caminando, antes de perderse en la plaza, Miguel
volteó y me sonrió, se echó aire con el libro que traía en la mano. Reina se
despidió y se fue.
—Que
puntual eres —me dijo Leticia.
—Cuando
alguien me interesa es imposible que llegue tarde. No me parecería adecuado.
Leticia
no dijo nada, sonrió.
—¿Quieres
un refresco? —pregunté a Leticia.
Movió
la cabeza para decir que sí. Caminamos uno al lado del otro hasta la tienda de
Ray. ¡Que tal viejo!, saludé a Ray, me respondió con una sonrisa, y es que a
esa hora la tienda estaba repleta de borrachos. Sin preguntarle a Leticia, del
refrigerador tomé dos jarritos, y en
una banca de madera que estaba frente a la tienda de Ray nos sentamos.
—¿Ya
no estás enojada porque no te fui a ver ayer? —dije a Leticia para iniciar la
plática, y para que se enterara que estaba arrepentido de no haber estado con ella.
—Yo
nunca olvido, algunas veces perdono —confesó Leticia.
Me
arrepentí de haber preguntado eso, “una cosa es que se dé cuenta que estaba
arrepentido, y otra cosa es que se dé cuenta que soy un idiota”, pensé.
—Pero
no te preocupes, ya te perdoné, además, no vale la pena que estemos peleando si
el tiempo que voy a estar en el pueblo es poco ¿no crees? —dijo Leticia y me
miró a los ojos.
Ese
sí me pareció un comentario adecuado. En la mente agradecí lo que dijo Leticia.
Sin decir nada más, la bese una, dos, tres veces, no sé cuantas, sólo sé que
fue increíble, aunque cada que pasaba frente a nosotros alguna de las señoras
del pueblo no sé qué murmuraban, no me importó, los besos de Leticia me hacían
sentir cosas que nunca había sentido.
Leticia
era diferente. Las muchachas del pueblo eran cohibidas, no dejaban que las
besaras frente a nadie, incluso cuando íbamos a la parcela de don Arnul tenían
pena de hacerlo, y eso que estábamos solos. Leticia no era así, era liberal, no
le importaba lo que dijeran en el pueblo, seguramente porque venía de la
Ciudad. Me daban ganas de vivir en la Ciudad.
Al terminar los jarritos y los besos Reina se acercó a nosotros y le dijo a Leticia
que ya era tarde, que tenían que irse. Miré mi reloj y eran las once de la
noche, ¡no supe cómo pasó el tiempo!
Entré a la tienda, dejé en el mostrador
las botellas y cuando intenté pagar Ray dijo que era cortesía de la casa, agradecí
y caminé junto a Reina y Leticia.
Le pregunté a Reina por David, me dijo
que era un borracho, que lo vio cuando entró al bar de don Manuel con Juan. Me
sentí mal amigo, cambié a los cuates por Leticia.
Al llegar a la casa de Reina me
encontré con Miguel, quien besaba a la otra prima. Me despedí de Leticia con
otro beso que me pareció eterno.
Conmigo se fue Miguel. No sabíamos que
decir, ambos preferimos a las mujeres que, a los amigos, así que mejor no
hablamos de eso. Miguel me contó dónde se había encontrado a la otra prima y yo
le pregunté de qué trataba su libro.
Al
llegar a la plaza le propuse a Miguel ir con David y Juan, seguramente ambos lo
deseábamos, era una manera de decir ¡aquí estamos cuates!
Entramos
al bar de don Manuel y en una de las mesas estaba David y Juan con más de una
docena de botellas de cerveza vacías. Nos acercamos, al vernos David dijo:
—¡Ah!,
sí vinieron los “cuates”.
Miguel
y yo no respondimos, agarramos de otra mesa unas sillas y nos sentamos. David
continuó:
—Pinches amigos los míos, prefirieron
irse con las viejas que quedarse con los amigos, espero que cuando necesiten de
un amigo, las nalgas de las viejas les ayuden.
Continuamos
sin decir nada. Pedimos dos cervezas y tomamos rápidamente.
—No
sean pendéjos —continuó David— las
nalgas son mentirosas, parece que todo está bien pero cuando menos te lo
esperas, te dan la espalda y se van con el primer güey que encuentran, se los digo por experiencia —al terminar, David
tomó una botella casi vacía y dijo salud.
Todos
tomamos. Quise sacar a David del bar y llevarlo a su casa, pero no fue posible,
al contrario, pidió más botellas. Insistí en que ya había bebido mucho, pero
nada funcionó. Me abrazó y me dijo que él sabía que éramos sus cuates, pero que
éramos inexpertos en asuntos del amor, por eso nos íbamos con las primeras
nalgas que nos ponían. No le respondí, bebí otra cerveza.
A la una de la mañana, todos ebrios, salimos del bar de don
Manuel. Miguel y yo tomamos menos que David y Juan. David propuso llevar
serenata a Reina y yo propuse llevarle serenata a Cristina. No sé de dónde Juan
sacó una guitarra, lo único que supe fue que ya teníamos con qué acompañar los
cantos, teníamos mariachis y teníamos a quién llevar serenata.
Primero fuimos a la casa de Reina.
David cantó “lástima que seas ajena”, “volver, volver” y “el rey”. Con la
tercera canción las luces de la casa de Reina se encendieron, pensamos que era
Reina y sus primas, pero quien apareció en la ventana fue el papá de Reina con
una escopeta y amenazó con disparar si no nos “largábamos”. David dijo al papá
de Reina una docena de leperadas y cuando terminamos de cantar “el rey” nos
fuimos.
Nos dirigimos a la casa de Cristina,
nadie estaba de acuerdo con la serenata, pero me siguieron la corriente. La
casa de Cristina estaba cerca de la plaza, era la más bonita del pueblo, eso no
era nuevo, cada que alguien era presidente municipal en San Francisco su casa
se convertía en la más bonita.
Una vez frente a la casa de Cristina,
Juan empezó a tocar la guitarra y todos cantamos “paloma querida”, al terminar,
las luces no se habían encendido así que cantamos “amor eterno” y “gema”. Las
luces se prendieron, pero Cristina no apareció por ningún lado los únicos que
aparecieron fueron seis policías que nos solicitaron retirarnos. David preguntó
por qué. Preguntó si era delito llevar serenata, los policías respondieron que
los escándalos estaban prohibidos, y más, cuando eran frente a la casa del
presidente municipal. Miguel respondió que el presidente municipal era un
ratero y que los policías y el presidente se fueran mucho a la chingada, “pues la Constitución Política
de México describe en sus artículos sexto y séptimo la libre expresión”, los
policías no se inmutaron por la defensa de Miguel, al contrario, nos subieron a
todos a una camioneta y nos llevaron a la cárcel municipal, en la presidencia.
Ahí pasamos la noche.
CUANDO AMANECIÓ, LA
CRUDA ERA insoportable, aunque la cruda moral era todavía más dolorosa. El papá
de Miguel ya se había peleado con el papá de Cristina, alegaba que era domingo
cuando nos detuvieron y que ese día no era hábil, por lo tanto, no tenían
porque encerrarnos. Los policías y el papá de Cristina se cansaron de explicar
que Miguel los insultó y que ya era lunes, así que si no se tranquilizaba
amenazaron con encerrarlo a él también. El papá de Miguel cada vez estaba más
enojado, finalmente se retiró amenazando con sacar de la presidencia al partido
del padre de Cristina.
También la mamá de David, la mamá de
Juan y mi madre, nos visitaron. Cuando vi a mi mamá me sentí avergonzado,
después de la plática del día anterior no era justo que me visitara en la cárcel,
aunque a ella pareció no importarle, de una canasta sacó unas tortas que nos
comimos rápidamente, tenían mucho picante, mi mamá sabía que habíamos bebido la
noche anterior.
El papá de Cristina pedía que pagáramos
una fianza, nosotros les pedimos a nuestros padres que no lo hicieran, que preferíamos
pasar 36 horas encerrados. No nos hicieron caso, salieron a conseguir dinero.
Un policía me dijo que saliera de aquel
cuartucho donde nos tenían detenidos, no sabía para qué, pero antes de perderme
en un pasillo, Miguel gritó a los policías: “nada más le hacen algo a mi amigo
y se los lleva la chingada”.
Llegamos a una banca donde Cristina
estaba sentada, cubría sus ojos con unos anteojos negros.
—¿Cómo
estás Carlos?
No
le respondí. Me pareció una pregunta idiota, era obvio que no estaba bien,
estaba crudo, avergonzado y, además, encarcelado.
—Anoche
escuché su escándalo, pero mi papá no me dejó salir —quiso excusarse Cristina.
—No
te preocupes, ahora tengo mucha pena, no debí haberte molestado.
—A
mí me pareció muy lindo tú detalle. Lo malo son los amigos que tienes, todos
son unos borrachos, tú eres el único que vale la pena, deberías tener otro tipo
de amistades.
Tampoco
le respondí. Nunca me gustó que insultaran a mis amigos.
—Tú
sabes que yo te aprecio mucho Carlos, por eso le pedí a mi papá que te dejara
salir, así que ya podemos irnos, te invito a desayunar.
—Aprecio
que te preocupes por mí, yo también te quiero mucho, tu también lo sabes, pero
no puedo salir solo, sin mis amigos, si ellos se quedan, yo me quedo.
Cristina
me miró, lamentó que no tuviera aspiraciones. Dijo que nunca progresaría con
esa mentalidad, que no todo en la vida era amistad y buena voluntad, “existen
otras cosas que algún día tienes que entender”, concluyó. Se levantó y antes de salir dijo:
—Tú
ya estas libre, si quieres quedarte con tus amigos borrachos es tu problema.
Cristina
se dio la vuelta y se retiró. Me quedé unos segundos pensando en lo que dijo,
pero finalmente regresé a donde estaban los amigos. Antes de llegar al cuarto
donde permanecimos durante la noche, David, Miguel y Juan venían de salida. El
papá de Cristina decidió dejarnos ir, sólo pidió que laváramos los baños.
Miguel protestó e insultó a otro policía, pero finalmente los lavamos. Miguel
no ayudó, se sentó sobre una cubeta a leer un libro que le trajo su papá, en la
portada se apreciaba: "El Capital de Marx".
LAS
CLASES EN LA SECUNDARIA terminaron. El director y las señoras de la mesa
directiva organizaron un gran festival, muchos lloraron, Miguel dijo que las
lagrimas eran de los mediocres, que él estaba feliz por dejar la secundaria,
decía que haber si en la prepa le enseñaban algo, insultó al director dos
veces, cuando mencionó en su discurso los nombres de Porfírio Díaz y de Venustiano
Carranza, sólo aplaudió cuando se dijo algo de Lázaro Cárdenas y aseguró que faltaba que el pueblo conociera a Emiliano Zapata y a Francisco Villa.
La fiesta de graduación fue esa noche.
Todos
estaban felices porque estrenarían ropa. Las mujeres decidieron vestirse de negro,
los hombres no establecimos color.
Al salir de la secundaria, David,
Miguel, Juan y yo, quedamos de vernos en la plaza para ir juntos al salón de la
presidencia, donde se realizaría la fiesta.
Mi mamá me compró un pantalón y una
camisa, me veía increíble, o por lo menos eso dijo mi madre antes de salir.
Con la bendición de mi mamá y veinte
pesos en la bolsa, fui a la plaza para ver a Leticia. Desde el día de las
serenatas, la mamá de Reina prohibió a su hija y a sus sobrinas que nos vieran,
aún así me había encontrado en diversas ocasiones con Leticia en la plaza.
Faltaba poco tiempo para que se regresara a la Ciudad, así que tratábamos de
aprovechar el tiempo.
Los besos de Leticia cada vez eran más
apasionados, incluso le había tocado sus senos, ella parecía estar habituada,
yo me sentía extraño, nunca había estado con una mujer, lo más cercano había
sido cuando iba a la parcela de don Arnul. David y Juan aseguraban que hacer el
amor era maravilloso.
Esa noche vi a Leticia un momento pues
tenía que llegar puntual a la fiesta de graduación. Ella no podía asistir
porque únicamente era para alumnos y maestros, ni los padres de familia acudieron.
—¡Que
guapo! —dijo Leticia en cuanto estuve frente a ella.
—Gracias
—respondí, y di un giro presumiendo mi ropa nueva.
—¿Ya
estás listo para la “gran fiesta"?
—Sí,
pero tú me vas a hacer falta.
No
respondió. Nos besamos durante un largo tiempo. Al besar a Leticia, mi cuerpo
sentía una sensación extraña, parecía que me exigía que fuera más allá de un
simple beso.
A
las siete en punto me despedí de Leticia y prometí estar con ella al día
siguiente, incluso le propuse que antes de regresar a la Ciudad fuéramos a la
parcela de don Arnul, ella aceptó y con un beso de despedida me retiré.
Cuando
llegué a la banca de la plaza, David estaba sentado junto a Juan, Miguel aún no
llegaba. Los tres estábamos estrenando, parecíamos galanes de televisión.
Después de quince minutos llegó Miguel y los cuatro caminamos al salón, donde
casi ya todos estaban.
Cuando
David vio a Reina corrió a saludarla, y es que, desde la serenata, no se habían
visto. Con la mirada recorrí el salón y vi como me saludaba Patricia, incluso
me hizo señas para sentarme junto a ella, no le hice caso, pero Miguel me
aventó y me dijo “ahora es cuando, Patricia se ve re buena”.
Caminamos
los tres con dirección a la mesa donde se encontraba Patricia junto a unas
amigas, después de saludar, nos sentamos. Patricia agradeció que cumpliera mi
palabra de estar con ella.
Una
vez en la mesa, Juan y Miguel tomaron una botella con refresco y sirvieron a
todos. En unos minutos ya platicaban con las amigas de Patricia.
Patricia
se me acercó y dijo:
—Ahora
que salimos de la secundaria es el momento indicado para conocernos,
seguramente ya te diste cuenta que me gustas.
No
le hice caso, más bien recorrí el salón buscando a Cristina. Desde la plática
de la cárcel no había hablado con ella. En la cárcel no me gustó que me dijera
que cambiara de amistades. Volteé y miré a David junto a Reina. David era un
buen amigo. Juan y Miguel bebían cerveza, me pareció que también ellos eran
buenos amigos, estaba indignado por lo que me dijo Cristina.
Patricia
seguía hablando, no sé qué tantas cosas decía, lo único que recuerdo es: “ya es
tarde y no nos sirven la cena”. Su comentario me pareció adecuado, por la
emoción de estrenar y estar sentado con los amigos y enemigos de la secundaria,
me había olvidado de comer.
Por
la puerta principal entró Cristina, con un vestido negro como el de todas las
mujeres, pero a ella se le veía diferente, parecía una princesa, que digo una
princesa, una reina, una reina que necesitaba de un acompañante, de un príncipe
que caminara junto a ella, hasta el fin del mundo. Esa noche se prestó para
cursilerías, no me arrepentí de lo que pensé, más bien quise levantarme y
acercarme a Cristina, darle un beso como los que nos dimos en su casa y bailar
hasta que a mis zapatos nuevos se les terminara la suela.
No
me levanté, eso implicaba dejar a Patricia sola y eso no era de caballeros,
había prometido estar con ella y así lo haría, aunque eso acarreara la
consecuencia de ver a Cristina tan hermosa y tan lejos.
Algunas
madres de los compañeros salieron y empezaron a repartir el arroz. Patricia
siguió diciendo cosas, pero mi hambre no soportó más e inicié a comer. El arroz
me pareció sabroso, aunque no le di gran mérito, cuando alguien tiene hambre
hasta las semillas pueden ser un exquisito platillo. Después del arroz: mole y
pollo.
A
esa hora el maestro de civismo ya estaba borracho y coqueteaba con la esposa
del director, quien no dejaba de ver las piernas de la maestra de música, que
por más que jalaba la pequeña tela negra no lograba cubrir las desprotegidas
medias, también negras.
Antes
de que termináramos de comer, unos mariachis entraron, la música aligeró la
cena, y es que en raras ocasiones en el pueblo se escuchan mariachis,
regularmente la banda es quien ameniza las festividades. Ese día había
mariachis, gracias a lo espléndido del papá de Cristina. Cuando los mariachis
cantaron “el rey”, David dejó a Reina y abrasados junto a Miguel y Juan la
cantamos los cuatro. No dejé de mirar a Cristina. Los mariachis continuaron, en
una canción Patricia me abrazó y juró que nunca nos separaríamos, tampoco le
hice caso, seguía mirando a Cristina.
Cuando
los mariachis terminaron de cantar, el directos había bailado con la maestra de
música, el maestro de civismo bailó con la esposa del director y uno que otro
alumno hizo el ridículo junto a ellos. La maestra de música estaba tomada, no
le importó que la minifalda se subiera de más al bailar la “puerta negra”, el
director parecía un jovencito.
Antes
de que los músicos se retiraran, el director agradeció al papá de Cristina por
la contratación de los mariachis, todos aplaudieron. Miguel, en lugar de
aplaudir, le mentó la madre dos veces al presidente municipal y al director,
pero la mirada de maestros y del propio director, lo apaciguaron. Yo aplaudí,
pero únicamente para quedar bien con Cristina, Miguel movió la cabeza
manifestando su inconformidad.
A
varios de los asistentes las copas ya se les habían subido. David y Miguel
estaban colorados y de todo se reían. Patricia estaba más borracha que
cualquiera, se colgaba de mi cuello, me besaba en la mejilla e insistía en que
estaríamos juntos toda la vida. Seguía sin hacerle caso, mi pensamiento estaba
con Cristina. Pensaba levantarme y acercarme a ella, para pedirle perdón por
haber hecho un escándalo en su casa, pero eso era humillarme, además, ella
había sido injusta cuando me pidió que tuviera otros amigos.
El
baile comenzó. Patricia me pidió que bailáramos, acepté, pero lo hicimos sólo un
momento. Los pies de Patricia trastabillaban y no era posible concretar dos
pasos correctamente, además, Patricia intentó besarme en la boca, Cristina nos
observó. Pedí a Patricia que nos sentáramos y tomé un trago de cerveza.
Cuando
empezó otra pieza, Cristina se acercó a la mesa donde yo estaba, me ofreció la
mano para bailar, no lo dudé, bailé con Cristina.
La mitad de la canción permanecimos
callados, seguramente ella esperaba que yo hablara, pero no lo hice, estaba
ofendido por lo que Cristina dijo de mis amigos.
—¿Estás
enojado Carlos?
—No.
¿Debo estarlo?
—No,
me parece extraño que ni siquiera me saludaras. ¿Acaso interrumpí algo con tu
amiguita?
—No
—respondí inmediatamente. Patricia es solamente una buena amiga.
—¿Apoco
abrasas a las buenas amigas y te dejas besar por ellas?
—No,
Patricia no me besó, lo que ocurre es que está pasada de copas.
—¿Patricia
te gusta más que yo?
Por
un momento pensé qué responderle a Cristina, era mi venganza decirle que
Patricia sí me gustaba más que ella, pero al mirar sus ojos, no pude hacerlo,
lo único que dije fue:
–Como
crees, tú sabes que eres la única persona que me interesa.
–Entonces
deja a Patricia y ven conmigo a la mesa.
No
respondí, lo pensé, pero mi pensamiento fue interrumpido por Patricia que de
una bofetada separó a Cristina de mí. Cristina se quedó sorprendida y estática,
Patricia intentó continuar golpeando a Cristina, pero la abracé por la espalda
y así detuve sus intenciones, enseguida algunos maestros llegaron al lugar
donde bailábamos Cristina y yo e intentaron tranquilizar a Patricia, pero se
puso cada vez más imprudente. Tomé de la mano a Cristina, le revisé su mejilla,
la tenía totalmente colorada, me sentí culpable, le ofrecí disculpas en nombre
de Patricia, Cristina no dijo nada, fue a donde estaba su abrigo y salió del
salón, salí atrás de ella.
Fuera
del salón Cristina gritó como loca, dijo que tenía razón cuando me aconsejó
cambiar de amistades: “Ya ves, tu amiga es una naca, ¿viste cómo me golpeó?” No
le dije nada, la abracé y propuse llevarla a su casa.
—¡Cómo
crees, mis papás me matarían si llego con la mejilla de este color!
—¿Entonces?
—¡Tengo
una idea!
Sin
decir nada más, Cristina tomó mi mano y con los dedos entrelazados caminamos
rápidamente. A tres cuadras de la plaza nos paramos frente a una casa muy
grande, pero más modesta que la de Cristina.
De
su bolsa Cristina extrajo unas llaves y en silencio abrió la puerta.
—¿Quién
vive aquí? —le pregunté.
—¡Ssssssh!,
¡cállate, no hagas ruido! —dijo Cristina y explicó: —ésta es la casa donde
vivía antes con mis papás, la dejamos hace tiempo, pero está bastante
confortable.
Cristina
encendió una lámpara y con naturalidad me invitó un trago de vino, sirvió en
dos copas y propuso un brindis. Ella brindó porque estuviéramos juntos mucho
tiempo, yo por lo mismo.
Sin perder el tiempo Cristina me besó
apasionadamente, como últimamente me había besado Leticia. Sentí una sensación
extraña, pero cuando me di cuenta, ya estábamos en una recámara. Cristina
encendió otra lámpara y se quitó el vestido negro, no dije nada, no hice nada,
miré el cuerpo de Cristina con los ojos muy abiertos, era la primera vez que
veía una mujer desnuda frente a mí. Únicamente las había visto en revistas,
pero esa vez fue real, Cristina estaba frente a mí completamente desnuda e
invitándome a que me acercara, caminé como autómata hacia ella, me abrazó, nos
besamos y después, todo fue nuevo para mí...
LAS
CLASES HABÍAN TERMINADO, PERO no era como cada año, donde terminaba por partes,
ahora nunca regresaría a la secundaría. No sentía nostalgia, al contrario,
sabía que en la preparatoria todo sería diferente, por lo menos en esos
momentos todo era distinto, me sentía más grande, más responsable, más maduro
diría mi madre.
Ese día, como lo habíamos acordado,
iría con David, con Miguel, con Reina, con su prima y con Leticia a la parcela
de don Arnul. Juan no nos acompañó, no consiguió pareja y “era feo ver como se
come pan en frente de los pobres”, excusó Juan. Invitamos a otras muchachas,
pero Juan no tenía mucho éxito con las mujeres.
También ese día empezaron las campañas
para elegir al nuevo presidente municipal del pueblo. Como siempre, el partido
que representaba el padre de Cristina era el favorito, porque cada elección
hacía fraude: de los pueblitos y rancherías del municipio traían a los
campesinos, a las señoras y a los jóvenes, les daban de comer, les regalaban
bolsas, gorras y rifaban algunas despensas para convencerlos de que votaran por
el Partido Azul y Verde, colores del partido del papá de Cristina.
El papá de Miguel era de otro partido,
él representaba “las fuerzas de izquierda, las fuerzas conscientes y
verdaderamente revolucionarias”, por lo menos eso decían los volantes que
repartió.
En época de elecciones figuras
importantes del país aparecían en el pueblo, recuerdo que en una ocasión el
presidente de la república nos visitó, acudió a la primaria del pueblo y
después de un discurso, saludó a los que estábamos cerca de él, yo fui uno de ellos.
Ese día me tocó aprender un poema a la patria, que tuve que recitar frente a
todos. Mi mamá se sintió muy orgullosa de mí, yo quería ser presidente. Ahora
no, los presidentes son los culpables de que estemos tan pobres, eso también lo
leí en los volantes que repartió el padre de Miguel.
David chifló, ese era el aviso
inequívoco de que era hora de partir con “rumbo a nuestro destino”. Empecé mal
el día, ¿cursilerías tan temprano? ¡yo no tenía remedio! —pensé.
No hice esperar a David, sobre todo
porque durante la noche Leticia se marcharía.
Cuando salí de casa, David estaba
parado en la gran piedra, que seguramente no colocó el gobierno para nosotros,
pero sin duda, la naturaleza dijo: “pondré una roca en ese lugar para que
Carlos y sus amigos puedan sentarse, esconderse y reunirse”.
Saludé a David, fuimos a la plaza por
Miguel y caminamos con dirección a la calle donde vive Reina. Su mamá nos había
perdonado después de aquella borrachera nocturna. En cuanto estuvimos frente a
la casa de Reina, David chifló y esperamos sentados en la banqueta a que
saliera acompañada de sus primas.
En las manos cada uno de nosotros traía
bolsas con tortas, refrescos y algunas frutas, aunque eso era innecesario, la
parcela de don Arnul tenía de todo, incluso el agua que nacía en un manantial y
abastecía el arroyó, podía beberse.
Leticia salió primero, traía un short de mezclilla ajustado,
una blusa rosa que dejaba ver su ombligo, ¡que linda está Leticia!, pensé. Nos
saludó. A mí al final. Nos besamos, nos abrasamos y le di una vuelta como en
las películas norteamericanas, donde la pareja se entrelaza y gira por las
praderas como muestra de su amor. Cuando Leticia puso sus pies en el piso,
después del giro, vi a David y a Miguel, ambos se reían, no sentí vergüenza,
los enamorados están posibilitados para hacer lo que sea, no hay duda ¡había
amanecido cursi!
Reina y la otra prima salieron y
caminamos los seis con dirección a la parcela de don Arnul. El camino para
llegar a la parcela era largo, pero la vista era maravillosa. Todas las tierras
eran ejidos, decían que fueron ganadas durante la revolución, pensé que no era
justo que les quitaran las tierras a los campesinos para que se construyera un
campo de golf, y menos cuando sé qué es trabajar bajo los rayos del sol, cuando
sé qué es que te quieran pagar unas miserables monedas por lo que cosechas, ¡no
es justo!
Miguel
sabía mucho más que yo de asuntos de la tierra, él junto a su padre, organizaban
frecuentemente círculos de estudio con campesinos y se asesoraban con abogados
para ver la situación de los ejidos. Pensé que no eran tan malos los abogados.
Llegamos a la parcela. David propuso
meternos de inmediato al arroyo, todos aceptamos. Enseguida las chicas se
metieron a la cabaña donde se resguardaba don Arnul cuando llovía para quitarse
la ropa y quedar en traje de baño, nosotros nos quitamos los pantalones donde
estábamos, colocamos los alimentos bajo un gran árbol que otorgaba una sombra
increíble y vimos salir a las muchachas. Leticia traía un bikini negro, Reina
uno azul y la otra prima uno amarillo. Todas lucían maravillosas, incluso Reina
se veía bien.
Recordé
la vez que fuimos a una excursión en primero de secundaría, Reina todavía no
era novia de David, ese día salimos a una zona arqueológica del Estado, todo el
día Reina y yo estuvimos juntos hasta que se dio el momento y nos besamos, la
sentí toda aguada, ahora Reina se veía bien, sentí envidia de David.
David miró las piernas de Reina, Miguel
las de la prima, y yo las de las tres, las de Leticia eran las más bonitas. Nos
lanzamos al arroyo, echamos carreras los hombres, luego las mujeres, después
cada quien estaba con su pareja. Leticia y yo nos fuimos a una orilla del
arroyo, donde había un pequeño pozo, ahí el agua era más caliente que en
cualquier otro lugar. Leticia se abrazó a mí, quise decirle mil cosas
evidenciando que estaba triste por su partida, pero Leticia tenía otras
intenciones, me besó y después de algunas caricias, metió su mano en mi entre
pierna. Debajo del agua nada se veía, además, los demás estaban haciendo algo
parecido, nadie se enteraba de lo que pasaba. Sentí raro, mi experiencia era
poca en asuntos sexuales y después de estar por vez primera con Cristina las
mujeres me ocasionaban una sensación extraña, una sensación entre repulsión y atracción.
Leticia siguió tocando y besando, yo instintivamente respondía, pero en mi
mente no estaban sus piernas, estaba el recuerdo del cuerpo de Cristina.
Leticia me invitó a que saliéramos del
arroyo, acepté. Ella se quedó en traje de baño, yo me puse el pantalón.
Partimos a mi lugar favorito en la parcela de don Arnul, era el lugar más
hermoso que habían visto mis ojos: un pequeño llano cubierto de pasto muy
verde, rodeado de grandes rosales que atraían mariposas y una cantidad diversa
de aves, algunos árboles grandes cubrían casi el total del llano con una sombra
refrescante, no entraba aire, no hacía frío, no era demasiado caluroso, era
perfecto para estar con Leticia. A ella también el lugar le pareció increíble.
Por fin hablé. Le dije a Leticia que me
encantó estar con ella, que los días que estuvimos juntos fueron maravillosos,
que no olvidara que siempre estaría junto a ella. Mi mente no dejaría un día de
pensar en sus ojos, su boca, su pelo, de todo lo que hacía de Leticia una mujer
extraordinaria. Leticia se sonrojó, dijo que ella también la había pasado bien
y que nunca me olvidaría. No dijimos nada más. Nos besamos, nos recostamos
sobre el pasto y la mano que buscó lugares cubiertos por el traje de baño ahora
fue la mía. Los besos se transformaron en caricias y en poco tiempo Leticia y
yo estábamos desnudos repitiendo la experiencia que tuve con Cristina.
Las mariposas volaron a nuestro alrededor
y los insectos, al caminar sobre nuestros cuerpos desnudos, molestaban. Sin
decir nada, Leticia me abrazó y nos vestimos. Regresamos a donde dejamos la
comida. David, Miguel, Reina y su prima estaban comiendo, los acompañamos y
después jugamos con una pelota. Al atardecer, regresamos al pueblo, Leticia fue
la última en entrar a la casa de Reina, sabíamos que era el momento de la
despedida, nadie lloró, juramos que pronto estaríamos juntos otra vez, prometí
a Leticia ir a la Ciudad a estudiar la Universidad, Leticia se perdió al cruzar
la puerta de la casa de Reina y por la noche, estaba de regreso en la Ciudad.
No
hablé en el recorrido a mi casa, David charlaba y de vez en cuando nos ofrecía
una palmada en la espalda, como muestra de que la vida seguía, Miguel declamaba
poemas de amor, de Mario Benedetti, según nos dijo.
II
EL
DOMINGO FUE DÍA DE elecciones en el pueblo. Por la mañana la música se
escuchaba en las dos sedes de los partidos más importantes de San Francisco: el
Partido Azul y Verde y el Partido Rojo. En el primero, el mejor amigo del papá
de Cristina era el candidato, mientras que en el segundo, el papá de Miguel era
quien pretendía ser el nuevo presidente municipal.
Muy temprano se instalaron las
casillas. A mi madre le tocó ser presidente en una de ellas, no fue ni a la
capacitación, menos asistió el día de la elección. Decía que ella no creía que
perdiera el partido del padre de Cristina, aunque aseguró que votaría por el
papá de Miguel “para que mi voto no favorezca a los que hacen fraudes y roban
al pueblo”. Casi todas las personas del pueblo pensaban de esa manera, pues
desde hace muchos años las mismas personas permanecen en la presidencia,
incluso, en San Francisco, más de la mitad de la población ya ni siquiera
acudían a votar, sabían que daba lo mismo, nunca las cosas cambiarían.
Cerca de las casillas los amigos del
papá de Cristina regalaron pulque con la condición de que votaran a favor del
candidato del Azul y Verde, a las mujeres y a los niños les dieron consomé y
barbacoa. El papá de Miguel protestó, aseguró que impugnaría la elección ante
el Tribunal Electoral. Quién sabe qué era eso, pero los seguidores del Partido
Azul y Verde se burlaron del Partido Rojo, decían que eran lo mismo, “que el
Tribunal estaba al servicio de su partido”.
Los aliados del papá de Miguel
vigilaron cada una de las casillas instaladas en el pueblo, decían que a como
diera lugar evitarían el fraude, aseguraban que el pueblo estaba de su lado. En
muchas casillas los del Partido Rojo estaban con machete en mano, juraban que
los utilizarían si los del Partido Azul y Verde hacían fraude.
Durante la jornada hubo diversos
incidentes, pero ninguno pasó a mayores. Así concluyó la votación.
Durante el conteo de los votos, los
aliados del papá de Miguel y los del Partido Azul y Verde estaban pendientes de
los resultados. La gente del pueblo se fue a su casa a esperar el final del
conteo. A las doce de la noche se escucharon algunos disparos, después gritos y
pasos de personas que corrían alarmadas.
Mi mamá salió de la casa, yo salí tras
ella. Frente a la casa pasó corriendo Miguel con un palo en la mano.
—¿Qué pasa Miguel? —preguntó mi madre.
—¡Los pinches ricos del pueblo quieren ganar a como dé lugar y han
embarazado las urnas! —dijo Miguel que, sin detenerse, continuó corriendo hasta
perderse en la oscura calle, detrás de él pasaron otra docena de personas.
—¡Metete
Carlos! —me ordenó mi madre.
Entré
a la casa e intenté ver la televisión, un sujeto en la pantalla, anunciaba que
“para ocupar el gobierno estatal, la tendencia describía que se encontraba al frente
el candidato del Partido Azul y Verde, y que no habían ocurrido incidentes
mayores, salvo en San Francisco, donde un grupo de bandoleros intentaron violentar
la jornada, donde se eligió al nuevo presidente municipal, pero afortunadamente
las fuerzas policiacas restablecieron el orden”.
—¡Eso
no es cierto! —le dije a mi mamá.
Mi
madre no respondió, movió la cabeza afirmativamente y siguió escuchando la
descripción del comentarista en la televisión.
Los gritos continuaban afuera. Le dije
a mi madre si podía ir con Miguel, mi madre tampoco contestó, movió de nueva
cuenta la cabeza para decirme que sí. Me puse una chamarra y salí.
En la plaza del pueblo había muchos
policías, tanto del ayuntamiento como del Estado, todos con un arma en la mano
y amedrentando a los curiosos que trataban de identificar a las personas que se
encontraban frente a la presidencia, sin camisa, con las manos en la cabeza.
El
papá de Cristina daba órdenes para que los detenidos fueran subidos a unas
camionetas de la policía y trasladados nadie sabía a dónde. Muchas señoras lloraban
y gritaban cuando veían que su esposo o hijos eran subidos a los vehículos de
la policía, no las dejaban acercarse, ni siquiera les decían a dónde los
trasladaban.
Busqué al padre de Miguel, pero no lo
vi por ningún lado. Tampoco estaba Miguel.
Los gritos fueron cada vez mayores.
Fuera de las casillas, donde horas antes se efectuaron las votaciones, media
docena de policías del ayuntamiento custodiaba la colocación de los resultados,
en todas las cartulinas blancas, con el escudo nacional en una esquina, se
ponía por encima del resto de los partidos al Azul y Verde, lo que indicaba que
habían sido los triunfadores para ocupar los cargos de presidente municipal,
síndico y regidores.
La gente gritaba de todo, le gritaban
ratero al papá de Cristina, muchos intentaron acercarse y arrancar las
cartulinas, pero los policías lo impidieron, inclusive arrestaron a algunas
señoras que por más que intentaron defenderse, nada pudieron hacer contra la
fuerza de los toletes de los uniformados.
En dos horas la plaza del pueblo quedó
casi desolada. Únicamente permanecían frente a la presidencia algunos policías.
David se mantenía junto a mí, pues al escuchar los gritos salió de inmediato y
nos encontramos en la plaza, ambos no creíamos lo que sucedía. Pensamos retirarnos
y esperar unas horas para ver qué había sido de Miguel, pero otra vez se
escucharon gritos.
De
una de las calles que concluye en la plaza, se acercaba un gran número de
personas con antorchas, machetes y una que otra escopeta. El papá de Miguel estaba
al frente de la multitud. Miguel venía en el grupo también, en una de sus manos
sujetaba un machete. La multitud gritaba enardecida.
Al
mirar que se acercaban más los manifestantes, los policías inmediatamente se
pusieron alerta, dispararon al aire pero eso no intimidó a la multitud que
seguía acercándose con dirección a la presidencia.
Al
pasar frente a nosotros, Miguel nos invitó a acompañarlos, David enseguida se
colocó junto a Miguel, yo no me moví.
El grupo de personas lideradas por el
padre de Miguel se acercó a un metro de los policías, quienes amenazaban con
disparar a los que se atrevieran a violar el cerco que colocó el papá de
Cristina.
Los acompañantes de Miguel y de su
padre, amenazaron con responder a la violencia con violencia, dijeron a los
policías que era mejor que se retiraran sino querían sufrir las consecuencias
de obedecer a un cacique "ustedes también son parte del pueblo”.
Los
policías no se movieron, lanzaron más disparos al aire, pero los aliados del
papá de Miguel también dispararon al aire. Los ánimos se calentaron. La gente
que acompañaba a Miguel gritaba “¡tomemos el municipio, no permitamos, una vez
más, que el partido de los ricos se apodere de San Francisco!”.
El cura del pueblo trataba de evitar
que la gente armada y con antorchas cometiera “una locura”. Decía el sacerdote
que la violencia genera más violencia, que así nada se resolvería, que se tenía
que acudir a las instancias correspondientes. “Nada se debe resolver con
violencia”, aseguraba el párroco.
La gente no le hizo caso al sacerdote,
al contrario, le dijeron que si él estaba a favor de los pobres lo que tenía
que hacer era tomar un machete y defender la decisión del pueblo. Uno de los
señores que acompañaba al papá de Miguel le lanzó un machete que cayó a un
costado de sus pies, el sacerdote decidió retirarse del lugar, no sin antes dar
su bendición.
El papá de Cristina se asomó por una de
las ventanas de la presidencia, mientras hablaba por un radio de
intercomunicación.
Del
grupo del papá de Miguel, nutrido por los campesinos y señoras de San
Francisco, salieron algunas piedras que rompieron los cristales donde el papá
de Cristina daba órdenes. Los policías movieron la cabeza y después de una
señal de uno de sus jefes, se lanzaron contra los campesinos del pueblo. La
multitud respondió. Se escucharon detonaciones, gritos, muchas personas
corrieron, pero finalmente las puertas de la presidencia ardieron con las
antorchas.
Los
policías pidieron perdón y aseguraban que sólo obedecían órdenes. El papá de Miguel
entró a las instalaciones gubernamentales y junto con otros hombres sacó de la
presidencia al padre de Cristina y al candidato del Partido Azul y Verde. Todos
los querían linchar. El papá de Miguel decía “no cometeremos los mismos actos
reprobables y autoritarios que han hecho los ricos del pueblo, contra los
campesinos que tenemos únicamente nuestras manos para trabajar la tierra”. Las
personas no escuchaban, querían que se quemara vivo al papá de Cristina y al
candidato.
En un momento las campanas de la
iglesia sonaron y cada vez más personas se congregaban en la plaza del pueblo.
En
la asta que se encontraba sobre la presidencia municipal, se colocó una bandera
roja con una estrella negra y debajo, la bandera de México. Algunas personas lanzaron
fuegos pirotécnicos.
La celebración no duró más de treinta
minutos, en poco tiempo, más de cuarenta camionetas color negro y con cristales
polarizados entraron al pueblo, era un grupo de policías estatales. Los
uniformados que bajaron de los vehículos arremetieron contra la gente de San
Francisco, se escucharon disparos, vi cómo el papá de Miguel caía a causa de un
disparo en la cabeza. Todos corrían como locos, trataban de alejarse del
tiroteo. Yo me metí en un hueco que estaba entre dos casas alrededor de la
plaza, en ese lugar muchas veces me escondí para que no me viera mi madre o
alguna de las muchachas del pueblo, ese día me escondí para que no me tocara
una bala.
Durante cuarenta minutos los gritos y
las escenas aterradoras no cesaron, después de ese tiempo, la plaza quedó
cubierta de cuerpos. Enfrente de donde me encontraba escondido vi a David que
se arrastraba a causa de un disparo en una de sus piernas, traté de acercarme a
él y colocarlo hasta donde no corriera peligro, pero un policía se acercó y le
disparó en la cabeza. Cerré los ojos los apreté y no los volví a abrir hasta
que el sol impidió que permaneciera escondido, mis pantalones estaban empapados
y mi cuerpo no dejaba de temblar.
Salí de mi escondite con el pensamiento
perturbado. La plaza estaba limpia, sin un cuerpo, sin gritos, sin policías.
Había algunos uniformados frente a la presidencia, parecía que nada había
ocurrido. Caminé con dirección a mi casa, quise avisarle a mi madre que me
encontraba bien, que no se preocupara. Mis piernas temblaban incesantes, el
recuerdo de los muertos retumbaba en mi mente, detrás de mi escuché algunos
pasos, una mano me tomó de un hombro y me ordenó detenerme, instintivamente y
temblando de miedo, me mantuve estático, era un uniformado. Al mirar su pistola
que permanecía en su cintura, creí que no viviría más, que el policía
desenfundaría y de un disparo, destrozaría mi cabeza, como sucedió con el padre
de Miguel y con David.
—¿Adónde
vas? —preguntó el policía.
—A... mi... casa.
—¿Dónde
vives?
—En
la otra calle.
—¿Conoces
a las personas del Partido Rojo?
Moví
la cabeza rápidamente diciendo que no.
—¿Qué
haces entonces aquí afuera?
—Estoy
buscando a mi mamá.
—Muy
bien, continua tú camino y no salgas para nada, ¡entendido!
Moví
la cabeza afirmativamente y me marché a toda prisa.
Al
llegar a mi casa, toqué la puerta, mi madre estaba del otro lado, pero no
respondió hasta que estuvo segura que era yo.
Una
vez dentro, abracé a mamá y nos mantuvimos juntos, un largo tiempo, sin que
nadie dijera nada.
LAS
NOTICIAS POR TELEVISIÓN DEDICARON únicamente algunos segundos para describir
que “personas subversivas intentaron
alterar el orden social en San Francisco, pero gracias a la oportuna
intervención de las autoridades, los hechos no pasaron a mayores, al parecer
varias personas murieron en los enfrentamientos, entre ellas algunos policías”;
describieron dos sujetos en la pantalla.
Ciertamente,
en los enfrentamientos murieron personas, muchas personas, muchos campesinos,
muchas mujeres, niños e incluso uno de mis mejores amigos.
En
el pueblo la gente no salió en dos días, las que lo hicieron era porque no
sabían si sus parientes estaban detenidos o habían muerto durante la noche de
los enfrentamientos.
A
Miguel no lo detuvieron, dijo su mamá que logró escapar junto con otras
personas.
Esa
tarde se realizaron los sepelios de aquellos a quienes asesinaron tres días
antes, casi todo el pueblo se reunió. Junto a mí estaban Juan y Reina, ésta última
lloraba desconsolada por la ausencia de David.
A
un costado de la plaza todos los ataúdes se colocaron. Todos los que quedamos
libres de balas o detenciones rezábamos.
El sacerdote advirtió que la salida no era la violencia y
agradeció a Dios que únicamente hubieran muerto algunas personas.
Los
policías habían sido sustituidos por efectivos del ejército, que vestidos de
verde olivo resguardaban en el pueblo todas las entradas y en la plaza, el
acceso a San Francisco era restringido.
Don
Arnul con su paso cansado y sus fuerzas frustradas por los años y por los actos
ocurridos en el pueblo que lo vio nacer, lanzó algunos cuetes que retumbaron en
el cielo. La música empezó. Los cuerpos fueron cargados en hombros. Juan y yo
ayudamos con la caja de David. Reina seguía desconsolada.
El
recorrido al panteón fue muy lento, parecía que nadie quería llegar. Los niños
al frente del grupo cantaban y aventaban pétalos de flores blancas. Las mujeres
que se encontraban al final del grupo rezaban y de vez en cuando cantaban con
los niños. Los hombres eran pocos, más bien había ancianos que ayudaban a
cargar los cuerpos. Los jóvenes lloraban por la ausencia de su padre, de su
hermano o de su mejor amigo. Los músicos caminaban al final del grupo, no dejaban
de cantar, al contrario, entre más nos acercábamos al campo santo, su volumen
de voz aumentaba.
Finalmente
llegamos al cementerio, los cuerpos fueron colocados en círculo, se dio la
última despedida a los parientes muertos. Reina abrazó la caja de David y miró
al cielo como exigiendo una respuesta, no dejaba de llorar, de gritar, de
culpar, pues como la mayor parte de las personas del pueblo, esperaba una
respuesta, esperaba que todo eso fuera una mentira, una pesadilla que, al
dormir y volver a abrir los ojos, desapareciera y de nuevo, poder ver a David.
El
sacerdote indicó que los cuerpos fueran enterrados. El llanto fue más triste,
más desconsolado.
Poco
a poco los féretros fueron cubiertos con la tierra donde apenas unos días, los
que estaban siendo cubiertos trabajaban.
Se
escucharon pasos de caballos, por una de las entradas del panteón apareció con
flores un grupo nutrido de hombres. Era Miguel en compañía de algunas personas
del pueblo. Enseguida se guardó silencio. Miguel arrojó las flores en la tumba
de su padre y le dijo a los muertos que “su sangre será vengada, los que
intentan ver la esperanza de los pobres enterrada, están equivocados y, este
día, entierran a los mejores hombres del pueblo, pero la semilla está sembrada
y pronto, muy pronto, se cosechará en la historia un México nuevo”.
Otra
vez la música se escuchó. Miguel se acercó a la tumba de su padre y algunas lágrimas
cubrieron sus mejillas, abrazó a su madre y le besó la frente, al mirarme, se
acercó y me dijo:
—Carlos,
amigo, te encargo a mi mamá, únicamente te tiene a ti, mantente alerta de lo
que sucede en el pueblo, pronto recibirás noticias mías, por lo pronto,
estudia, trabaja, prepara el terreno para que en el futuro todos podamos vivir
sin temor a morir.
No
le respondí, nos abrazamos y un hombre desde una de las bardas del campo santo
gritó que se acercaban los federales. Enseguida Miguel y sus acompañantes
montaron los caballos y salieron a todo galope. Los soldados pasaron frente al
panteón cabalgando rápidamente, inclusive se escucharon disparos. El sacerdote
miró al cielo y se persignó.
Reina
no quería separarse de la tumba de David, decía que prefería también haber
muerto. Muchos murmuraron que era amor juvenil, que pronto se le pasaría.
LAS
CLASES EN LA PREPA estaban por
iniciar, los jóvenes nos preparábamos para acudir a la plaza. Cada que empezaba
un ciclo escolar, los estudiantes de primaria, secundaria y preparatoria,
desfilaban por las calles del pueblo y los directores da cada una, ofrecían un
mensaje de bienvenida a las nuevas generaciones. Personas de pueblos aledaños y
rancherías, llegaron a San Francisco para ver a sus hijos desfilar.
Ya “restaurado el orden”, según decía
el nuevo presidente municipal del pueblo: el amigo del padre de Cristina, “las
acciones de desarrollo y civismo pueden efectuarse”.
Poca gente asistió al desfile a pesar
de la invitación que realizó el presidente municipal. Todos en el pueblo decían
que ese no era su presidente, aseguraban que era un asesino. Quienes acudieron
lo hicieron únicamente para ver a sus hijos desfilar.
Desde
hacía un mes, la gente estaba únicamente en las calles cuando tenían que
comprar algo o regresaban del campo, inclusive a los niños no los dejaban jugar
fuera de casa. Parecía que la muerte y el miedo estaban en las calles del
pueblo.
El desfile inició puntualmente. A las
diez de la mañana los niños de la primaria, vestidos todos de blanco, empezaron
el recorrido. El director de esa escuela dirigió un mensaje en el que invitó a
que las futuras generaciones "no recordaran lo negro de la historia, por
el contrario, deben recordar las fechas gloriosas de la historia del país”.
El
presidente municipal estaba en el centro del templete que se colocó frente a la
presidencia. Cada que un director decía su mensaje, aplaudía impetuosamente.
Tocó el turno al director de la
preparatoria, dijo que "los jóvenes son valientes e incluso idealistas,
pero los tiempos que se viven en San Francisco y en el país
no son tiempos de confrontaciones, sino de
dialogo, respeto y tolerancia". El presidente municipal aplaudió largo
rato. El director agradeció al gobierno por las nuevas computadoras y ofreció
su apoyo para todo lo que se necesitara.
El cielo se cubrió de luces. La banda
de música que contrató la presidencia, inició a tocar. Las personas del pueblo
esperaban que sus hijos desfilaran para retirarse.
El presidente municipal se levantó de
su asiento y probó el micrófono colocado frente a su boca, antes de empezar su
discurso una porra organizada por el papá de Cristina se escuchó dispersa.
El
presidente se paró erguido y agradeció al pueblo por haberlo elegido. Algunas
personas gritaron para manifestar su descontento, pero enseguida los policías
que estaban rodeando el templete levantaron sus armas y de nuevo el silencio
invadió al pueblo. El presidente municipal continuó, pero fue interrumpido por
disparos, gritos y personas que bajaban de la sierra montadas a caballo. El
presidente enseguida guardó silencio y miró hacia una de las entradas del
pueblo. Era Miguel con muchos más hombres a caballo que los que acudieron al
panteón el día de la despedida de David y del resto de los muertos. De
inmediato los policías cubrieron al presidente municipal y dispararon contra
Miguel y su grupo. Los de a caballo no se inmutaron, siguieron su recorrido,
sabían que eran muchos, además el pueblo estaba con ellos.
Los
gritos de apoyo fueron evidentes. El enfrentamiento entre policías y los
compañeros de Miguel duró poco tiempo.
En
uno de los caballos, la gente de Miguel se llevó al presidente municipal y al
papá de Cristina, con dirección a la sierra de San Francisco.
Los compañeros de Miguel entraron a las
casas de los ricos del pueblo y sacaron las cosas valiosas. Las repartieron
entre la gente del pueblo, ellos a cambio, recibieron alimentos y fotografías
de sus familiares, de sus seres queridos.
Antes de retornar a la sierra, Miguel
me dio un morral donde don Manuel guardaba su dinero. Miguel sabía que era lo
que yo había deseado desde hace tiempo. Me dijo que la lucha apenas iniciaba y
que la sierra era la guarida de los campesinos que quieren regresar la dignidad
perdida.
Sin decir nada más Miguel se perdió
junto al grupo que se nutrió de más hombres de diferentes pueblos, que
decidieron ir con ellos a la sierra. Las personas de San Francisco entraron a su
casa, sabían que pronto el ejército estaría en el pueblo.
El
ejército, en poco tiempo, como ya era costumbre, llegó a San Francisco y revisó
cada una de las casas de los que ahí vivíamos. Yo enterré el morral con el
dinero que me dio Miguel debajo del árbol de limones en el patio de la casa,
así, muchas personas escondieron sus pertenencias, sus recuerdos, su pasado que
los pudiera incriminar como posibles parientes de los "secuestradores", como ya nombraban
a Miguel y al resto de los hombres que se fueron a la sierra, sobre todo los
noticiarios de radio y televisión, quienes los acusaban de terroristas, de
secuestradores, de enemigos de la nación.
DE LA
CASA DE CRISTINA no dejaban de salir y entrar policías, personas vestidas de
traje y demás gente selecta de la política y la seguridad nacional que se podía
ver en San Francisco, que ahora parecía un pueblo importante.
Cristina
salía acompañada de guardaespaldas a bordo de una camioneta blindada. Bajaba
únicamente de ella cuando acudía a escuchar misa, pero incluso en la iglesia,
siempre había un par de sujetos altos, morenos y fuertes junto a ella, más los
cuatro que la esperaban afuera.
Aquel
día, mi mamá me invitó a que asistiéramos juntos a escuchar misa. Yo nunca
participé en ese tipo de actos, sobre todo después de la muerte de David y de
la despedida de Miguel, sabía que si Dios en verdad existiera no hubiera
permitido que mis mejores amigos no estuvieran conmigo. Dios no hubiera
permitido la muerte de David, pues nunca le hizo mal a nadie, además, el
sacerdote siempre trató de justificar las acciones de los ricos, para las
personas que del pueblo murieron, agradeció porque fueron pocos. Como si fuera
equivalente la muerte de decenas de pobres a la muerte de un solo rico.
Como
las cosas con mi madre andaban bien, pues teníamos, ambos, que recurrir al otro
para tratar de superar lo que había ocurrido, acepté la invitación y fui con
ella a la iglesia a escuchar misa de ocho.
Al
entrar al altar vi a Cristina, traía una pañoleta negra que cubría parcialmente
su rostro, la parte que se le podía mirar eran sus ojos; estaban irritados,
rojizos, como si por mucho tiempo hubiera llorado. Cuando mi madre se inclinó
para persignarse, la vieja madera de las bancas de la iglesia rechinó, Cristina
volteó y me miró. Vio mis ojos con una rabia que nunca pensé que alguien
pudiera tenerme, pero después echó a llorar y sus guardaespaldas me miraron con
mayor rencor que Cristina. Traté de mantener la calma y me senté para escuchar
el sermón.
El
sacerdote apareció e inició a hablar. Dio la bendición a todos. Comenzó con la
ceremonia religiosa y en unos minutos estaba diciendo su sermón, que en esta
ocasión invitaba a que rezáramos por el bienestar del padre de Cristina y del
presidente municipal, quienes, según el propio religioso, "están en manos
de hombres que no son malos, solamente no entienden que los conflictos deben
resolverse con voluntad, con amor y con la bendición de Dios, no con actos que
ponen a unos contra otros, pues aunque no lo creamos, los hombres que están en
la sierra son de la misma sangre que las personas respetables a las que se
llevaron...", el padre siguió hablando, ya no puse atención, más bien,
pensé en lo que dijo, ratifiqué mi opinión respecto de él.
Terminó
la ceremonia. Cristina se levantó y se descubrió la cabeza, dejó que la
miráramos como lo que era: una joven que sufría porque su padre no estaba a su
lado.
Cristina
seguía siendo bellísima.
Sin
imaginarlo Cristina se acercó a donde mi madre y yo estábamos y dijo:
—¿Podemos
hablar Carlos?
No
respondí, mis piernas temblaron, tragué un poco de saliva y seguramente mi
semblante cambió, pues mi madre me dio un pequeño empujón para que me pusiera
de pie y fuera con Cristina. Instintivamente me levanté y en ese momento los
guardaespaldas se acercaron más a mí. Cristina les ordenó que nos dejaran solos
y se separaron de nosotros. Al salir de la iglesia dio la misma orden a los
hombres que la esperaban afuera y nos quedamos parcialmente solos; los
guardaespaldas nos miraban atentos y a una distancia que permitía que Cristina
y yo habláramos, y si era necesario, los hombres pudieran hacer su
trabajo. Cristina se sentó en una banca
del atrio de la iglesia, yo permanecí de pie. Mis piernas seguían temblando.
Por unos minutos nadie dijo nada.
—Lamento
lo de tu padre —dije al fin a Cristina, aunque en realidad no era cierto.
—Sé
que no es así, pero te agradezco que lo digas. Nunca creí que Miguel fuera
capaz de hacer algo así —dijo Cristina con una convicción que además de
molestarme me invitó a responder.
—¡No
es culpa de Miguel lo que está sucediendo! ¡Es responsabilidad de tu padre y
sus amigos, pues qué delito cometió David y ya ves, ahora está muerto!
—¡No
puedes culpar a mi papá de que una bola de indios mugrosos se oponga a que en
el pueblo existan personas con ganas de cambiarlo! Deberían agradecer que mi
papá quiere beneficiar a San Francisco, ¡en lugar de andar secuestrando
personas!
Cristina
no pudo continuar, comenzó a llorar. Uno de sus guardaespaldas se acercó y una
vez frente a nosotros con su mano derecha me mostró una pistola que asomaba
sobre el pantalón. Cristina le hizo al tipo señas con la mano, quien se retiró.
Sentí miedo, pero sabía que no había dicho ninguna mentira, el padre de
Cristina era el culpable de lo que ocurría en el pueblo.
—Bueno,
si no tienes nada más que decir, espero que pronto aparezca tu padre —dije a
Cristina de nueva cuenta mintiendo, pues ese no era mí deseo.
—¡Espera!
—dijo Cristina cuando me marchaba—. Quiero pedirte un favor: si ves a Miguel
dile que le daremos el dinero que pida pero que no le haga daño a mi padre. Que
pida lo que quiera, pero que la vida de mi papá la respete.
No
dije nada, caminé y salí del atrio de la iglesia. Antes de perderme de la vista
de los guardaespaldas de Cristina, los miré, ahora yo fui quien los odió.
Llegué
a donde Ray seguía vendiendo las cervezas, los jarritos y demás productos de consumo “necesario” para las personas
del pueblo. Sin decir nada, tomé del refrigerador un refresco y salí de la
tienda. Me senté sobre la banqueta y vi a la gente que pasaba por la plaza.
Nadie se detenía y me preguntaba del porqué de mi tristeza. Nadie se detenía y
recordaba que precisamente cerca de donde en ese momento me encontraba vi cómo
le disparaban a David y cómo Miguel se llevó al padre de Cristina.
Sentía
tristeza por tantas cosas, y a pesar de los gritos de los borrachos que decían
majaderías dentro de la tienda mi mente no se despegaba de lo que Cristina
dijo: "Si ves a Miguel...". ¡Precisamente era lo que quería!, ver a
Miguel. David ya nunca podrá estar en la banca que el gobierno puso para
nosotros y Juan, Juan no había dejado de beber desde la muerte de David.
—¿Qué
te sucede Carlos? —preguntó una voz conocida.
Volteé
y observé a Ray, que por primera vez dejaba su negocio para sentarse a mi lado.
—No
sé, no me siento contento. Extraño a David.
Ray
me apretó un hombro y dijo.
—Todos
extrañamos a David. Será difícil que algún día alguien lo olvide, sobre todo
porque era un joven que nunca le hizo mal a nadie, todavía tenía mucho camino
por recorrer. Pero no te preocupes, desde donde David esté —al decir esto Ray
miró al cielo— sabrá que aquí hay alguien que aún lo quiere y lo recuerda.
—Gracias
Ray, pero siento que todos en este pinche
pueblo fingimos, fíjate, tú eres amigo de los asesinos de David, apenas días
antes de que lo mataran, David estuvo en la fiesta de quien después se
convertiría en su asesino.
—Entiendo
lo que tú sientes Carlos, pero como sufres por la muerte de David, yo también
lo hago, incluso a mí me parece que pude haberlo ayudarlo y nunca lo hice.
Aunque ahora no vale la pena estar recordando el pasado, hay que vivir el
presente para que el pasado no se repita.
Ray
tenía razón, el pasado no debería repetirse, pensé.
Ray
se levantó y tomó del refrigerador de su tienda una cerveza, me la ofreció, la
acepté y casi de un trago vacié la botella. "Pasa a mi casa, estoy seguro
que si descansas te sentirás mejor". No dije nada, la mano de Ray me
levantó de la banqueta y entré a su casa. De nueva cuenta me encontraba en la
sala donde estuve con David. Recordé aquel día de la fiesta en casa de Cristina,
quise retirarme, pero Ray me tomó del brazo y dijo: "enfrentando tus
recuerdos podrás algún día superar lo que pasó".
Me
senté en uno de los sillones que estaban en la sala de Ray, terminé de beber lo
que había en la botella de cerveza y cerré los ojos. Recordé el rostro de
Cristina en la iglesia. Escuché su voz pidiéndome que hablara con Miguel,
después me quedé dormido.
Al
abrir los ojos me observé sentado en la casa de Ray, no me moví, recorrí con la
vista aquel lugar. En una mesa de centro se encontraba un periódico, me
interesó la fotografía que aparecía en la portada era una de las personas del
pueblo que se fueron con Miguel a la sierra. Tomé el diario y empecé a leer:
"El ejército mexicano ha
logrado capturar a la dirigencia de los grupos bandoleros y terroristas que se
esconden en la sierra de San Francisco; grupo que secuestró a dos personas
importantes y pacificas de dicha localidad, de nuestro Estado, entre ellos el
electo presidente municipal constitucional de San Francisco. Toda la inteligencia
de seguridad del gobierno local y del federal, han lanzado sus esfuerzos para
restablecer la paz y el orden constitucional en aquella región".
Terminé
de leer, en la nota del periódico también decía la zona en la que se presumía
estaba Miguel y los demás hombres del pueblo. Entonces reconocí que ese lugar
era por donde en muchas ocasiones Miguel se reunió junto a su padre con
diversos campesinos y personas que realizaban lo que Miguel llamaba círculos de estudio. A esas reuniones
acudía don Arnul, así que como pude me levanté, miré mi reloj, eran las ocho de
la mañana, ¡mi mamá debe estar preocupadísima!, pensé.
Busqué
mis zapatos, me los puse y fui a la puerta que me dirigiera a la tienda de Ray,
pero me sorprendió encontrarme con la tienda cerrada. Pensé que Ray se sentía
mal, pues el día anterior dejó la tienda encargada con un joven que nunca yo
había visto y ese día ni siquiera abrió. Sentí la necesidad de poder acercarme
a Ray y decirle que las cosas saldrían bien, pues él hizo lo mismo por mí la noche
anterior.
Recorrí
la casa de Ray hasta que encontré su habitación. En una de mis manos traía la
cobija que me acercó, supongo que al ver que me quedé dormido durante la noche.
Entré despacio, me dirigí a su cama para poder hablar con él y darle las gracias,
pero me sorprendí, pues junto a Ray se incorporó el joven que por la noche
atendía la tienda, parecía que estaba desnudo, no dije nada, dejé en una silla
la cobija y salí rápidamente de la casa de Ray.
Antes
de ir a casa de don Arnul fui a casa para ver a mi madre, pensé que estaría
furiosa, pero no fue así, pues según me dijo, por la noche del día anterior,
Ray la puso al tanto de que yo estaba en su casa.
Salí
de casa al lado de mi madre, ella se fue a trabajar y yo a buscar a don Arnul.
Crucé
el patio de la casa de don Arnul, antes de entrar me pareció que ese lugar era
muy bonito. Parecía que todo lo que rodeaba a don Arnul era así. Toqué la
puerta de la casa. Un perro escuchó mis toquidos y ladró al interior. En unos
momentos apareció don Arnul, con la vitalidad que incluso yo, un joven,
envidié.
—¿Qué
te trae por aquí muchacho? —preguntó don Arnul al tiempo que abría la puerta.
Inmediatamente
el perro que ladraba se acercó y me olió las piernas. Era un gran perro color
negro que inmediatamente se puso al lado de don Arnul como esperando una orden
para atacar, o por lo menos eso me pareció.
—Mire don Arnul, la verdad es que vengo a preguntarle por
Miguel, yo sé que usted sabe dónde está.
Don
Arnul no respondió, rápidamente cerró la puerta de su casa y me indicó con la
mano que pasara. Entré y me acomodé sobre una silla de madera. Don Arnul se
mantuvo de pie y dijo:
—¿Entonces
quieres saber de Miguel? ¿Qué te hace pensar que yo sé dónde está?
En
ese momento saqué de una bolsa trasera de mi pantalón, parte del periódico que
encontré en casa de Ray. Se lo di a don Arnul, quien ni siquiera lo leyó, su
analfabetismo se lo impidió, pero no era necesario, el viejo entendió a lo que
me refería al preguntar por Miguel.
—Mira
hijo —dijo paternalista don Arnul— yo sé que Miguel es tu amigo y que te
sientes extraño por no estar con él, o no saber en qué lugar encuentra, pero
debo decirte que saber el paradero de tu amigo y de todas las personas que lo
acompañan no es positivo, por el contrario, te traería muchos problemas.
Confórmate con lo que te voy a decir: Miguel se encuentra en un lugar donde lo
necesita el pueblo de San Francisco, está demostrándonos que es un hombre y que,
como él, existen muchos en el pueblo.
—Sí,
yo sé que Miguel es un hombre, pero quiero verlo, quiero decirle que me
gustaría estar con él en la montaña.
—No
sabes lo que dices Carlos. A ti te corresponde quedarte aquí, debes estudiar y
así, ayudarás a Miguel y a todas las personas que confiamos en ti —en ese
momento don Arnul se sentó en otra silla y me miró a los ojos.
Por
vez primera sentí la seguridad de estar hablando con un hombre, con un padre.
Don Arnul eso fue para mí, un padre, pues en los momentos difíciles él fue
quien me permitió saber cómo se trabaja la tierra, cómo se gana dinero, cómo se
da y se recibe una palabra de aliento.
—Termina
de estudiar muchacho, porque una vez que lo logres, serás un profesionista y
así, ayudarás a las personas que tengan problemas. Mírame —don Arnul extendió
sus manos para mostrármelas— a pesar de mis arrugas y que pronto moriré,
próximamente la parcela pasará a otras manos, ya no será mía, y ¿qué de lo que
te dije que haría cuando esto sucediera he hecho? ¡Nada!, porque un viejo solo
puede hacer poco, pero un joven como tú puede hacer mucho. Así como Miguel nos
dejó para hacerse hombre, tú debes quedarte para hacer lo mismo, para que un
día puedas defender a viejos como yo.
—¡No
necesitamos esperar a que yo estudie, dígame que debemos hacer para que no le
quiten su parcela y yo lo haré! —dije a don Arnul indignado.
—No
muchacho. Las cosas pasan porque así tiene que ser, pero recuerda que cada
persona en el mundo, nacimos para cumplir con una misión y la tuya, además de
ser un conquistador, es ser un hombre exitoso de San Francisco, y el único camino
que tienes es la escuela.
Sin
decir más don Arnul se levantó e inmediatamente el perro negro se incorporó y
caminó a su lado. Salí de la casa de don Arnul y antes de que el viejo cerrara
la puerta, insistí:
—¿Algún
día sabré donde está Miguel?
Don
Arnul no dijo nada, sonrió y cerró la puerta. El perro ladró y yo regresé a
casa.
LAS
CLASES HABÍAN INICIADO EN la preparatoria. Ese día me levanté, desayuné, me
despedí de mi madre y me dirigí a la escuela. En la plaza había música, la
presidencia municipal estaba repleta de personas que parecían inquietas. Sin
detenerme me dirigí a la preparatoria. Juan estaba tirado sobre una de las
jardineras de la plaza, pero ahora ni siquiera los policías se acercaron a él
para retirarlo, tampoco yo lo hice.
Al
llegar a la escuela, maestros y alumnos estaban en el patio. Enseguida nos
ordenaron que incorporamos con los compañeros de grupo y después, un maestro
nos trasladó en autobuses al centro de San Francisco para dar la bienvenida al
presidente municipal, por la noche, los hombres de la sierra intercambiaron
presos por el presidente y el papá de Cristina.
Al
llegar a la plaza los autobuses se estacionaron alrededor del pueblo y poco a
poco nos bajaron hasta que formamos una especie de medio círculo, frente al
palacio municipal. En ese momento apareció el presidente municipal y el papá de
Cristina. Ambos se veían bien. Ninguno de los dos parecía haber sufrido
violencia por parte de los compañeros de Miguel.
Junto
al presidente y al padre de Cristina se encontraban otras personas, entre ellas
el director de la preparatoria, quien dirigió un discurso. Pensé que si Miguel
estuviera allí le mentaría la madre. El presidente municipal manifestó su
agradecimiento por el apoyo recibido, dijo: "no traicionaré al pueblo de
San Francisco y de ahora en adelante, se cambiará la violencia y la
inestabilidad por la confianza y el progreso".
El
papá de Cristina dijo que para el pueblo ese era un día histórico, en eso
estaba, cuando mi mamá se acercó a donde yo me encontraba de pie. Me pareció
extraño que estuviera ahí. Mi madre dijo:
—¡Rápido,
quiero que me acompañes a casa de Miguel, su madre está muy grave! Ya mandé
traer al doctor, pero quiero que trates de avisarle a Miguel, pues el médico
dijo que le queda poco tiempo de vida a su mamá. ¡El sacerdote quedó de ir a
confesar a la señora, nada más que termine este chisme! —concluyó mi madre y
observó al religioso aplaudiendo por el regreso del presidente municipal y del
papá de Cristina.
Enseguida
caminé al lado de ella. Una maestra me preguntó a dónde iba, no le hice caso,
seguí caminando. Antes de dar vuelta y dejar atrás la plaza, de una camioneta
negra bajó Cristina, al verme me dio las gracias. Tampoco le hice caso.
Llegamos
a casa de Miguel, ni siquiera entré. Le dije a mi mamá que iría a buscar a
Miguel. Caminé rápidamente y toqué la puerta de la casa de don Arnul, el perro
ladró, pero esta vez no salió el viejo. Seguramente está en la parcela, pensé.
Salí y pedí un aventón a una camioneta que afortunadamente me dejó cerca de la
parcela de don Arnul.
Al
bajar del auto busqué a don Arnul y no estaba. Mire el arroyo. Recordé a
Leticia, la extrañé. Pensé qué hacer, cómo poder ayudar a la mamá de Miguel o
cómo ponerlo sobre a viso de que su madre estaba a punto de morir.
Regresé
a la casa de Miguel. En la puerta vi que colgaba un moño negro que colocaron
cuando el padre de mi amigo murió asesinado. Al entrar miré a dos policías que
se encontraban en el patio de la casa de Miguel, les pregunté qué hacían ahí,
no respondieron, continué y vi a mi madre junto a otra docena de señoras que
estaban alrededor de la cama donde la mamá de Miguel insistía en ver a su hijo.
En
cuanto mi madre me vio entrar, se levantó y me preguntó por Miguel. Le dije que
no había podido localizarlo, pero que las cosas saldrían bien. En ese momento
entró el sacerdote, se acercó a la mamá de Miguel y ordenó que saliéramos todos
de la habitación.
Una
vez fuera, don Arnul apareció. Miró a los policías y se acercó a mí.
—Miguel
ya está enterado, probablemente intente venir, pero con la presencia de la
policía será difícil —dijo don Arnul casi en silencio.
Los
policías se acercaron a nosotros cuando notaron que don Arnul hablaba en
secreto. Don Arnul salió de la casa de Miguel, yo salí tras él, pero antes de
que alguien pudiera hacer algo tres policías subieron al viejo a una camioneta
y se lo llevaron, grité que lo soltaran, que qué sucedía, pero los policías que
estaban dentro de la casa de Miguel impidieron que me moviera. Incluso afuera
de la casa, había más de cuarenta policías montados a caballo y alrededor, en
las casas vecinas, estaban trepados sobre las azoteas otros tantos, esperando
que apareciera Miguel. Enseguida mi madre y otras señoras insultaron a los
policías y los obligaron a salir de la casa de Miguel. Yo me quedé adentro.
La
espera fue tensa. Por un lado, los militares y policías esperaban que
apareciera Miguel, por otro, dentro de la casa, la mamá de Miguel seguía agonizando,
pidiendo ver a su hijo por última vez. Miguel nunca apareció, y su madre, en unos
minutos murió, no sin antes repetir en varias ocasiones el nombre de Miguel, de
su hijo, de quien no pudo despedirse.
TRANSCURRIERON
DOS SEMANAS DESDE LA muerte de la
madre de Miguel. Las clases en la preparatoria ya eran regulares. El papá de
Cristina junto al presidente municipal del pueblo, se reunieron con el
presidente de la república y aparecieron por televisión y en diferentes
periódicos junto con empresarios que pretendían invertir en San Francisco,
aunque eso implicaba el despojo de las tierras de los campesinos.
Ese
día don Arnul salió de la cárcel, donde permaneció desde que lo detuvieron en
la casa de Miguel. El viejo era uno de los habitantes del pueblo a quien le
quitarían sus tierras con la expropiación.
Decían
en la escuela los maestros que el arroyo de la parcela de don Arnul se
convertiría en una planta privada de generación de electricidad y que las tierras
servirían para instalar fábricas y hacer una cancha de golf para los
accionistas.
Don
Arnul desde que salió de la cárcel no aparecía en su casa. Ni el perro negro se
encontraba en aquel lugar. Muchas personas murmuraban que se fue del pueblo por
las amenazas de las autoridades municipales, quienes están en coordinación con
los inversionistas, otros decían que don Arnul estaba con Miguel en las
montañas y otros que se fue a su parcela y se ahogó en el arroyo, como sea,
nadie lo había visto, y de eso ya había pasado mucho tiempo.
Algunas
tardes iba yo hasta donde la parcela del viejo exigía que alguien se hiciera
cargo, y aquellas tierras donde apenas meses atrás aparecían imponentes diferentes
árboles eran ya un nido de pájaros, que con confianza destrozaban las tierras
que esperaban pacientes la entrada de maquinas para convertirlas en cancha de
golf. El arroyo seguía cristalino, cubierto en partes por hojas secas que caían
de los árboles de alrededor. Miraba el agua transparente que me obligaba
recordar a David, a Miguel, a Leticia, a Reina y todo el pasado que parecía que
había quedado extinguido, que parecía mejor que el presente.
El
temor era evidente en el pueblo, pero la necesidad de regresar a la
cotidianidad provocaba que poco a poco los habitantes de San Francisco se
incorporaran a sus acostumbradas actividades.
Mi
madre seguía trabajando y parecía que envejecía con mayor rapidez. Reina seguía
estudiando, pero ya no hablaba con nadie, no salía con nadie, iba los domingos
al panteón a dejar flores a la tumba donde descansaba David. Aquellos rumores
de que con el tiempo se le pasaría a Reina el dolor de perder a David fueron equivocados,
cuando se cumplió un año de la muerte de David, Reina fue quien se encargó de
que el sacerdote efectuara una misa en su honor, además, pagó para que lanzaran
cuetes y que la música de la banda
estuviera casi todo el día en el campo santo. Ese día hablé con Reina y me dijo
que lo único que quería era estar junto a David y que para ella la vida ya no
tenía sentido. No hablamos más. Nos cruzamos en otras ocasiones, pero ni
siquiera Reina se detenía. No me daba noticias de Leticia.
EL AÑO
EN LA PREPARATORIA terminó. El director habló como siempre de la revolución, de
la necesidad de establecer el orden y la paz, y nos invitó a disfrutar de las
vacaciones.
Todos
salieron contentos, yo ni siquiera me enteré cuando crucé la puerta de la
preparatoria, no disfruté ser libre, estar de vacaciones, dedicar mi tiempo a
lo que me plazca. No estaba David, no estaba Miguel, don Arnul no aparecía y
Juan, ¡Juan! desde la muerte de David nunca hablé con Juan, y me llamó la atención
que desde hacía algún tiempo no se veía totalmente borracho, tirado sobre las
calles del pueblo.
Hasta
entonces me di cuenta de que tenía todavía a un amigo. Al salí de la escuela,
ahora sí corriendo, toqué la puerta de la casa de Juan, un pequeño abrió y le
pregunté por mi amigo. Me dijo que no estaba, entonces su mamá apareció y me
invitó a pasar. Una vez dentro, esperé que Juan fuera avisado de mi visita.
Pensé encontrarlo borracho, crudo o como sea, de cualquier forma, pensaba
ayudarlo.
Contrario
a lo que creía, la madre de Juan me invitó a sentarme. Accedí. Sin preámbulo,
la señora me informó que Juan no se encontraba, que hacía algunas semanas se
había ido a Estados Unidos a trabajar y que me buscó para despedirse pero que
nunca dio conmigo, o que quizá no quiso despedirse por vergüenza, pues todos en
el pueblo sabían que era un borracho y un bueno para nada. No hablé, guardé silencio,
pensé en Juan, en las muchas veces que lo vi tirado en la calle y que nunca me
acerqué para darle mi mano y levantarlo. Me sentí triste, desilusionado,
arrepentido.
Salí
de la casa de Juan, le dije a su madre que en cuanto tuviera noticias de él me
avisara, que me gustaría saludarlo. La señora movió la cabeza afirmativamente y
cerró su puerta.
Regresé
a casa, me acosté sobre la cama, me sentí solo.
Tres
semanas después mi madre regresó de trabajar y en una de sus manos traía un
sobre. Me lo entregó, dijo que la mamá de Juan se lo había dado. Lo abrí, era
una carta de Juan, de mi amigo, donde decía:
Que
tal güey, ¿cómo estás?, yo aquí, chingandole. La friega es mucha pero el
dinero que pagan sirve para vivir y mandarle a la jefa. Ella me avisó, cuando
hablé por teléfono, que preguntaste por mí, eso me dio gusto, es grato saber
que alguien te recuerda.
No creas que yo no me acuerdo de ti. No
creas que ya olvidé a David y a Miguel, no, la verdad es que creo que por eso
me vine a este pinche país, pues las
cosas en el pueblo ya no eran soportables, además, en el pueblo ya todos me
veían como un pinche teporocho, incluso tú mismo, nunca me volviste
a hablar después de que David murió, no te culpo, al contrario, te entiendo,
¿quién quiere ser amigo de un borracho?
Pero ahora te puedo decir que ya no tomo
como antes, no porque no me guste, no porque no recuerde, no porque ahora no
tenga penas, aquí la policía si está al
tiro, no creas que se puede andar borracho por las calles como si nada.
Aunque quiero decirte que sigo siendo un don nadie, que en este país las
personas buscan joder, nadie se ayuda,
cada quien vive para sí mismo, pero bueno, mi consuelo es que todos los que
venimos aquí somos tratados igual, ya no hay diferencia entre Juan el borracho
de San Francisco y todos los paisanos que cruzaron la frontera. Aquí todos
somos unos indios y unos hijos de la chingada.
En el sobre donde está ésta carta, hay
una foto, para que veas a tu cuate, que ahora ya no es el mismo flaco, ya
engordé, para que veas que los hot–dog
y las hamburguesas si alimentan, no los pinches
frijoles.
¿Tú cómo vas en la escuela?, échale ganas
porque es lo único con lo que vas a sacar de trabajar a tu jefa, pues ya ves cómo
está cabrona la vida. Si no te
aplicas a los estudios terminarás como yo: un mendigo bracero que limpia el
excremento de los gringos. No me apena, era más penoso estar tirado sobre las
calles, mirando el cielo y recordando a los cuates.
Bueno, me despido, no quiero interrumpir
tus quehaceres, o qué ¿te estás cogiendo
a alguna de tus viejas? No creas que ya se me olvidó como me despreció la prima
de Reina, ni siquiera las viejas eran mi fuerte, aunque debo decirte que en eso
no te envidio, pues aquí hay un chingo
de mujeres de todas partes, unas negras, unas blancas, pero todas buenas.
Pronto te daré la noticia de que me casé o que ya tengo hijos. Por lo pronto
quiero que sepas que todo lo que hicimos lo recuero, recuerdo la banca de la
plaza, la parcela de don Arnul, la fiesta del pueblo, recuerdo a Reina, a
Patricia, a David, a Miguel, a tu mamá y a muchas personas que me dieron alguna
vez las fuerzas para seguir adelante.
No quiero seguir con romanticismos, pero
estando tan lejos dan ganas de cagarse
de la soledad que muchas veces se siente. Nos queda únicamente trabajar para
olvidar que en este país no somos nada más que unos pobres jodidos que ofrecemos nuestro trabajo porque en México no existen
las condiciones para hacerlo, o como yo, utilizamos a los gringos para
embarrarlos de la mierda que queremos
olvidar.
Salúdame a todos por allá y cuando veas a
Miguel dile que es un chingón, que él
siempre supo lo que quería y que no dude que algún día estaremos todos juntos otra
vez.
Hasta
pronto: Juan.
Miré
la fotografía de Juan, ciertamente, ahora estaba gordo, parecía un señor y no
el amigo que era más delgado que cualquiera de nosotros y que cuando corría
parecía que volaba, que en cualquier momento el aire lo elevaría y se perdería
en el cielo de San Francisco.
Después
de leer la carta de Juan me sentí diferente, con ganas de hacer muchas cosas.
Miré a mi madre preparando la comida y entonces supe que no sé que sería o a
qué me dedicaría en el futuro, pero que algo era seguro: ayudaría a mi mamá y a
mis amigos.
LAS
VACACIONES CASI TERMINABAN, POR la tarde de ese día, el presidente municipal y
el papá de Cristina inaugurarían, junto a los inversionistas extranjeros, la
refinería y pondrían la primera piedra para el proyecto de la cancha de golf.
Finalmente,
los campesinos perdieron sus tierras. El gobierno las expropió bajo el
argumento de la utilidad pública.
Quienes
perdieron sus tierras, su historia, como decía don Arnul, estaban a la
expectativa, pues ni siquiera habían recibido la indemnización que se les
prometió y que consta en el artículo 27 de la Constitución.
Cientos
de policías acompañaron a las autoridades e inversionistas para la realización
del acto. Muchos habitantes de San Francisco también acudimos, pues se había
organizado una protesta para manifestar nuestro descontento por la expropiación
y por las obras que se pretendían iniciar.
Mientras
las autoridades y los inversionistas se trasladaron a la zona donde se
encontraba la parcela de don Arnul, los manifestantes caminamos gritando e
invitando a los que nos observaban, a que se integraran a la manifestación. La
respuesta fue positiva, cientos de mujeres, hombres, niños, incluso personas a
caballo, acompañaron nuestra manifestación y gritaban consignas que lejos de
tener un verdadero impacto, manifestaban la inexperiencia política de los
habitantes.
Antes
de llegar a la parcela de don Arnul, soldados y policías nos impidieron
continuar, así que empezaron los empujones, aunque no con mucha efusividad, pues
todos teníamos en la mente el recuerdo de lo que podía suceder cuando se
incurría en enfrentamientos con policías o militares.
El
sacerdote se acercó para intentar persuadirnos de que las cosas debían
celebrarse en orden, que el presidente municipal estaba de acuerdo en que se
respete la libre manifestación de las ideas pero que no se debía romper el estado de derecho.
Nadie
insistió en continuar el recorrido, preferimos gritar con mayor intensidad,
pero con menor orden. Lo que primeramente fueron consignas se convirtieron en
insultos, aunque los inversionistas y las autoridades no se inmutaron por
nuestra protesta, ni aun cuando los gritos cada vez eran más fuertes, pues se
encontraban a una distancia considerable respecto de nosotros.
Hasta
donde nos encontrábamos llegaron bandas
de música que empezaron a entonar sus notas. En poco tiempo aquello parecía una
fiesta. Un lugar donde todos los desplazados de sus tierras y los pobres del
pueblo cabíamos. Observábamos a las señoras que en sus ojos retenían una mirada
de esperanza, como desde el día en que murió David no había aparecido en el
rostro de las mujeres de San Francisco, acostumbradas a luchar. Los hombres
sentían en las manos la inercia de poder levantar un machete y trabajar las
tierras, o en su caso, defenderlas. Los niños, inclusive, estaban contagiados
de una extraña libertad, que se logra tan fácil pero que no se canaliza para
poder establecer condiciones a favor de los pobres y no de los que terminaban
de colocar la primera piedra en el lugar donde exterminarían las milpas y
frutales que dieron vida a San Francisco y a cientos de sus habitantes.
Un
helicóptero llegó al lugar, enseguida aterrizó y en él se fueron las
autoridades federales junto a las del pueblo. Los inversionistas más importantes
también abordaron el artefacto mientras que el resto del contingente se marchó
en automóviles que custodiaban militares y policías.
En
pocos minutos todos los personajes “importantes” dejaron el escenario, sin
hacer caso de las protestas, de la desesperanza y la indignación de los
campesinos. Ahora sí el ejército y la policía tenían la orden de desalojar el
lugar. No hubo enfrentamientos. Preferimos hacer caso y nos marchamos.
LA
MÚSICA SE ESCUCHÓ DESDE muy temprano. Ese día era la fiesta del pueblo. Todos
en San Francisco estaban listos para celebrar al santo que dio nombre a nuestro
pueblo y que según dicen los sacerdotes, era humilde y ponderaba la ayuda de
los pobres ante las riquezas personales.
No
quería levantarme de la cama. Aunque ha pasado el tiempo y las cosas en el
pueblo han sido casi parecidas al pasado, sin verdaderos amigos no tenía mucho
caso salir y visitar la plaza, ni mucho menos ir a bailar. Hacía mucho tiempo
que no tenía noticias de Miguel, aunque aseguraban en el pueblo que ya eran
miles de hombres los que lo acompañaban. Recordé a don Arnul.
Mi
madre me pidió que fuéramos a la iglesia, lo dudé, pero finalmente acepté. Me
levanté y salimos sin desayunar. Al llegar a la iglesia excusé que el hambre
impediría que estuviera en la misa, así que propuse a mi madre que desayunaría
rápidamente y luego entraría para acompañarla durante el sermón del sacerdote.
Mi
madre entró a la iglesia y yo caminé para buscar algo de comer. Había en la
plaza decenas de comerciantes. Muchos de ellos vendían comida, así que sin
mayor selección me senté en el primer puesto que se me atravesó. Pedí una orden
de flautas e inicié a comer.
Estaba
degustando el mole rojo y el pollo de las flautas, cuando apareció tras de mí
Cristina. Dejé de comer. Miré a mi alrededor para buscar a sus guardaespaldas,
pero mi intento fue fallido, Cristina venía sola.
—¿A
quién buscas? —preguntó Cristina.
—A
nadie, me extraña encontrarte sola. Sin sujetos que te cuiden.
—Ya
no hay necesidad, las cosas empiezan a volver a la normalidad, además el pueblo
está bien vigilado.
No
respondí, mas bien di una mordida a la flauta.
—¿Cómo
has estado? —preguntó Cristina.
—Bien.
—Hace
mucho que no platicamos. ¿Cómo te ha ido en la escuela? ¿Cuándo entras a la
universidad?
No
respondí. La verdad que Cristina me pareció extraña, me pareció que finalmente
aquello que decía ella cuando estábamos en la secundaria era cierto, no éramos
iguale. Su vida tenía objetivos diferentes.
—¿Qué
te sucede, estás molesto conmigo? —insistió Cristina.
—No.
Lo que pasa es que me siento extraño —me dio gusto poder ser sincero.
—Te
entiendo. Todo lo que ha ocurrido en el pueblo provocó que todos estemos a la
defensiva, que unos se cuiden de los otros, pero debemos superarlo, recuerda
que soy tu amiga, además entre tú y yo existen cosas especiales.
Tampoco
respondí. Recordé la noche en que estuve con Cristina, le miré las piernas,
pero no me provocó lo que antes.
—¿Qué
vas hacer en la noche? ¿Con quién vas a ir al baile?
—No
sé, quizá ni siquiera vaya.
—No
seas aburrido, vamos, yo te invito.
Me
quedé pensando, sabía que no quería ir con Cristina, pero tampoco tenía muchas
opciones, así que decidí aceptar la invitación de Cristina y quedamos de vernos
por la noche.
Cristina
se despidió y se marchó. Yo continué comiendo, hasta que la misa terminó. Mi
madre salió y regresamos a casa.
Por
la noche acudí a la plaza. Me senté en la banca que el gobierno puso para mis
amigos, y ahora, recibía solitaria mi presencia. Cristina no tardó en llegar,
en cuanto la vi me puse de pie. Me tomó del brazo y dimos una vuelta a la
plaza. Comimos algunas frituras y posteriormente entramos a una especie de
salón que se acondicionaba durante las fiestas del pueblo para que los jóvenes
bailáramos.
La
música se escuchaba impresionante, nadie que estuviera dentro de aquel lugar
podía hablar, y estaba bien, pues no tenía mucho que decirle a Cristina.
Cristina
bailaba muy bien. Movía sus caderas efusivamente y me motivaba con señas para
hacer lo mismo, pero mi ánimo no era el más adecuado. Cristina notó mi actitud
y propuso, después de beber dos cervezas, que dejáramos el lugar. No opuse
resistencia. Tomados de la mano salimos del salón y caminamos algunas calles.
Al llegar a la casa de Cristina me pidió que la esperara, enseguida entró y en
unos segundos se encontraba afuera con unas llaves en la mano que utilizó para
encender un auto, en el que sin ninguna dirección nos marchamos.
—¿Adónde
quieres ir? —preguntó Cristina.
No
respondí.
—¡Ya
Carlos, no seas aburrido! –dijo Cristina al momento de detenerse y apagar las
luces del vehículo. Mira que hermosa está la noche, escucha el canto de los
grillos, percibe el movimiento de los árboles.
De
nueva cuenta no dije nada, más bien, miré los árboles, escuché a los grillos y
consideré que Cristina tenía algo de poeta, de humana.
—¿Sabes
que me iré a la Ciudad para estudiar la Universidad?, es una escuela de mucho
prestigio, dice mi papá que estaré segura, pues aquí las cosas no están del
todo bien y no hay necesidad de que corra algún riesgo.
Decidí
responder:
—Me
parece bien, tu papá no debe estar confiado, pronto Miguel hará justicia por la
muerte de su padre y por del resto de los muertos del pueblo.
—¡Ya
vas a empezar Carlos! Mira, hagamos una cosa: promete que siempre que estemos
juntos evitaremos hablar de esto, así ni tú ni yo saldremos lastimados, ¿de
acuerdo?
Moví
la cabeza para darle la razón a Cristina. Consideré que no era adecuado tocar
con ella ese tema. Cada quien defendía su posición.
Durante
algunos segundos guardamos silencio, posteriormente nos miramos y de manera muy
lenta nos acercamos para besarnos. Para mí fue un beso especial. Hacía mucho
tiempo que no sentía cariño por nadie, hacía mucho tiempo que no dejaba de
pensar en situaciones que perturbaban mi mente, mis recuerdos. Ni Cristina ni
yo hablamos más, seguimos besándonos y diciendo con caricias que ambos
agradecíamos la situación en la que nos encontrábamos. La noche fue eterna e
instantánea, las estrellas atestiguaron que a pesar del desaliento de la realidad
es posible sentir cosas que únicamente un ser humano puede sentir: amor.
III
Han
pasado siete años desde que dejé San Francisco, mi pueblo. Trabajo en un
prestigiado periódico de la ciudad y desde ahí mantengo a los lectores al tanto
de lo que sucede en la sierra y en el país.
Cumplí mi sueño de ser escritor. Aunque
eso no fue lo que estudié. Estudié leyes en la universidad, y fui abogado como
mi hermano. Mi madre estuvo orgullosa de mí, aunque su clamor duró poco. Mi
primer caso fue en contra de una familia de campesinos que por no pagar
oportunamente una deuda que contrajeron a consecuencia de un encarcelamiento
injusto de un pariente, tenía yo que embargar sus bienes como representante
legal de la parte que demandaba, estos, se constituían por un par de camas
viejas, un ropero a punto de destruirse y unas sillas de madera que exigían la
utilización de un martillo. Lo único de valor que los campesinos tenían era su
casa, lugar donde todos sus paisanos residían cuando llegaban a la Ciudad
buscando consolidar el sueño del éxito citadino. El día que me tocó embargar,
no pude hacerlo. Decidí nunca más ejercer las leyes, sabía que eran injustas,
sabía que el Derecho defendía a los
ricos.
Después
de un tiempo de tocar puertas, el primer premio en un concurso de cuentos logró
interesar a una revista de poca circulación por mis escritos. Poco a poco fui
describiendo la realidad de mi nación, de su población. Describí el hambre, la
pobreza, la marginación, el desempleo, la impunidad, la corrupción, la
prostitución, la violencia, entre otros temas que hacen que un escritor no
invente nada, solamente extraiga de la realidad cosas que pasan y que se
plasman con letras, además, todo lo que escribo lo viví muchos años y lo sigo haciendo.
Es lo desalentador de nuestra realidad, parece representar un malestar
perpetuo.
Sabía que escribir lo que las calles y
los campos enseñan era una labor justa que no tiene nada que ver con embargar
casas, explotar obreros o despojar a los campesinos de su tierra.
Sabía, además, que escribir no era lo
único que se tiene que hacer para empezar un cambio. Desde que me contrataron
en el periódico la mitad de mi salario es para mi madre y el resto para Miguel,
que aún sigue en la sierra de San Francisco. Ahora Miguel es comandante y
frecuentemente nos hacemos llegar cartas que describen un sin número de cosas
que únicamente un simple escritor y un comandante fuera de la ley pueden
decirse. Miguel sigue defendiendo la esperanza que tienen los campesinos, que
es lo único que no han podido robarles. La esperanza que poco a poco concretiza
cambios y se postula como alternativa ante la falta de oportunidades que dejan
las vías legales.
Es curioso que los que se dicen
intelectuales en nuestro país, sostengan que los guerrilleros de la sierra
“violentan los cambios que el país exige, y más cuando la alternancia está
dada”. Son intelectuales que postulan la democracia y defienden los derechos
humanos, pero no se han acercado a la sierra donde diariamente el ejército mata
campesinos inocentes, campesinos que piden ser tratados igualitariamente.
Los políticos y representantes
sindicales dicen que las condiciones del país no son las adecuadas para que los
campesinos defiendan su derecho a ser parte de una nación que los persigue y
excluye. Dicen que la violencia no es el camino, que las revueltas en nuestro
país no han servido para nada, que la historia así lo ha demostrado. Se les
olvida que la historia es la que ilustra que la exclusión, la pobreza y la
muerte, han permanecido desde hace años en los campos de nuestra nación. Que
los gobiernos que hoy exigen la paz, han sido los que provocaron la
desesperanza por los canales “legales”, provocaron que los campesinos del país
tomaran un fusil y prefieran morir para nunca más ser víctimas de enfermedades
curables, víctimas de caciques, de políticos de la edad media y del reproche de
la historia por no defender lo único que les pertenece: su esperanza.
En muchas ocasiones he sido citado por
la Secretaría de Gobernación para que deje de escribir —o más bien de describir—
la realidad de mi pueblo, pero no traicionaré los ideales de personas como
Miguel, a los que debemos agradecer que nuestro pueblo tenga dignidad y una luz
encendida de esperanza. Esperanza de vivir en un país diferente, donde todos
tengan cabida.
He
recordado la defensa a los artículos sexto y séptimo de la Constitución
mexicana que Miguel efectuó ante las autoridades del pueblo. Resolví que no son
los jueces quienes deben solucionar lo que parece una alteración al
"estado de derecho", pues ellos representan intereses particulares,
no son voceros del interés general. Lo mismo ocurre con los legisladores,
quienes hacen leyes sin tomar en cuenta la voluntad popular, más bien, protegen
el interés de quien representa al dinero, de quien les garantiza la oportunidad
de ascender a otro puesto y permitir su "creciente carrera política".
Prometí a Miguel, ahora conocido como comandante Manuel, escribir los
recuerdos del pasado, aquellos que de adolescentes nos enseñaron que la pobreza
es el peor pecado que castigan los sacerdotes, aunque en la Biblia se describa
que los pobres se van al cielo. Cuando joven creía que Dios era injusto, que
estaba, como el gobierno, al lado de los ricos y que ellos eran protegidos por
su divinidad, ahora sé que Dios no es injusto, los injustos son los hombres,
Dios ni siquiera existe.
Escribir es sencillo, más cuando se
escribe lo que la vida enseña.
Tenía
que terminar esta historia rápidamente, en la sierra se corre el riesgo de no vivir
para ver el día siguiente. En la sierra Miguel tiene la vida prestada, es
posible, que ni siquiera cumpla su promesa de firmar éste relato, pero como se
lo prometí, sin su rúbrica, nunca lo conocerá nadie, únicamente se quedará en
el obscuro archivo de los recuerdos, ahí, donde desde mi adolescencia, forjé la
imagen de la tierra que trabajaba don Arnul y que le fue arrebatada utilizando
como argumento la utilidad pública, aunque en realidad, era la justificación
para que el capital extranjero se apoderara de cientos de años de historia del
pueblo de San Francisco. La imagen de mi madre como sirvienta, ofreciendo su
trabajo a la ociosidad de don Manuel, a quien de alguna forma debo agradecer,
pues gracias al dinero que me entregó, después de arrebatárselo a ese sujeto,
pude trasladarme y vivir unos días en la Ciudad. Al papá de Miguel que, por
actuar dentro del estado de derecho,
fue asesinado como un animal. El rostro de David, que sin deber nada que en
plena creación de sueños y esperanzas juveniles fue ejecutado con un tiro de
gracia. Esos son los recuerdos que nunca permitirán que escriba alegrías
mientras mi pueblo no tenga cumplidos sus sueños de transformación.
En el pueblo nada es igual. Los
militares han colocado bases que presumen un arsenal rico en destrucción. La
prostitución es lo más cercano al desarrollo que postula el gobierno. Mi madre
no quiere dejar San Francisco, dice que no se alejará de la tierra que la vio
nacer. Reina no se ha casado, cada domingo llega hasta el campo santo y deja un
ramo de flores sobre la tumba de David, junto a las flores, deja también una
lagrima que demuestra que su cariño es eterno. Dicen que don Arnul murió cuando
sus tierras fueron expropiadas, seguramente el viejo murió de tristeza, murió
triste pero digno. Es gracias a ese viejo que encontré la dirección adecuada en
mi vida y entendí, y ahora agradezco, las palabras que dijo cuando lo visité en
su casa: "el único camino que tienes es la escuela". Nunca le enseñé
a leer, por eso cada semana alfabetizo ancianos, para que puedan defenderse,
como decía don Arnul. La tumba de la madre de Miguel no está sola, como fue su
muerte, de vez en cuando aparecen flores de diferentes colores que se asegura
son colocadas por Miguel.
Entiendo,
ahora, que la cursilería es un mito que el capitalismo ha impuesto para evitar
que los seres humanos seamos dignos de compartir la vida con los seres
queridos. Los gobiernos capitalistas saben que entre más vendan la idea de la
modernidad, más se acentúa el rechazo a los valores que forjan a los hombres
libres. La cursilería es un paradigma que nada tiene que ver con la esencia
social y espiritual del hombre. Ahora, una herramienta para decir a la gente la
realidad del pueblo, tiene que ser el corazón, que, junto a la razón, son las
dos cosas que los pobres me han enseñado que pueden perfectamente convivir y
aún más importante, pueden cambiar al mundo.
Los amigos del papá de Cristina siguen
controlando el pueblo, muchos de ellos han sido diputados y senadores. El padre
de Cristina fue gobernador, actualmente pretende ser dirigente nacional del
Partido Azul y Verde, para lanzarse posteriormente a la presidencia de la
república.
A Cristina dos veces la vi, aún y cuando
también estudió en la Ciudad. Ahora es contadora. Una tarde nos encontramos,
tomamos un café y terminamos en un hotel recordando el pasado, otro día nos
hablamos por teléfono y coincidimos en el mismo hotel, pero las ganas y el amor
desaparecieron. Éramos diferentes, Cristina seguía afirmando que mis amistades
eran nacas y decía que de personas idealistas están llenos los panteones.
A Leticia nunca más la vi. Ray, el que
me regalaba los jarritos en el
pueblo, se fue a Estados Unidos para evitar las acusaciones que lo señalaban
como distribuidor de drogas en el pueblo. Decían que Ray fue amante de un
sacerdote y de dos presidentes municipales.
Juan
regresó al pueblo, habla inglés, pero no trabaja, desde que su mamá murió
comenzó de nuevo a beber y las calles son su casa. Nunca terminó de estudiar,
ni trabaja, únicamente pierde por las tardes la vista en dirección a las
montañas como esperando que algún día bajen de ellas sus amigos o que su mamá
lo tome del hombro y lo lleve de regreso a casa. La piedra donde nos
escondíamos David, Miguel, Juan y yo, sigue en su lugar. La banca de la plaza
recuerda nuestros traseros juveniles, parece que eso tampoco nos lo pudo robar
el papá de Cristina, pues el recuerdo y el ideal son de imposible venta o
expropiación.
Ya
van cuatro sacerdotes que están al frente de la iglesia, todos se han marchado
acompañados de una mujer del pueblo. Patricia ya se casó y tiene cuatro hijos.
Su esposo está en Estados Unidos y regresa sólo para embarazarla.
Los ricos del pueblo cada día son más
ricos. Los pobres son pocos, sólo hay mujeres y niños, los hombres están con el
comandante en la sierra y otros están lejos de su pueblo, intentando ganar un
poco de dinero para alimentar a su familia.
El sueño de un San Francisco diferente
se huele en el aire, dice mi madre, a quien veré mañana cuando esté en el
pueblo esperando razón de Miguel, quien buscará la manera de que estemos juntos,
recordando el pasado y construyendo el futuro. Estaré en San Francisco aguardando
la firma del comandante, que, sin duda, la escribirá con la pluma de la
esperanza y con la tinta de los sueños por cumplir.
Comandante
Manuel